William Faulkner |
La melena
I
Esa chica, la tal Susan Reed, era huérfana. Vivía acogida con una familia, los Burchett, que tenía más hijos, dos o tres más. Unos decían que Susan era sobrina o prima o lo que fuera; otros ponían en entredicho el carácter de Burchett, e incluso las intenciones de su señora: ya se sabe. Esto, sobre todo, era cosa de las mujeres.
Tendría unos cinco años cuando Hawkshaw llegó a la ciudad. Fue durante su primer verano en la peluquería de Maxey cuando la señora Burchett llevó a Susan por primera vez. Maxey me contó que tanto él como los demás peluqueros vieron a la señora Burchett empeñarse a lo largo de tres días en conseguir que Susan (era una niña flaca entonces, con ojos grandes, ojos de susto permanente, y un cabello liso, largo, ni rubio ni castaño) entrase por las buenas en la peluquería. Y Maxey contó que al final fue Hawkshaw el que salió a la calle y se trajinó a la niña durante un cuarto de hora por lo menos, hasta lograr que entrase y se acomodase en la silla del peluquero, y eso que Hawkshaw nunca había dicho más que sí o no a cualquier hombre o mujer de la ciudad, al menos por lo que de él se sabía.
—Una mano me juego si no estaba clarísimo que Hawkshaw estuvo esperando a que llegara. A mí al menos así me lo parece —me dijo Maxey.
Ésa fue la primera vez que le cortaron el pelo. Fue Hawkshaw quien le cortó el pelo, mientras ella permanecía sentada bajo el delantal como un conejillo aterrado. Pero seis meses después entró ella sola en la peluquería y se prestó a que Hawkshaw le cortase el pelo, todavía con la pinta de una coneja vieja y aterrada, con cara de susto, con los ojos grandes, y una mata de pelo nada especial que asomaba por encima del vestido. Luego, si Hawkshaw estaba ocupado, Maxey dijo que la chica aparecía y se sentaba en el banco a esperar, cerca de su silla, hasta que Hawkshaw se quedara libre, con las piernas siempre estiradas, muy pendiente. Dice Maxey que la consideraban clienta de Hawkshaw, tal como si hubiera sido un cliente que llegara para afeitarse un sábado por la noche. Dice que una vez el otro peluquero, Matt Fox, se ofreció a atenderla, puesto que Hawkshaw estaba ocupado, y que lo miró como una centella.
—Termino en un voleo —dijo—. Yo me ocupo de ella.
Maxey me dijo que Hawkshaw llevaba casi un año trabajando para él, y que ésa fue la primera vez que le oyó hablar con decisión acerca de algo.
En el otoño de aquel año la niña empezó a ir a la escuela. Pasaba por delante de la peluquería todas las mañanas y todas las tardes. Seguía siendo tímida, caminaba deprisa, como suelen las niñas de su edad, y su cabecita entre rubia y castaña pasaba por delante del escaparate veloz y sin alterarse, como si fuera patinando. Al principio siempre iba sola, pero al poco su cabeza, al pasar, era una más de un montón de cabezas, que charlaban entre sí y no miraban para nada al escaparate, mientras Hawkshaw estaba de pie allí delante, atento a todo lo que se moviese allí fuera. Maxey dijo que ni Matt ni él tenían siquiera necesidad de echar un vistazo al reloj para saber cuándo eran las ocho menos cinco y las tres menos cinco, porque les bastaba con mirar a Hawkshaw. Era como si se dejase llevar hasta el escaparate sin darse cuenta él mismo de que lo hacía, y allí se quedaba mirando a la calle, a la hora en que empezaban a pasar los niños que iban o venían del colegio. Cuando ella iba a la peluquería a cortarse el pelo, Hawkshaw le daba dos o tres de esos caramelos de menta de los que en cambio daba uno a los otros niños, eso me lo dijo Maxey.
No, fue Matt Fox, el otro peluquero, quien me lo dijo. Él me contó lo de la muñeca que le regaló Hawkshaw por Navidad. No sé cómo lo averiguó. No fue Hawkshaw quien se lo dijo. Pero de algún modo lo llegó a saber; sabía más de Hawkshaw que Maxey. Estaba casado Matt. Era un tipo gordo, fofo, con cara pastueña, con unos ojos que parecían cansados, o tristes, o lo que fuera. Tenía su gracia, y era casi tan buen peluquero como Hawkshaw. Tampoco es que hablara mucho, y no sé cómo es que llegó a saber tantas cosas de Hawkshaw; un tipo hablador no era capaz de sacarle gran cosa. A lo mejor, será que un tipo hablador no suele tener tiempo para enterarse de muchas cosas; bastante ocupado está enterándose de cómo son las palabras.
