David Grossman, que hace poco ha visitado La antigua Biblos con motivo de su estupenda novela «Delirio», es además el autor de uno de los textos más conocidos y traducidos de los últimos años. No se trata de una novela, ni de un ensayo, sino de la carta que leyó en el funeral de su hijo Uri, muerto a los 20 años el 12 de agosto del año 2006, en el sur del Líbano, cuando el tanque en el que avanzaba fué alcanzado por un misil lanzado por Hezbolá.
Sólo dos días antes, David Grossman, junto con Amos Oz, Abraham B. Yehoshúa y un grupo de intelectuales israelíes, había firmado un documento para pedir a su Primer Ministro que aceptase un alto el fuego en lugar de poner en marcha la ofensiva masiva aprobada por el Gobierno de Israel para que sus tropas se adentrarsen 32 km dentro del Líbano.
Grossman es uno de los israelíes más comprometidos con la causa
palestina y con el derecho de los palestinos a tener un Estado viable. Ésta es la carta a su hijo:
Mi querido Uri:
Hace tres días que prácticamente todos nuestros pensamientos comienzan por una negación. No volverá a venir, no volveremos a hablar, no volveremos a reír. No volverá a estar ahí, el chico de mirada irónica y extraordinario sentido del humor. No volverá a estar ahí, el joven de sabiduría mucho más profunda que la propia de su edad, de sonrisa cálida, de apetito saludable. No volverá a estar ahí, esa rara combinación de determinación y delicadeza. Faltarán a partir de ahora su buen juicio y su buen corazón.
No volveremos a contar con la infinita ternura de Uri, la tranquilidad con la que apaciguaba todas las tormentas. No volveremos a ver juntos «Los Simpson» o «Seinfeld», no volveremos a escuchar contigo a Johnny Cash ni volveremos a sentir tu fuerte abrazo. No volveremos a verte andar y charlar con tu hermano mayor, Yonatan, gesticulando con ardor, ni volveremos a verte besar a tu hermana pequeña, Ruti, a la que tanto querías.
Uri, mi amor, durante tu breve existencia todos aprendimos de ti. De tu fuerza y tu empeño en seguir tu camino, incluso aunque no tuviera salida. Seguimos, estupefactos, tu lucha para que te admitieran en los cursillos de formación de jefes de carros de combate. No cediste a la opinión de tus superiores, porque sabías que podías ser un buen jefe y no estabas dispuesto a dar menos de lo que eras capaz. Y cuando lo lograste, pensé: he aquí un chico que conoce sus posibilidades de manera sencilla y lúcida. Sin pretensión, sin arrogancia. Que no se deja influir por lo que dicen los demás de él. Que saca la fuerza de sí mismo. Desde que eras niño, eras ya así. Vivías en armonía contigo mismo y con los que te rodeaban. Sabías cuál era tu sitio, eras consciente de ser querido, conocías tus limitaciones y tus cualidades. Y, la verdad, después de haber doblegado a todo el ejército y haber sido nombrado jefe de carros de combate, se vio claramente qué tipo de jefe y de hombre eras. Y hoy oímos hablar a tus amigos y tus soldados del jefe y el amigo, el que se levantaba antes que nadie para organizar todo y que sólo se iba a acostar cuando los otros ya dormían.
Y ayer, a medianoche, contemplaba la casa, que estaba más bien desordenada después de que cientos de personas vinieran a visitarnos para ofrecernos consuelo, y dije: tendría que estar Uri para ayudarnos a recoger.
Eras el izquierdista de tu batallón, pero te respetaban porque mantenías tus posiciones sin renunciar a ninguno de tus deberes militares. Recuerdo que me habías explicado tu «política de controles militares» porque tú también habías pasado bastante tiempo en esos controles. Decías que, si había un niño en el coche que acababas de detener, lo primero que hacías era tratar de tranquilizarle y hacerle reír. Y te acordabas de aquel niño, más o menos de la edad de Ruti, y del miedo que le dabas, y lo que él te odiaba, con razón. Pese a ello, hacías todo lo posible para facilitarle ese momento terrible, pero siempre cumpliendo tu deber, sin concesiones.
