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| Leon Tólstoi |
Sin querer
Volvió a las seis de la mañana y, según
costumbre, pasó al cuarto de aseo; pero, en lugar de desnudarse, se sentó o,
mejor dicho, se dejó caer en una butaca… Poniendo las manos en las rodillas,
permaneció en esa actitud cinco, diez minutos, quizás una hora. No hubiera
podido decirlo.
“El siete de corazones”, se dijo,
representándose el desagradable hocico de su contrincante, que, a pesar de ser
inmutable, había dejado traslucir satisfacción en el momento de ganar.
—¡Diablos! —exclamó.
Se oyó un ruido tras de la puerta. Y apareció
su esposa, una hermosa mujer, de cabellos negros, muy enérgica, con gorrito de
noche, chambra con encajes y zapatillas de pana verde.
—¿Qué te pasa? —dijo, tranquilamente; pero, al
ver su rostro, repitió—: ¿Qué te pasa, Misha? ¿Qué te pasa?
—Estoy perdido.
—¿Has jugado?
—Sí.
—¿Y qué?
—¿Qué? —repitió él, con expresión iracunda—.
¡Que estoy perdido!
Y lanzó un sollozo, procurando contener las
lágrimas.
—¿Cuántas veces te he pedido, cuántas veces te
he suplicado que no jugaras?
Sentía lástima por él; pero también se
compadecía de sí misma, al pensar que pasaría penalidades, así como por no
haber dormido en toda la noche, atormentada, esperándolo. “Ya son las seis”,
pensó, echando una ojeada al reloj que estaba encima de la mesa.
—¡Infame! ¿Cuánto has perdido?
—¡Todo! Todo lo mío y lo que tenía del Tesoro.
¡Castígame! Haz lo que quieras. Estoy perdido —se cubrió el rostro con las
manos—. Eso es lo único que sé.
—¡Misha! ¡Misha! Escúchame. Apiádate de mí.
También soy un ser humano. Me he pasado toda la noche sin dormir. Estuve
esperándote, estuve sufriendo; y he aquí la recompensa. Dime, al menos, la
cantidad que has perdido.
—Es tan elevada, que no puedo pagarla; nadie
podría hacerlo. He perdido dieciséis mil rublos. Debería huir, pero, ¿cómo?
Miró a su mujer; y, cosa que no podía esperar,
ésta lo atrajo hacia sí. “¡Qué hermosa es!”, pensó, cogiéndola de la mano; pero
ella lo rechazó.
—Misha, habla en debida forma. ¿Cómo has podido
hacer eso?
—Esperaba recuperarme —sacó la pitillera y
empezó a fumar con avidez—. Desde luego, soy un canalla. No te merezco.
Abandóname. Perdóname, por última vez. Me marcharé. Desapareceré, Katia. No he
podido evitarlo; me ha sido imposible. Estaba como en sueños; fue sin querer… —frunció
el ceño—. ¿Qué hacer? Estoy perdido. Perdóname.
Quiso abrazarla, pero ella se apartó en actitud
enojada.
—¡Oh! Son dignos de compasión los hombres.
Cuando las cosas van bien, se envalentonan; pero en cuanto algo no marcha, ya
están sumidos en la desesperación y no sirven para nada —se sentó al otro lado
del tocador—. Cuéntamelo todo, por orden.
El marido obedeció. Dijo que cuando iba a
llevar el dinero al banco, se había encontrado con Nekrasov. Éste le propuso
que fuera a su casa, a jugar una partida. Así lo hicieron; perdió todo el
dinero; y en aquel momento estaba decidido a poner fin a su vida. A pesar de
sus afirmaciones, la esposa comprendió que no había decidido nada: estaba
desesperado sencillamente. Escuchó su relato hasta el final y dijo:
—Todo esto es una estupidez, una infamia. ¿Cómo
has podido perder el dinero sin querer? Es absurdo.
—Ríñeme y haz lo que quieras conmigo.
—No pretendo reñirte; lo que quisiera es
salvarte, como lo he hecho siempre, por muy vil y lamentable que aparezcas ante
mis ojos.
—Sigue, sigue; poco falta ya…
—Me parece que por desesperado que estés, es
cruel por tu parte atormentarme de este modo. Estoy enferma. Hoy he tenido que
volver a tomar… Y de pronto me llegas con esta sorpresa. Por si fuera poco, esa
actitud de impotencia… Me preguntas qué debes hacer. Pues muy sencillo. Son las
seis. Ve inmediatamente a casa de Frim y cuéntaselo todo.