De todos modos, Matt me contó que Hawkshaw siempre le hacía un regalo por Navidad, incluso cuando la chica se hizo mayor. Ella seguía yendo a verle, a sentarse en su sillón de peluquero, y él la veía todas las mañanas y todas las tardes cuando pasaba por delante a la ida y a la vuelta del colegio. Se había hecho mayor, y de tímida ya no tenía un pelo.
Nadie hubiera dicho que era la misma chica. Había crecido muy deprisa. Demasiado deprisa. Eso es lo malo. Algunos dijeron que siendo huérfana y todo eso… Pero no era eso. Las chicas son distintas de los chicos. Las chicas nacen destetadas y los chicos nunca se llegan a destetar. Uno ve a un tipo de sesenta años y a mí que no me digan que no es capaz de volverse al cochecito de niños en un visto y no visto.
No es que fuese mala. Eso que se llama una mala mujer no existe, porque todas son malas de nacimiento, nacen con la maldad puesta. Lo suyo es conseguir que se casen antes de que la maldad llegue a ser lo natural y la cosa se ponga peor. En cambio, nos empeñamos en que se amolden a un sistema según el cual no se pueda casar la mujer mientras no llegue a cierta edad. Y la naturaleza no atiende a sistemas, ni menos aún los atienden las mujeres, como no atienden a nada. Ésta lo que pasa es que creció muy deprisa. Llegó al punto en el que la maldad alcanza su máximo antes de que el sistema le diga si era hora o no. Eso no se puede evitar. Yo tengo una hija, sé bien lo que me digo.
Total, que allí estaba la chica. Matt me dijo que echaron cuentas y que era imposible que tuviera más de trece años cuando la señora Burchett la sacudió un día por ponerse colorete y carmín, y durante todo ese año, me dijo, la vieron por la calle a todas horas con otras dos o tres chicas, riéndose por lo bajo, o riéndose como una fresca, cuando tendrían que haber estado en el colegio; seguía siendo flacucha, con esa melena que no era ni rubia ni morena, la cara embadurnada de pintura, tanto que parecía que se le fuese a resquebrajar como el barro reseco cuando se echaba a reír, con el habitual vestidito de algodón y con esos trapos que una niña de trece años tiene que llevar bien estirados, ceñidos, para lucir lo que nunca tuvo que lucir, enseñándose como las chicas ya mayores con sus vestidos de seda y demás.
Matt dijo que la vio pasar de largo un día, y que de repente se dio cuenta de que no llevaba medias. Dijo que se paró a pensarlo y que no alcanzaba a recordar que nunca hubiera llevado medias en verano, hasta que se dio cuenta de que no es que se hubiera fijado en que no llevara medias, sino que se fijó en las piernas: piernas de mujer, unas piernas bien torneadas. Y no tenía más que trece añitos.
A mí me da que ella no lo podía remediar. No es que fuese culpa suya. Y tampoco es que fuese culpa de Burchett. Caramba, si nadie podrá ser tan amable con ellas, con las malas, con las que tienen la mala pata de malearse tan pronto, tanto como lo son los hombres. Basta con ver cómo trataban a Hawkshaw todos los hombres del pueblo. Aun después de que todos lo supieran, después de que empezasen las habladurías, no hubo uno solo que dijera nada delante de Hawkshaw. Digo yo que se suponía que también él estaba enterado, que le habían llegado las habladurías, pero siempre que hablaban de la chica en la barbería era cuando no estaba Hawkshaw. Y digo yo que los demás eran iguales, porque no había uno solo que no hubiera visto a Hawkshaw asomarse al escaparate a mirarla cuando pasaba, o mirándola por la calle; hacía como si por casualidad pasara por delante del cine a la hora de la salida, cuando salía ella con algún tipo, con los que había empezado a salir sin haber cumplido catorce años siquiera. La gente decía que tenía que escaparse para salir con ellos y entrar de nuevo de tapadillo en la sala mientras la señora Burchett creía que estaba en casa de una amiga.
Nunca hablaban de ella cuando estaba delante Hawkshaw. Esperaban a que se marchase a comer, o que se tomase unas vacaciones, como hacía durante dos semanas de abril, de las que nadie averiguó nunca nada. Lo cierto es que él se iba y los demás se ponían a mirar a la chica, que salía de tapadillo a cortejar peligros, destinada a correr peligro de verdad tarde o temprano, por más que Burchett antes no se enterase de nada. Había dejado los estudios un año antes. Durante todo un año, Burchett y su señora creyeron que iba al colegio a diario, cuando lo cierto es que la chica ni siquiera pisaba el edificio. Alguno, puede ser que alguno de los chicos del instituto, aunque a ella le daba lo mismo, y podían ser chicos del instituto o del colegio, u hombres casados, alguno le pasaba un boletín de notas todos los meses para que ella lo rellenase como quisiera y se lo llevase a casa para que se lo firmase la señora Burchett. A saber cómo, pero los que aman a una mujer se dejan engañar por ella.
