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Italo Calvino
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La aventura de un bandido
Lo importante era que no lo detuvieran
en seguida. Gim se aplastó en el vano de una puerta, creyó que los policías
seguían corriendo en línea recta, pero al cabo de un momento oyó que los pasos
volvían atrás, retrocedían al llegar al callejón. Salió corriendo, a saltos
ligeros.
–¡Deténte o disparamos, Gim!
«¡Bueno, sí, vamos, disparemos!»,
pensaba Gim, y ya estaba fuera de alcance, tomando impulso desde el borde de
los peldaños empedrados, bajando por las calles tortuosas de la ciudad vieja.
Sobre la fuente saltó la balaustrada de la rampa, después se encontró bajo los
soportales que agigantaban el sonido de sus pisadas.
Toda la gente en la que pensaba quedaba
descartada: Lola, no, Nilde, no, Renée, no. Dentro de poco, aquéllos estarían
en todas partes, llamando a las puertas. Era una noche tierna, con nubes tan
claras que hubieran estado bien aun de día, sobre los altos arcos de los
callejones.
Al desembocar en las calles anchas de la
ciudad nueva, Mario Albanesi alias Gim Bolero frenó un poco su impulso, se
acomodó detrás de las orejas los mechones que le habían caído sobre las sienes.
No se oía un paso. Cruzó decidido y discreto, llegó al portal de Armanda,
subió. A esa hora seguro que ya no había nadie y que dormía; Gim llamó con
fuerza.
–¿Quién es? —dijo al cabo de un momento
una contrariada voz de hombre—. A esta hora se duerme… —Era Lilín.
–Abre un momento, Armanda, soy yo, Gim
—dice, no fuerte, pero decidido.
Armanda se revuelve en la cama:
–Uh, Gim, guapo, ahora te abro, uh, es
Gim. —Coge el cordel sujeto a la cabecera de la cama que abre la puerta, y
tira.
La puerta, dócil, cede; Gim avanza por
el pasillo, las manos en los bolsillos, entra en la habitación. Por los altos
relieves de la sábana se diría que la gran cama de Armanda la ocupa toda el
cuerpo de ella. Sobre la almohada la cara sin pintar, bajo el flequillo negro,
se deja ir en bolsas y arrugas. Más allá, como en un pliegue de la manta, a un
lado de la cama, está acostado su marido Lilín, y parece que quisiera hundirse
en la almohada con su pequeña cara azulada para atrapar de nuevo el sueño interrumpido.
Lilín tiene que esperar a que el último
cliente se marche para poder meterse en la cama y despachar el sueño que se le
va acumulando en sus ociosas jornadas. No hay nada en el mundo que Lilín sepa o
quiera hacer, le basta tener para fumar y tranquilo. Armanda no puede decir que
Lilín le cueste, salvo los paquetes de tabaco que fuma al cabo del día. Sale
con su paquete por la mañana, se sienta en el tenducho del zapatero remendón,
del ropavejero, del deshollinador, lía un cigarrillo tras otro y fuma, sentado
en esos banquitos de taller, las largas manos lisas de ladrón sobre las
rodillas, la mirada mortecina, escuchando a todos como un espía, sin intervenir
casi nunca en la conversación como no sea para decir algunas frases breves o
con algunas inesperadas sonrisas torcidas y amarillas. Por la noche, cuando se
cierra el último tenducho, va a la tienda de vinos y se zampa un litro, fuma
los cigarrillos que le quedan hasta que bajan las persianas. Sale, su mujer
anda todavía buscando clientes en la avenida, con su chaqueta ceñida, los pies
hinchados en los zapatos estrechos. Lilín desemboca por una esquina, suelta un
silbido suave, unas pocas palabras para decirle que ya es tarde, que vaya a
dormir. Sin mirarlo, de pie en el borde de la acera como en un escenario, el
pecho apretado en la armadura de goma y alambre, el cuerpo de vieja en el
vestidito de muchacha, con un nervioso movimiento del bolso entre las manos, un
dibujar círculos con los tacones en el empedrado, un canturreo repentino, le
contesta que no, que todavía hay gente que pasa, que se vaya y espere. Así se
cortejan todas las noches.
–¿Qué pasa, Gim? —dice Armanda
bizqueando.
Gim ya ha encontrado cigarrillos sobre
la cómoda y enciende uno.
–Necesito pasar aquí la noche, esta
noche.