Cuando partiste hacia Líbano, tu madre dijo que lo que más temía era el «síndrome de Elifelet». Teníamos mucho miedo de que, como el Elifelet de la canción, te lanzases en medio de los disparos para salvar a un herido, de que fueras el primero en ofrecerse voluntario para el reabastecimiento de las municiones largo tiempo agotadas. Temíamos que allí en Líbano, en esta guerra tan dura, te comportases como lo habías hecho toda la vida en casa, en la escuela y en el servicio militar, que te ofrecieras a renunciar a un permiso porque otro soldado lo necesitaba más que tú, o porque aquel otro tenía una situación más difícil en su casa.
Para mí eras un hijo y un amigo. Y lo mismo para tu madre. Nuestra alma está unida a la tuya. Vivías en paz contigo mismo, eras de esas personas con las que uno se siente bien. No puedo ni decir en voz alta hasta qué punto eras para mí «alguien con el que correr» (título de una de las últimas novelas del autor).Cada vez que volvías de permiso, decías: ven, papá, vamos a hablar. Normalmente, íbamos a sentarnos y conversar a un restaurante. Me contabas un montón de cosas, Uri, y yo me enorgullecía y me sentía honrado de ser tu confidente, de que alguien como tú me hubiera escogido.
Recuerdo tu incertidumbre, una vez, por la idea de castigar a un soldado que había infringido la disciplina. Cuánto sufriste porque la decisión iba a indignar a los que estaban a tus órdenes y a los demás jefes, mucho más indulgentes que tú ante ciertas infracciones. Castigar a aquel soldado, efectivamente, te costó mucho desde el punto de vista de las relaciones humanas, pero aquel episodio concreto se transformó después en una de las historias fundamentales del batallón, porque estableció ciertas normas de conducta y respeto a las reglas. Y en tu primer permiso me contaste, con un tímido orgullo, que el comandante del batallón, durante una conversación con varios oficiales recién llegados, había citado tu decisión como ejemplo de comportamiento de un jefe.
Has iluminado nuestra vida, Uri. Tu madre y yo te criamos con amor. Fue muy fácil quererte con todo nuestro corazón, y sé que tú también viviste bien. Que tu breve vida fue bella. Espero haber sido un padre digno de un hijo como tú. Pero sé que ser el hijo de Michal quiere decir crecer con una generosidad, una gracia y un amor infinitos, y tú recibiste todo eso. Lo recibiste en abundancia y supiste apreciarlo, supiste agradecerlo, y no consideraste nada de lo que recibías como algo que te fuera debido.
En estos momentos no quiero decir nada de la guerra en la que has muerto. Nosotros, nuestra familia, ya la hemos perdido. Israel hará su examen de conciencia, y nosotros nos encerraremos en nuestro dolor, rodeado de nuestros buenos amigos, arropados en el amor inmenso de tanta gente a la que, en su mayoría, no conocemos, y a la que agradezco su apoyo ilimitado.
Me gustaría mucho que también supiéramos darnos unos a otros este amor y esta solidaridad en otros momentos. Ése es quizá nuestro recurso nacional más especial. Nuestra mayor riqueza natural. Me gustaría que pudiéramos mostrarnos más sensibles unos con otros. Que pudiéramos liberarnos de la violencia y la enemistad que se han infiltrado tan profundamente en todos los aspectos de nuestra vida. Que supiéramos cambiar de opinión y salvarnos ahora, justo en el último instante, porque nos aguardan tiempos muy duros.
Quiero decir alguna cosa más. Uri era un joven muy israelí. Su propio nombre es muy israelí y muy hebreo. Era un concentrado de lo que debería ser Israel. Lo que está ya casi olvidado. Lo que muchas veces se considera casi una curiosidad.
A veces, al observarle, pensaba que era un joven un poco anacrónico. Él, Yonatan y Ruti. Unos niños de los años cincuenta. Uri, con su absoluta honradez y su forma de asumir la responsabilidad de todo lo que sucedía a su alrededor. Uri, siempre «en primera línea», con el que se podía contar. Uri, con su profunda sensibilidad respecto a todos los sufrimientos, todos los males. Con su capacidad para la compasión. Una palabra que me hacía pensar en él cada vez que me venía a la mente.