Así que dejó los estudios y empezó a trabajar en la tienda de baratillo. Iba a la peluquería a cortarse el pelo e iba toda pintarrajeada, con algún vestidito fino y descolorido con el que lo enseñaba todo, atenta y atrevida y discreta, todo a la vez, con el pelo arreglado y una permanente con mucha laca. Pero ni con todo lo que se echase podría haber cambiado aquel color de pelo que tenía, entre rubio y castaño. La melena no había cambiado en absoluto. No siempre se dirigía al sillón de Hawkshaw. A veces, aunque estuviera el sillón vacío, ocupaba alguno de los otros y charlaba con los demás peluqueros, llenando la peluquería de ruido y de perfume, con las piernas bien visibles por debajo de la tela del delantal. Hawkshaw en esos momentos no la miraba. Hasta cuando no estaba ocupado tenía una manera curiosa de aparentar que lo estaba: concentrado y cabizbajo, como si se las diera de estar ajetreado, disimulando tras la apariencia.
Así estaban las cosas cuando hace dos semanas él se marchó, pues se había tomado esas vacaciones que siempre se tomaba en abril, esos viajecitos de los que nadie sabe nada, de los que hace ya diez años todo el mundo desistió de saber nada. Llegué a Jefferson un par de días después de que se marchara, y fui a la peluquería. Estaban hablando de ella y de él.
—¿Y le sigue haciendo regalos por Navidad? —dije.
—Hace dos años le compró un reloj de pulsera —dijo Matt Fox—. Sesenta pavos le costó.
Maxey estaba afeitando a un cliente. Hizo un alto con la navaja en la mano, la hoja llena de espuma.
—Pues a mí que no me jodan —dijo—. Entonces por fuerza tuvo que… Te acordarás que fue el primero, el que…
Matt no se había vuelto a mirarlo.
—Todavía no se lo ha dado —dijo.
—Allá se las componga él con su tiempo y su racanería —dijo Maxey—. Cualquier viejo que se ponga a tontear con una chica tiene que estar mal de la cabeza. Pero un tío que encima la engaña y luego no se lo paga con nada…
Matt sí se dio la vuelta a mirarlo; también él afeitaba en ese momento a un cliente.
—¿Y tú qué dirías si la razón por la cual no se lo ha dado es que a su entender ella es aún demasiado chica para recibir joyas de alguien que no sea su pariente, eh?
—¿Me estás diciendo que no lo sabe? ¿Él no sabe lo que sabe todo el mundo en el pueblo, quitando a lo mejor al señor y la señora Burchett? ¡Si lo saben todos desde hace ya tres años…!
Matt volvió a lo que tenía entre manos, moviendo el codo con agilidad, dando breves sacudidas.
—¿Y cómo lo iba a saber? A él no se lo diría nadie más que una mujer, y no conoce a ninguna, quitando la señora Cowan. Y a mí me da que ésa seguramente piensa que él ya se ha enterado.
—Eso es así —dice Maxey.
Así estaban las cosas cuando él se fue de vacaciones hace dos semanas. Hice lo que tenía que hacer en Jefferson en día y medio y seguí mi ruta. A mediados de la semana siguiente llegué a Division. No me di ninguna prisa. Quise que él tuviera tiempo. Era miércoles por la mañana cuando llegué.
II
Si alguna vez hubo amor, cualquiera hubiese dicho que Hawkshaw la había olvidado. Pero quiero decir amor, claro está. Cuando lo conocí hace trece años (acababa de empezar a ser viajante, por el norte de Mississippi y por Alabama, vendiendo un muestrario de camisas y petos de trabajo), sentado en el sillón de una barbería de Porterfield, me dije: «Éste es un solterón de los pies a la cabeza. Éste nació siendo soltero y con cuarenta años».
Era menudo, de tez arenosa, y tenía una cara de la que no se acordaría uno, que no reconocería uno ni pasados diez minutos, además de vestir un traje azul, de sarga, y una corbata negra, de lazo, de las que se abrochan por detrás y se venden con el nudo ya hecho. Maxey me contó que aún llevaba el traje de sarga y la corbata de lazo cuando se bajó de un tren con rumbo sur que hacía parada en Jefferson, un año más tarde; me contó que llevaba una de esas maletas de similicuero. Y cuando al año siguiente lo volví a ver en Jefferson, detrás del sillón de la peluquería de Maxey, de no haber sido por el sillón no lo hubiera reconocido ni de broma. La misma cara, la misma corbata; que no me digan si no era como si lo hubieran extraído con pinzas, sillón y cliente incluido, y lo hubiesen colocado a sesenta millas de distancia sin que faltase nada de nada. Tuve que volver a mirar por el escaparate, a la plaza, para cerciorarme de que no estaba en Porterfield un año antes. Y ésa fue la primera vez en que me di cuenta de que cuando estuve en Porterfield unos seis meses antes él no estaba.