Y ya se está quitando la chaqueta,
desanudando la corbata.
–Sí, Gim, ven a la cama. Tú vete al
sofá, Lilín, anda, guapo, sal, deja que Gim se acueste.
Lilín se queda un momento como una
piedra, después se incorpora emitiendo un lamento sin palabras articuladas,
baja de la cama, coge su almohada, una manta, el tabaco sobre la cómoda, el
papel, los fósforos, el cenicero.
–Anda, Lilín, guapo, anda. —Sale pequeño
y encorvado bajo su carga hacia el sofá del pasillo.
Gim se desviste fumando, cuelga los
pantalones bien doblados, acomoda la chaqueta en una silla cerca de la cabecera
de la cama, lleva los cigarrillos de la cómoda a la mesita de noche, los
fósforos, un cenicero, se mete en la cama. Armanda apaga la lámpara y suspira.
Gim fuma. Lilín duerme en el pasillo. Armanda se vuelve. Gim apaga el
cigarrillo en el cenicero. Llaman a la puerta.
Con una mano Gim toca el revólver en el
bolsillo de la chaqueta, con la otra toma a Armanda por el codo: que tenga
cuidado. El brazo de Armanda es gordo y suave; se quedan un momento quietos.
–Pregunta quién es, Lilín —dice Armanda
despacio.
Lilín resopla por el corredor.
–¿Quién es? —pregunta de mala manera.
–Eh, Armanda, soy yo, Angelo.
–¿Qué Angelo? —dice ella.
–Angelo el sargento, Armanda, pasaba por
aquí, se me ocurrió que podía subir… ¿Puedes abrir un minuto?
Gim ya ha salido de la cama y hace señas
de que se calle. Abre una puerta, mira el cuarto de baño, toma la silla con su
ropa y se la lleva.
–Nadie me ha visto. Despáchalo rápido
—dice en voz baja y se encierra en el cuarto de baño.
–Ven, Lilín, guapo, métete otra vez en
la cama, anda, Lilín. —Armanda, acostada, dirige los movimientos.
–Vamos, Armanda, no me hagas esperar
—dice el otro desde la puerta.
Con calma Lilín recoge manta, almohada,
tabaco, fósforos, papel de liar, cenicero, vuelve a la cama, se mete dentro y
estira la sábana sobre los ojos. Armanda se cuelga del cordel y abre la puerta.
Entró Soddu, con su aire marchito de
viejo agente vestido de paisano, los bigotes grises en la cara gorda.
–Andas de paseo hasta tarde, sargento
—dice Armanda.
–Oh, daba una vuelta —dice Soddu— y se
me ocurrió hacerte una visita.
–¿Qué querías?
Soddu estaba junto a la cabecera, se
secaba con el pañuelo la cara sudada.
–Nada, una visita corta, simplemente.
¿Alguna novedad?
–¿Qué novedad?
–¿No habrás visto a Albanesi, por
casualidad?
–¿Gim? ¿En qué se ha metido?
–Nada. Cosas de muchachos… Le queríamos
preguntar algo. ¿Lo has visto?
–Hace tres días.
–No. Ahora.
–Hace dos horas que duermo, sargento.
Pero ¿por qué vienes aquí? Vete a ver a sus amigas: la Rosy, la Nilde, Lola…
–Es inútil cuando hace una burrada, se
larga.
–Aquí no ha venido. Otra vez será,
sargento.
–Bueno, Armanda, preguntaba simplemente,
quiero decir, que estoy contento de haberte visto.
–Buenas noches, sargento.
–Buenas noches, ¿eh?
Soddu se volvió, pero no se iba.
–Oye, ya es de mañana y no voy a seguir
dando vueltas. Ir a meterme en aquel camastro, no me dan ganas. Ya que estoy,
casi me gustaría quedarme, ¿eh, Armanda?
–Sargento, tú siempre tan bueno, pero
para decir la verdad he terminado de recibir, cada uno tiene su horario,
sargento.
–Armanda, un amigo como yo. —Soddu ya se
quitaba la chaqueta, la camiseta.
–Eres único, sargento; ¿y si nos
viéramos mañana por la noche?
Soddu seguía desvistiéndose:
–Es para esperar la mañana, comprendes,
Armanda. Anda, hazme un lugar.
–Quiere decir que Lilín irá al sofá;
anda, Lilín, ve, Lilín, guapo, ve.