Era un chico que tenía unos valores, ese término tan vilipendiado y ridiculizado en los últimos años. Porque en nuestro mundo loco, cruel y cínico, no es cool tener valores. O ser humanista. O sensible al malestar de los otros, aunque esos otros fueran el enemigo en el campo de batalla.
Pero de Uri aprendí que se puede y se debe ser todo eso a la vez. Que debemos defendernos, sin duda, pero en los dos sentidos: defender nuestras vidas, y también empeñarnos en proteger nuestra alma, empeñarnos en protegerla de la tentación de la fuerza y las ideas simplistas, la distorsión del cinismo, la contaminación del corazón y el desprecio del individuo que constituyen la auténtica y gran maldición de quienes viven en una zona de tragedia como la nuestra.
Uri tenía sencillamente el valor de ser él, siempre, en cualquier situación, de encontrar su voz exacta en todo lo que decía y hacía, y eso le protegía de la contaminación, la desfiguración y la degradación del alma.
Uri era además un chico divertido, de un humor y una sagacidad increíbles, y es imposible hablar de él sin mencionar algunos de sus «hallazgos». Por ejemplo, cuando tenía 13 años, le dije: imagínate que puedas ir con tus hijos un día al espacio, como vamos hoy a Europa. Y él me respondió sonriendo: «El espacio no me atrae demasiado, en la Tierra se encuentra de todo».
En otra ocasión, en el coche, Michal y yo hablábamos de un nuevo libro que había despertado gran interés y estábamos citando a escritores y críticos. Uri, que debía de tener nueve años, nos interpeló desde el asiento de atrás: «¡Eh, los elitistas, recordar que lleváis detrás a un inculto que no entiende nada de lo que decís!».
O, por ejemplo, una vez que tenía un higo seco en la mano (le encantaban los higos): «Dime, papá, ¿los higos secos son los que han cometido un pecado en su vida anterior?».
O cuando me resistía a aceptar una invitación a Japón: «¿Cómo puedes decir que no? ¿Tú sabes lo que es vivir en el único país en el que no hay turistas japoneses?».
En la noche del sábado al domingo, a las tres menos veinte, llamaron a nuestra puerta y por el interfono se oyó la voz de un oficial. Fui a abrir y pensé: ya está, la vida se ha terminado.
Pero cinco horas después, cuando Michal y yo entramos en la habitación de Ruti y la despertamos para darle la terrible noticia, ella, tras las primeras lágrimas, dijo: «Pero seguiremos viviendo, ¿verdad? Viviremos y nos pasearemos como antes. Quiero seguir cantando en el coro, riendo como siempre, aprender a tocar la guitarra». La abrazamos y le dijimos que íbamos a seguir viviendo, y Ruti continuó:«Qué trío tan extraordinario éramos, Yonatan, Uri y yo».
Y es verdad que sois extraordinarios. Yonatan, Uri y tú no erais sólo hermanos, sino amigos de corazón y de alma. Teníais un mundo propio, un lenguaje propio y un humor propio. Ruti, Uri te quería con toda su alma. Con qué ternura te hablaba. Recuerdo su última llamada de teléfono, después de expresar su alegría por el alto el fuego que había proclamado la ONU, insistió en hablar contigo. Y tú lloraste después. Como si ya lo supieras.
Nuestra vida no se ha terminado. Sólo hemos sufrido un golpe muy duro. Sacaremos la fuerza para soportarlo de nosotros mismos, del hecho de estar juntos, Michal y yo, nuestros hijos, y también el abuelo y las abuelas que querían a Uri con todo su corazón -le llamaban Neshumeh (mi pequeña alma)-, y los tíos, tías y primos, y todos sus amigos del colegio y el ejército, que están pendientes de nosotros con comprensión y afecto.
Y también sacaremos la fuerza de Uri. Poseía una fuerza que nos bastará para muchos años. La luz que proyectaba -de vida, de vigor, de inocencia y de amor- era tan intensa que seguirá iluminándonos incluso después de que el astro que la producía se haya apagado. Amor nuestro, hemos tenido el enorme privilegio de haber estado contigo, gracias por cada momento en el que estuviste con nosotros.
Papá, mamá, Yonatan y Ruti.
Publicado por Antonio F. Rodríguez.