Fue tres años después de aquello cuando supe más de él. Iba a Division unas cinco veces al año, un almacén y un colmado y cuatro o cinco casas y una serrería ya en la frontera entre Mississippi y Alabama. Una de las casas me había llamado la atención. Era una buena casa, una de las mejores, y siempre estaba cerrada. Cuando llegaba a Division a finales de la primavera o a comienzos del verano, siempre había señales de que alguien había trabajado alrededor de la casa. La parcela estaba limpia de malas hierbas, los arriates de flores bien cuidados, la valla y el tejado reparados tras el invierno. Luego, cuando me tocaba volver a Division más o menos en otoño, o empezado el invierno, la parcela volvía a estar llena de malas hierbas, y alguna de las estacas de la valla había desaparecido, seguramente porque alguien las había arrancado para reparar su valla, o para leña, eso no lo sé. Y la casa estaba siempre cerrada; nunca salía humo por la chimenea de la cocina. Así que un día pregunté al dueño del colmado, y él me lo contó.
Había sido propiedad de un hombre apellidado Starnes, pero había muerto toda la familia. Se les consideraba muy buena gente, porque eran dueños de unas tierras que tenían hipotecadas. Starnes era uno de esos tipos perezosos, que se daba por contento con ser dueño de unas tierras al menos mientras tuviera lo suficiente para comer y un poco de tabaco para pasar el rato. Tenían una hija que se hizo novia de un joven, del hijo de un agricultor que tenía un terreno arrendado. A la madre no le gustó la idea, pero Starnes no puso ningún reparo. A lo mejor el joven (se llamaba Stribling) era un chico honrado, y buen trabajador; a lo mejor Starnes era demasiado perezoso para poner objeciones. Lo cierto es que se anunció públicamente el compromiso y Stribling ahorró dinero y fue a Birmingham a aprender la profesión de barbero. Parte del trayecto la hizo en carretas, de gorra, y otra parte la hizo a pie, volviendo todos los veranos para ver a la chica.
Un buen día se murió Starnes cuando estaba sentado en su silla en el porche; dijeron que era demasiado perezoso para seguir respirando, y mandaron llamar a Stribling. Me enteré de que se había montado un buen negocio en una peluquería de Birmingham, y de que había ahorrado dinero; me dijeron que ya tenía elegido el apartamento y que había hecho el pago inicial por los muebles y todo lo demás, y que se iban a casar ese verano. Volvió. Todo lo que había pagado en su vida Starnes era una hipoteca, así que Stribling tuvo que costear el entierro. Le salió por un buen pico, por bastante más de lo que valía Starnes, pero había que contentar a la señora Starnes. Así que Stribling tuvo que empezar a ahorrar de nuevo.
Pero ya había alquilado el apartamento y había pagado el adelanto de los muebles y las alianzas y además había pagado por la licencia matrimonial cuando otra vez lo mandaron llamar con prisas. Esta vez fue la chica. Había contraído no sé qué enfermedad. Esta gente de las regiones más atrasadas ya se sabe cómo son: no valen los médicos ni los veterinarios, en caso de que los haya. Se llevan un buen tajo, se les pega un tiro, y no pasa nada. En cambio, que se pesquen un resfriado y a lo mejor se reponen o a lo mejor se mueren de cólera en menos de dos días. Estaba delirando cuando llegó Stribling. Tuvieron que cortarle la melena del todo. Eso lo hizo Stribling, que era todo un experto, un profesional, se podría decir, y además de la familia. Me dijeron que era de todos modos una de esas chicas de salud frágil, delgaducha, con una melena abundante, ni rubia ni castaña.
No llegó a verle, no llegó a saber quién le cortó todo el pelo. Así se murió, sin haberse enterado de nada, sin saber siquiera, seguramente, que se había muerto. No dejaba de decir una sola cosa: «Cuidad de mamá. La hipoteca. A papá no le gustará que la cosa quede así de mal. Llamad a Henry. (Y sí, qué quieres: era él, Henry Stribling, al que llaman Hawkshaw: yo lo vi al año siguiente en Jefferson. «Tú eres Henry Stribling», le dije.) La hipoteca. Cuidad de mamá. Llamad a Henry. La hipoteca. Llamad a Henry». Y se murió. Había una foto de la chica, la única foto de ella que tenían. La mandó Hawkshaw, junto con un rizo de la melena que le había cortado, a la dirección de una revista de agricultura, para que con su cabello se adornase el marco del retrato. Pero se perdieron las dos cosas, el rizo y la foto, se perdieron no sé cómo en el correo. En todo caso, él no recuperó nunca ni lo uno ni lo otro.