—¿Acaso se va a apiadar de mí? No se le puede
contar eso.
—¡Qué tonto eres! ¿Acaso te aconsejo que digas
al director del banco que perdiste en el juego el dinero que te confió…? Le vas
a decir que ibas a la estación de Nikolaievsky… ¡No, no! Es mejor que vayas a
la policía, ahora mismo. ¡No! Ahora mismo, no. Irás a las diez y vas a decir
que cuando ibas por el callejón Nechioesky te asaltaron los bandidos, uno con
barba y el otro un verdadero chiquillo; iban armados de un revólver y te
arrebataron el dinero. Después irás a casa de Frim, para contarle lo mismo.
—Sí, pero… —encendió un cigarrillo—. Se pueden
enterar por Nekrasov.
—Iré a verlo, le hablaré y lo arreglaré todo.
Misha se tranquilizó; y, hacia las ocho de la
mañana se durmió con un sueño profundo. Su mujer fue a despertarlo a las diez.
* * *
Esto había ocurrido por la mañana en el piso de
arriba. En el de abajo, habitado por la familia Ostrovsky, sucedía lo
siguiente, a las seis de la tarde.
Habían acabado de comer. La princesa
Ostrovskaya, joven madre, llamó al lacayo, que acababa de pasar en torno a la
mesa, sirviendo tarta; pidió un plato, y después de servir una ración, se
volvió hacia sus hijos. El mayor, llamado Voka, tenía siete años, y la pequeña,
Tania, cuatro años y medio. Ambos eran muy hermosos; Voka tenía un aspecto
sano, grave y serio, y su encantadora sonrisa dejaba al descubierto sus dientes
disparejos; Tania, con sus ojos negros, era una criatura vivaracha, llena de
energía, charlatana, divertida, siempre alegre y cariñosa con todo el mundo.
—Niños, ¿cuál de los dos va a llevar la tarta a
la niania?
—Yo —exclamó Voka.
—Yo, yo, yo —gritó Tania, saltando de la silla.
—La llevará el que lo ha dicho primero —intervino
el padre, que solía mimar a Tania y por eso se alegraba de toda ocasión que le
permitiera demostrar su imparcialidad—. Tania, esta vez tienes que ceder.
—No me importa. Voka, coge la tarta, anda. Por
ti lo hago con gusto.
Los niños solían dar las gracias después de
comer. Todos esperaron a Voka mientras tomaban el café. Pero éste tardaba en
volver.
—Tania, corre a ver qué le pasa a tu hermano.
Al saltar de la silla, Tania enganchó una
cuchara, que cayó al suelo. Se apresuró a recogerla y la puso en el borde de la
mesa, pero la cuchara volvió a caer; la recogió de nuevo y, echándose a reír,
corrió con sus piernecitas gordezuelas, enfundadas en las medias. Salió al
pasillo y se dirigió a la habitación de los niños, contigua a la de la niñera.
Iba a entrar en ella, cuando de pronto oyó unos sollozos. Volvió la cabeza.
Voka, de pie junto a su cama, miraba un caballo de juguete, llorando amargamente,
con el plato vacío en las manos.
—¿Qué te pasa? ¿Dónde está la tarta?
—Me… me… la he comido sin querer. ¡No iré, no
iré…! Tania…, de veras que ha sido sin querer. Sólo quise probarla; pero luego
me la comí toda.
—¿Qué haremos?
—Ha sido sin querer…
Tania se quedó pensativa. Voka seguía llorando,
desconsoladamente. De pronto, la cara de la niña se tornó resplandeciente.
—Voka, no llores; ve a decir a la niania que te
has comido la tarta sin querer y pídele perdón. Mañana le daremos nuestra
ración. La niania es buena.
Voka dejó de llorar y se enjugó las lágrimas
con las palmas de las manos.
—¿Cómo se lo voy a decir? —balbuceó, con voz
temblorosa.
—Vamos juntos.
Los niños fueron a ver a la niñera; y volvieron
al comedor, felices y contentos. También se sintieron felices y contentos la
niania y los padres cuando ésta les contó, emocionada y divertida, lo que
habían hecho los pequeños.
Leon Tólstoi
Publicado por Antonio F. Rodríguez.