En la primavera de 1920
el intelectual comunista Angelo Tasca se encontró en Milán con Benito Mussolini. Lo recordaba en 1912: un revolucionario profesional, ardiente,
harapiento, de ojos de loco, anticlerical y republicano, socialista
maximalista, prófugo, encarcelado, que proclamaba que el patriotismo era un
montón de estiércol con un trapo clavado encima. Ocho años después, Mussolini
era distinto. Un tipo robusto, rapado, con cuello de toro, mandíbula de
cemento, vestido con un sobrio traje negro, sombrero y cigarro. Un buen burgués
satisfecho. El orden personificado. En esos ocho años había llovido mucho y no
solo agua. La Primera Guerra Mundial empujó al belicismo a muchos europeos.
Entre ellos estaba el joven Mussolini. Cuando en 1918 los guerreros volvieron
de las trincheras no estaban dispuestos a meterse en casa. Nada de eso. Seguían
en pie de guerra. Querían el poder. Limpiar Italia. Eliminar la debilidad.
Aplastar a los rojos que anunciaban una revolución calcada de la rusa de 1917.
Nacía el fascismo. Mussolini era la contrarrevolución.
El escritor italiano
Antonio Scurati ha contado la historia del gran líder fascista en una serie de
novelas. «M. El hijo del siglo» (2020) es la primera. Una
biografía novelada de primera categoría. Mussolini fue el fascismo.
Personaje e idea se confunden. El orgulloso Duce encarnaba la nueva Italia
marcial. Antes de 1914, era un revolucionario de izquierdas. En 1918
se pasó a la derecha. La guerra hizo de él un patriota. No fue el único. Toda
una generación de anarquistas, socialistas, futuristas y sindicalistas apenas
desmovilizada se pondría la camisa negra. Haría una revolución nacional al
revés: mantener el orden establecido a sangre y fuego. Con militares,
jerarquías tradicionales, venerables tradiciones. La destrucción de la
frágil democracia italiana fue rápida. La dictadura totalitaria fascista
suprimió de un brochazo cualquier disidencia. Mussolini sería el mesías de la
nueva religión secular italiana: creer, obedecer, combatir.
Todo comenzó un
desapacible 23 marzo de 1919. En un local minúsculo de la plaza del Santo Sepulcro de Milán cedido por el Círculo de la Alianza Industrial y Comercial se
reúnen poco más de un centenar de hombres. Muchos han hecho la guerra. Están
familiarizados con la violencia. Italia ha perdido 600.000 vidas. Los
prepotentes vencedores la tratan mal, pese a formar parte del bando triunfador.
Pero es débil. La desprecian. Le arrebatan lo suyo. Hierve el resentimiento
nacionalista. Vendetta contra los enemigos de fuera y los traidores de casa. La
izquierda no quiso la guerra. Los veteranos que lo dieron todo por la patria
son vejados por las calles. Los rojos insultan a nuestros héroes. No creen
en la nación. Solo creen en Lenin. No se puede permitir que esos cobardes
subversivos conquisten Italia con sus huelgas y amenazas.
Los fascistas son
pocos, pero agresivos. Tienen armas, desean cambios, quieren ajustar cuentas.
De entre el barullo se levanta un caudillo. Se llama Benito Mussolini, antiguo
socialista, veterano de guerra, orador fogoso, periodista, polemista, ambicioso,
aventurero, mujeriego, demagogo, aficionado a rascar el violín, duelista, hijo
del pueblo e hijo del siglo. Mussolini recorre la sala con la mirada. La
atmósfera cargada difumina los semblantes. Emoción contenida. Hay que dar forma
a esa masa. Suspira. Piensa lo siguiente:
«¿Por qué
debería hablar a estos hombres? Por ellos han superado los hechos cualquier
teoría. Es gente que toma la vida al asalto como un comando. Lo único que
tengo ante mí es la trinchera, la espuma de los días, la zona de los
combatientes, la arena de los locos, el surco de los campos arados con disparos
de cañón, a facinerosos, inadaptados, criminales, genialoides, ociosos,
playboys pequeñoburgueses, esquizofrénicos, abandonados, perdidos, irregulares,
noctámbulos, exconvictos, gente con antecedentes penales, anarquistas,
sindicalistas incendiarios, guerrilleros desesperados, una bohemia política de
veteranos, oficiales y suboficiales, hombres expertos en el manejo de las armas
de fuego o blancas, a quienes la normalidad del regreso ha redescubierto
violentos, fanáticos, incapaces de percibir con claridad sus propias ideas,
supervivientes que, creyéndose héroes consagrados a la muerte, confunden una
sífilis mal curada con una señal del destino».