También enterró a la chica, y al año siguiente (tuvo que volver a Birmingham y librarse del apartamento con el que se había comprometido, y de los muebles, para poder empezar a ahorrar de nuevo) puso una lápida en su tumba. Se marchó entonces otra vez y se enteraron de que había dejado la peluquería de Birmingham. Dejó el trabajo sin más y desapareció, y a todos les dio por decir que con el tiempo hubiera llegado a ser el dueño de la peluquería. Pero lo dejó, y cuando llegó el mes de abril, antes de que se cumpliese el aniversario de la muerte de la chica, apareció de nuevo. Fue a ver a la señora Starnes y al cabo de dos semanas se marchó.
Cuando se fue se enteraron de que había pasado por el banco de la capital del condado para pagar los intereses de la hipoteca. Eso mismo lo hizo año tras año hasta que murió la señora Starnes. Y es que se murió cuando él estaba allí. Dedicó dos semanas a limpiar y adecentar la casa para que ella estuviera cómoda durante otro año más, y ella se lo permitió, por algo era de mejor familia que él, que era uno de esos arribistas que hay en todas partes. Y entonces se murió la vieja.
—Ya sabe lo que dijo Sophie que había que hacer —le dice—. La hipoteca. El señor Starnes estará preocupado cuando lo vea.
Así que también la enterró a ella. Pagó otra lápida que hubiera sido de su gusto. Comenzó entonces a pagar el capital principal de la hipoteca. Starnes tenía familia en Alabama. La gente de Division supuso que la parentela iría a reclamar la propiedad de la casa. Pero a lo mejor la parentela quedó a la espera de que Hawkshaw liquidase del todo la hipoteca. Hizo el pago anualmente, cuando iba a limpiar y a adecentar la casa. Dijeron que limpiaba y adecentaba como una mujer, que fregaba a fondo y hasta los últimos detalles. Le llevaba dos semanas, siempre en abril. Luego se marchaba sin que nadie supiese adónde iba, y todos los años, por abril, regresaba a formalizar el pago en el banco y a limpiar y recoger una casa desierta que nunca le perteneció.
Cinco años llevaba haciéndolo cuando lo vi en la peluquería de Maxey, en Jefferson, al año siguiente de haberlo visto en Porterfield, con su traje azul, de sarga, y su corbata negra, de lazo. Maxey dijo que así iba vestido cuando se bajó del tren con rumbo sur que hacía parada en Jefferson, con una maleta de similicuero. Maxey dijo que lo vieron durante dos días en la plaza, sin que pareciera conocer a nadie ni tener asuntos pendientes ni prisa ninguna, caminando tan solo por la plaza, como si estuviera echando un vistazo.
Fueron los más jóvenes, los vagos que haraganean tirando los dólares o jugándoselos a la entrada del club social, mientras esperan a que salgan las jovencitas y pasen riéndose por lo bajo, al caer la tarde, por delante de la oficina de correos cuando van a tomarse un helado o un refresco, meneando las caderas con sus vestidos bien prietos, dejando a su paso el olor de sus perfumes. Dijeron que era detective, tal vez porque eso era lo único que alguien hubiera supuesto. Por eso le pusieron Hawkshaw por sobrenombre, y siguió siendo Hawkshaw durante los doce años que estuvo en Jefferson, atento a su cliente en el sillón de la peluquería de Maxey. A Maxey le dijo que era de Alabama.
—¿De qué parte? —le preguntó Maxey—. Alabama es muy grande. ¿De Birmingham? —insistió, porque Hawkshaw daba la impresión de haber llegado de casi cualquier parte de Alabama, salvo de Birmingham.
—Sí, de Birmingham.
Y eso fue todo lo que sacaron en claro hablando con él, hasta que por pura casualidad me fijé en él al verlo tras el sillón, y recordé haberlo visto en Porterfield.
—¿En Porterfield? —dijo Maxey—. Mi cuñado es el dueño de esa peluquería. ¿Quiere decir que trabajó en Porterfield el año pasado?
—Sí —dijo Hawkshaw—. Allí estaba.