Lilín movió las largas manos en el aire,
buscó el tabaco sobre la mesita de noche, se incorporó quejándose, salió de la
cama casi sin abrir los ojos, tomó la almohada, la manta, el papel de fumar,
los fósforos.
–Anda, Lilín, guapo —salió arrastrando
la manta por el pasillo. Soddu se revolvía ya entre las sábanas.
En el cuarto de baño Gim veía por los
cristales del ventanuco el cielo que se iba poniendo verde. Había olvidado los
cigarrillos sobre la mesita de noche, eso era lo malo. Y ahora el otro se metía
en la cama y él tenía que quedarse encerrado hasta que llegara el día entre
aquel bidé y las cajas de talco, sin poder fumar. Se había vestido en silencio,
se peinó con cuidado mirándose en el espejo del lavabo, al otro lado del cerco
de perfumes, colirios, perillas, medicinas, insecticidas que bordeaban el estante.
Leyó algunas etiquetas a la luz de la ventanita, robó una caja de pastillas,
después siguió examinando el cuarto de baño. No había mucho que descubrir:
ropas en una palangana, otras tendidas. Se puso a probar los grifos del bidé;
el agua salpicó con ruido. ¿Y si Soddu le oyera? Al diablo con Soddu y la
cárcel. Gim estaba aburrido, volvió al lavabo, se perfumó con colonia la
chaqueta, se puso brillantina. Claro, si no lo detenían hoy lo detenían mañana,
pero no en flagrante delito, si todo iba bien lo dejaban salir en seguida.
Esperar allí otras dos o tres horas sin cigarrillos, en aquel cuchitril… ¿quién
le obligaba? Claro: lo dejarían salir en seguida. Abrió un armario: chirrió. Al
diablo con el armario y todo el resto. Dentro había colgados vestidos de
Armanda. Gim metió el revólver en el bolsillo de un abrigo de piel. «Pasaré a
buscarlo», pensó, «de todos modos hasta el invierno no se lo pondrá.» Sacó la
mano blanca de naftalina. «Mejor: no se apolilla», se rió. Se lavó otra vez las
manos, las toallas de Armanda le daban asco y se secó en un abrigo del armario.
Desde la cama Soddu había oído ruidos.
Tocó a Armanda con una mano.
–¿Qué hay? —Ella se volvió, le echó uno
de sus brazos grande y blando alrededor de la cabeza.
–Nada… Qué quieres que sea… —Soddu no
quería liberarse, pero sentía que algo se movía y preguntaba, como jugando:
–Qué hay, ¿eh?… ¿eh, qué hay?
Gim abrió la puerta.
–Vamos, sargento, no te hagas el tonto,
deténme.
Soddu estiró la mano hasta el revólver
metido en la chaqueta colgada, pero sin despegarse de Armanda.
–¿Quién anda ahí?
–Gim Bolero.
–Arriba las manos.
–Estoy desarmado, sargento, no seas
tonto. Me entrego.
Estaba de pie junto a la cabecera de la
cama, con la chaqueta sobre los hombros y las manos alzadas a media altura.
–Oh, Gim —dijo Armanda.
–Dentro de unos días paso a verte, Armanda
—dijo Gim.
Soddu se levantaba lamentándose, se
ponía los pantalones.
–Maldito servicio… No se puede estar
nunca tranquilo…
Gim tomó los cigarrillos de la mesita de
noche, encendió uno, metió el paquete en el bolsillo.
–Dame uno, Gim —dijo Armanda, y se
incorporó alzando el pecho blando.
Gim le puso un cigarrillo en la boca, lo
encendió, ayudó a Soddu a ponerse la chaqueta.
–Vamos, sargento.
–Otra vez será, Armanda —dijo Soddu.
–Hasta pronto, Angelo —le contestó ella.
–Hasta pronto, eh, Armanda —dijo de
nuevo Soddu.
–Chao, Gim.
Salieron. En el pasillo Lilín dormía
aferrado al borde del desvencijado sofá; ni siquiera se movió.
Armanda fumaba sentada en la gran cama;
apagó la lámpara porque una luz gris entraba ya en la habitación.
–Lilín —llamó—. Ven, Lilín, ven a la
cama, anda, Lilín guapo, ven.
Lilín recogía ya la almohada, el
cenicero.
Italo Calvino
Publicado por Antonio F. Rodríguez.