Mussolini será esa
señal del destino. El hombre fuerte y viril que redimirá al país a golpe de
porra. Claro que en su aventura no estará solo. Por la novela de Scurati
pululan muchos personajes que acompañan al robusto jefe de cráneo pelado y
enorme. Amigos y enemigos. Margherita Sarfatti: culta, judía, elegante,
aristocrática, inteligente y muy rica. Esta mujer se ocupó de pulir a Benito,
el aldeano sin modales. Un tipo rudo que enseñaba los puños de la camisa, hacía
ruidos cuando comía y utilizaba una jerga arrabalera que espantaba a los
burgueses que corrían asustados a refugiarse detrás de la camisa negra.
Gabriele D`Annunzio. Poeta, esteta y revolucionario. Un héroe de guerra.
Decadente. Con una lista interminable de aventuras amorosas. Como un condottiero
moderno, el poeta nacionalista ocupó la ciudad de Fiume, declarándola su feudo,
dándole una constitución corporativa y exigiendo su integración en Italia.
D`Annunzio tuvo el
genio de convertir la política en un espectáculo total y teatral. Es bella la
política. Un escenario para las masas. El contacto directo entre el líder y el
pueblo es decisivo. Este diálogo únicamente se ve interrumpido por las aclamaciones.
Una democracia directa y totalitaria. El poeta creó el ritual y los gritos
de combate. Mussolini les dio un sentido populista alejado de la dejadez
aristocrática de Gabriele, que cuando se aburría se encerraba en su palacio.
Nicola Bombacci. Un enemigo de Mussolini que acabará siendo amigo.
Revolucionario socialista, menudo, con barba de profeta bíblico y mirada
alucinada. Un idealista que creía que, con fe, Italia seguiría el camino
de Rusia. No fue así. Siguió el camino del duce. También con fe.
Escondido en la casucha
de un barrio de mala nota de Milán, Mussolini, el hombre del destino, el
original revolucionario que defiende la patria, el orden social y la propiedad,
director de Il Popolo d'Italia, con su banda de desheredados, reinando
en un despacho pequeño y mugriento, escribe encendidos artículos, recibe a sus
amigos, planea, da órdenes, intriga, negocia, se enfada, se encoge de hombros,
pasea frenético para aliviar su úlcera, se divierte con alguna de sus
amantes, amartilla su pistola, mira con sus ojazos a un patio oscuro como boca
de lobo, piensa en la analfabeta de su mujer, Rachele, en sus hijos, en sus
enfermedades, en la patria. Encima de su mesa hay libros, muchos papeles, una pluma
y un puñal. Detrás, lucen una bandera de Italia y otra negra con la calavera:
símbolo de los arditi, los osados comandos italianos de la Primera Guerra Mundial. Guerra, muerte y heroísmo. El programa de los fascistas se resume en
media docena de símbolos rotundos. Apelan a las emociones.
«M. El hijo del siglo»
es la crónica viva de un hombre que aprovechó el miedo a la revolución para
alcanzar el poder absoluto. Entre 1919 y 1925 se pusieron los
cimientos de la dictadura fascista. Mussolini entendió que una
revolución solo se frena con otra revolución de signo contrario que
liquide democracia e izquierda de un solo golpe. Fue el primer líder
del siglo XX que se declaró totalitario con orgullo. La nación en armas
resultaría un mito movilizador más intenso que la clase social. Una vanguardia
de aventureros armados defiende la sociedad. Los peligros están por doquier.
Hay que movilizarse. El odio enciende los corazones más que el amor. El hombre
no quiere libertad: quiere someterse. Únicamente dentro de la unanimidad
total es posible la verdadera libertad. La grandeza nacional implica la
salvación personal. El individuo sale de su soledad. Se sumerge en la
masa. Es un anónimo entre anónimos. Pero el conjunto tiene sentido. Un mito
viviente. Una sola alma nacional que vibra con los clarines de la gloria.
El dictador sabe místicamente lo que quiere el pueblo. En dos palabras: la
sinrazón.
Antonio Scurati ha
escrito un gran libro. La historia hecha novela no pierde nada de su
rigor. Gana en relieve, intensidad y verdad. Nos permite vivir los
acontecimientos. Las cosas siempre se entienden mejor cuando están dotadas
de vida. Scurati rescata del olvido la atormentada existencia italiana
durante aquellos años convulsos. Cada capítulo lleva al final una selección de
textos de la época. Permiten comparar vida y letra. Demuestran además la
erudición sin tacha del autor. Mussolini fue un personaje merecedor de una
novela. Ahora ya la tiene. Caudalosa. Y excelente.