Maxey me contó lo de las vacaciones que se tomaba: que Hawkshaw no quería tomarse las vacaciones de verano, que en cambio exigía dos semanas en abril. Que nunca le dijo por qué. Maxey dijo que abril era un mes con mucha faena para tomarse unas vacaciones, y que Hawkshaw se ofreció a trabajar hasta entonces, para dejar entonces el empleo.
—¿Entonces quieres dejarlo? —Maxey dijo que aquello fue en verano, después de que la señora Burchett hubiese llevado a Susan Reed a la peluquería por vez primera.
—No —dijo Hawkshaw—. Esto me gusta. Pero quiero dos semanas libres en abril.
—¿Por asuntos de negocios? —dijo Maxey.
—Por asuntos —dijo Hawkshaw.
Cuando Maxey se tomaba sus vacaciones, iba a Porterfield a visitar a su cuñado; es posible que afeitase a los clientes del cuñado, como un marino que pasara sus vacaciones en un bote de remo, en un lago artificial. El cuñado le contó que Hawkshaw había trabajado en su peluquería, que no quiso tener vacaciones hasta el mes de abril, que se marchó y que no volvió nunca.
—Dejará de trabajar contigo de la misma manera —dijo el cuñado—. Trabajó en una peluquería de Bolivar, Estado de Tennessee, y en una de Florence, Estado de Alabama. En las dos estuvo un año, de las dos se fue igual. No quiso volver. Tú espera y verás.
Maxey dijo que volvió y por fin le sonsacó a Hawkshaw que había trabajado un año en seis u ocho ciudades distintas de Alabama, Tennessee y Mississippi.
—¿Por qué las dejaste? —preguntó Maxey—. Eres un buen barbero, y uno de los mejores peluqueros de niños que he conocido. ¿Por qué las dejaste?
—Es que andaba echando un vistazo tan solo —dijo Hawkshaw.
Llegó el mes de abril y se tomó las dos semanas de vacaciones. Se afeitó y llenó con sus cosas la maleta de similicuero y tomó el tren con rumbo norte.
—Entonces, vas a ver a alguien —dijo Maxey.
—Un buen trecho más allá —dijo Hawkshaw.
Se marchó con su traje azul, de sarga, y su corbata negra, de lazo. Maxey me dijo que dos días más tarde se supo que Hawkshaw había retirado del banco todos los ahorros del año. Se había alojado en casa de la señora y se hizo miembro de la iglesia y no gastó ni un centavo. Ni siquiera fumaba. Así que digo yo que Maxey y Matt y seguro que todo Jefferson pensó que había ahorrado energía suficiente para aguantar un año sin trabajar y que se había tomado un sabático particular que iba a pasar entre los burdeles de Memphis. Mitch Ewing, el agente del depósito de mercancías ferroviarias, vivía también en casa de la señora Cowan. Él contó que Hawkshaw había comprado un billete de tren para ir solo hasta el enlace.
—De allí puede ir a Memphis, a Birmingham o a Nueva Orleáns —dijo Mitch.
—En todo caso, lo cierto es que se ha ido —dijo Maxey—. Y te aseguro que a ese tipo no se le volverá a ver por este pueblo.
Y eso es lo que pensó todo el mundo hasta dos semanas después. A los quince días Hawkshaw llegó a pie a la peluquería, a la misma hora de siempre, como si ni siquiera hubiera salido de la ciudad. Se quitó la chaqueta y se puso a afilar sus navajas. Nunca dijo a nadie dónde había estado. Tan solo un buen trecho más allá.
Algunas veces he pensado que se lo tendría que contar a todos ellos. Cuando fuese a trabajar a Jefferson y me lo encontrase detrás de su sillón. No había cambiado, no había envejecido, tal como no había cambiado la melena de aquella chica, de Susan Reed, a pesar de toda la laca y de los tintes que se pusiera. Pero a la vuelta de sus vacaciones —tan solo un buen trecho más allá— se pasaba todo el año ahorrando, yendo a la iglesia los domingos, con la bolsa de caramelos de menta para los niños que tuviese que atender en la peluquería, hasta que le llegaba el momento de tomar su maleta de similicuero y retirar sus ahorros de todo el año para volver a Division a pagar la hipoteca y a limpiar la casa.
A veces, cuando yo aparecía por Jefferson, ya se había marchado. Maxey me contaba que le había cortado el pelo a la tal Susan Reed, tijeretazo va, tijeretazo viene, sujetándole el espejo para que se viera bien, como si fuera una actriz.
—A ella no le cobra —dijo Matt Fox—. Es él quien paga el cuarto de dólar, lo saca de su bolsillo y lo deja en la caja.
—Eso es asunto suyo —dijo Maxey—. Yo lo único que quiero es ese cuarto de dólar, y me da igual de dónde salga.
«A lo mejor ése es el precio de la chica», hubiera dicho yo tal vez cinco años después. Y es que por fin se metió en complicaciones. Al menos, eso es lo que dijeron. Yo no lo sé, quitando que cuando se habla de las chicas, o de las mujeres, la mayor parte de lo que se dice es por envidia o en represalia, porque las que suelen hablar son las que no se atreven y son las que no supieron. Pero mientras él estaba ausente durante el mes de abril se murmuró, y mucho, en torno a los peligros y los líos en los que por fin se metió, cuando se medicó ella solita con un frasco de aguarrás y se puso muy enferma.
Fuera como fuese, no se la vio por las calles durante unos tres meses; unos dijeron que estuvo en un hospital de Memphis, y que cuando volvió a la peluquería se acomodó en el sillón de Matt, aunque el de Hawkshaw estaba libre, igual que había hecho otra vez a lo mejor para provocarle. Maxey dijo que parecía un fantasma pintado, que estaba demacrada, dura de facciones, a pesar del vestido de colores y de todo lo demás, cuando la vio sentada en el sillón de Matt, llenando toda la peluquería con su cháchara y sus risas y su perfume y sus piernas, largas y esbeltas, y desnudas, y que Hawkshaw se las dio de estar ajetreado detrás de su sillón, que estaba libre.
Algunas veces he pensado que se lo tendría que contar a todos ellos. Pero nunca se lo conté a nadie más que a Gavin Stevens. Es el fiscal del distrito, un tipo inteligente: nada que ver con el abogado pedagogo al uso, el que se prevale de su cargo. Estudió en Harvard, y cuando me falló la salud (yo era contable en un banco de Gordonville y me falló la salud y conocí a Stevens en un tren, a la vuelta de Memphis, cuando volvía a casa del hospital) él fue quien me sugirió que dejase de ser viajante y me consiguió un empleo en esta empresa. Se lo conté hace un par de años.
—Y ahora resulta que la chica se lo está poniendo crudo, y él es demasiado mayor para buscar a otra y criarla —dije—. Y algún día habrá terminado de pagar la casa y esos Starnes de Alabama podrán ir a quedársela y estará acabado. ¿Qué le parece que hará entonces?
—No lo sé —dijo Stevens.
—A lo mejor se larga a donde sea a estirar la pata —dije.
—Puede ser, sí —dijo Stevens.
—En fin —dije—, no será el primero que se líe a pelear contra molinos de viento.
—Tampoco será el primero que estire la pata —dijo Stevens.
III
Así que la semana pasada fui a Division. Era miércoles cuando llegué. Cuando vi la casa, estaba recién pintada. El dueño del colmado me dijo que el pago que había hecho Hawkshaw era el último que le quedaba, y que la hipoteca de Starnes estaba terminada de pagar.
—Ahora, los Starnes de Alabama podrán venir a quedársela —dijo.
—De todos modos, Hawkshaw ha hecho lo que le prometió hacer a la señora Starnes —dije.
—¿Hawkshaw? —dijo—. ¿Es así como lo llaman? Pues vaya, hay que joderse. Hawkshaw. Hay que joderse, desde luego.
Pasaron tres meses antes de que volviese yo a Jefferson. Cuando pasé por delante de la peluquería, eché un vistazo sin pararme. Y había otro tipo detrás del sillón de Hawkshaw, un tipo todavía joven. «Me pregunto si Hawk se habrá dejado la bolsa de los caramelos de menta», dije para mí. Pero no me paré a averiguarlo. Solo me dije: «Vaya, pues por fin se ha marchado», preguntándome adónde iría cuando se hiciera viejo y ya no se pudiera cambiar de ciudad, y si probablemente iba a estirar la pata detrás de un sillón, en una pequeña peluquería de pueblo, en mangas de camisa, con la corbata negra, de lazo, y los pantalones de sarga.
Me fui a ver a mis clientes, comí, y por la tarde fui al despacho de Stevens.
—Veo que tienen un nuevo barbero en la ciudad —dije.
—Sí —dijo Stevens. Estuvo mirándome un rato antes de preguntar—: ¿No se ha enterado?
—¿Enterarme? ¿De qué? —dije. Y dejó de mirarme.
—Recibí su carta —dijo—, en la que me decía que Hawkshaw había terminado de pagar la hipoteca y había pintado la casa. Cuéntemelo.
Así que le conté que había llegado a Division al día siguiente de que se fuese Hawkshaw. Estaban hablando de él en el porche, a la entrada del colmado, preguntándose cuándo iban a llegar los Starnes de Alabama. Había pintado la casa él mismo, y había adecentado las dos tumbas; supongo que no quiso molestar a Starnes limpiando la suya. Había restregado también las lápidas, y había plantado un retoño de manzano sobre la tumba de la chica. Estaba en flor, y con lo que allí se contaba de él me entró curiosidad por conocer el interior de la casa. El dueño del colmado tenía la llave, y dijo que seguramente a Hawkshaw no le parecería mal.
Estaba el interior de la casa limpio como un hospital. Los fogones estaban abrillantados, la caja de la leña llena. El dueño del colmado me contó que eso lo hacía Hawkshaw todos los años, que llenaba la provisión de la leña antes de marcharse.
—Los parientes de Alabama lo agradecerán —dije. Pasamos a la sala. Había un gramófono en uno de los rincones y una lámpara y una Biblia sobre la mesa. La lámpara estaba limpia, el depósito del aceite vacío y limpio; ni siquiera se notaba el olor a aceite. La licencia matrimonial estaba enmarcada, colgada sobre la repisa de la chimenea como si fuese un cuadro. Estaba fechada el 4 de abril de 1905.
—Aquí es donde guarda el registro de los pagos de la hipoteca —dijo el dueño del colmado (que se apellida Bidwell). Fue a la mesa y abrió la Biblia. En las guardas estaban anotados los nacimientos y las defunciones en dos columnas. La chica se llamaba Sophie. Encontré su nombre en la columna de los nacimientos, y en la columna de las defunciones era la penúltima. La había anotado la señora Starnes. Parecía que le hubiera llevado diez minutos escribirla. Decía así:
Sofy starnes mureó el 16 de avril de 1905.
Hawkshaw había escrito la última; estaba escrita con buena letra, clara, con caligrafía de contable:
Señora de Will Starnes. 23 de abril de 1916.
—El registro de los pagos estará en la otra guarda —dijo Bidwell.
Lo buscamos. Ahí estaba, en una columna bien ordenada, de puño y letra de Hawkshaw. Empezaba el 16 de abril de 1917, con 200 dólares. La siguiente entrada era la correspondiente al pago en el banco: 16 de abril de 1918, 200 dólares; seguida del 16 de abril de 1919, 200 dólares; 16 de abril de 1920, 200 dólares; y así, sucesivamente, hasta la última: 16 de abril de 1930, 200 dólares. Sumó entonces las cifras de la columna, trazó una raya y debajo anotó:
Pagado en su totalidad. 16 de abril de 1930.
Parecía una frase tomada de uno de los cuadernos de caligrafía de las antiguas escuelas de la administración, como si la letra hubiese florecido a su pesar. No daba la impresión de estar escrita con ánimo de presumir; era como si hubiese florecido, al final, o como si hubiese brotado de la pluma antes de que él pudiera impedirlo.
—Así que hizo exactamente lo que le había prometido —dijo Stevens.
—Eso es lo mismo que le dije yo a Bidwell —dije.
Stevens siguió hablando como si no me hubiera hecho mucho caso.
—Así que la anciana pudo descansar en paz. Supongo que eso es lo que quiso decir la pluma cuando se le escapó de la mano como si tuviera vida propia: que ya podía por fin descansar en paz. Y eso que él no tendrá mucho más de cuarenta y cinco años. No mucho más.
No mucho más, salvo que cuando anotó «Pagado en su totalidad» al pie de esa columna el tiempo y la desesperanza manaron lentos y oscuros bajo él, igual que manan bajo cualquier chico adornado con una guirnalda, cualquier chica sin corona ni penacho».
—Solo que la chica se lo puso crudo. Le salió mala —dije—. Y cuando uno tiene ya cuarenta y cinco es bastante tarde para encontrar otra. Cuando dé con ella tendrá cincuenta y cinco al menos.
Stevens me miró entonces.
—Creí que no se había enterado —dijo.
—Sí —dije—. Mejor dicho, eché un vistazo a la peluquería al pasar por delante. Pero ya sabía que no iba a estar, que se habría marchado. Siempre supe que se marcharía a otra parte en cuanto lograse pagar esa hipoteca. A lo mejor nunca supo lo de la chica. Pero es más probable que sí lo supiera y que le diera igual.
—¿Usted cree que él no supo nunca lo de la chica?
—No creo que pudiera evitarlo. Pero no lo sé, la verdad. ¿A usted qué le parece?
—No lo sé. Y no creo que quiera saberlo. Hay algo que sé mucho mejor.
—¿Y de qué se trata? —dije. Me estaba mirando—. No hace más que decirme que no me he enterado de la noticia. ¿Qué es eso de lo que no me enterado?
—Lo de la chica —dijo Stevens. Me miró—. La misma tarde en que Hawkshaw volvió de sus últimas vacaciones se casaron. Esta vez se la llevó consigo.
William Faulkner
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
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