Título: La libertad de los modernos Autor: Benjamin Constant
Páginas: 151
Editorial: Alianza
Precio: 11,35 euros
Año de edición: 2019
La libertad es uno de los puntos fuertes de la política. Hasta el mayor de los tiranos dice defenderla. Claro que todo depende de lo que se entienda por libertad. Para los autoritarios la libertad va unida al orden, por lo general una serie de cortapisas que convierten las libertades reales en papel mojado o graciosas concesiones arbitrarias. Franco decía que su poder autoritario se justificaba para librar a los españoles de su innata propensión a la anarquía. La libertad en libertad vigilada suele ser una máscara más de las dictaduras. Otros hablan de libertad y democracia en mayúsculas. Idolatran al pueblo soberano como si fuera la fuente de todo saber y toda legitimidad. Pero una barbaridad es una barbaridad, aunque lo decida la mitad más uno del electorado (ya se sabe: el pueblo nunca se equivoca y tonterías así). La democracia debe estar subordinada a la libertad real para ser una verdadera democracia. Lo contrario son fraudes semánticos como «democracia popular» o «democracia orgánica».
Este libro es quizá la más bella, razonada y precisa defensa que se ha escrito nunca sobre la libertad, con permiso del clásico de John Stuart Mill «On Liberty». Benjamin Constant, su autor, vivió la etapa crucial entre las monarquías absolutas y el nacimiento de los regímenes constitucionales inspirados en la gran revolución de 1789. Constant se movió a caballo entre la Ilustración del siglo XVIII y el liberalismo del siglo XIX. Vivió la deriva radical de la Revolución Francesa, el Terror y la tiranía de Napoleón Bonaparte.
En 1819, en plena restauración monárquica, pasada la tormenta, pronunció en el Ateneo Real de París su gran discurso «De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos». En ese momento, el rey Luis XVIII, hermano del desgraciado Luis XVI, había aceptado para Francia un modelo constitucional inspirado en el inglés, consciente de que era imposible volver al absolutismo, como querían los ultras. Así que Constant está hablando en los albores de la Francia burguesa. Como jefe de los liberales, era un defensor acérrimo de la monarquía constitucional.
Para Constant, la libertad de los antiguos (Grecia clásica, Roma republicana) equivalía a la participación en la vida política, hasta el punto de que el individuo quedaba borrado ante el predominio del colectivo, cuyas decisiones eran incuestionables. La vida privada era pobre e insegura entre los antiguos; en compensación, participaban directamente en las tareas de gobierno. Siempre que fuesen ciudadanos, una pequeña minoría, ya que los esclavos de ambos sexos, las mujeres o los extranjeros estaban privados de ciudadanía. La antigua era una democracia directa sobre un mar de esclavos. Los Estados eran pequeños (ejemplo: la polis griega). Su tamaño facilitaba una política de ágora.
La libertad moderna, la libertad liberal, se fundamenta en cambio en el reconocimiento por el Estado de un ámbito inviolable de privacidad. El individuo es libre. Sus libertades no son en absoluto abstractas, sino bien concretas: derecho a no estar sometido más que a las leyes, derecho a expresar libremente la opinión, derecho a elegir la profesión, derecho a ir y venir sin pedir permiso, derecho a disfrutar de la propiedad, derecho a reunirse con otros individuos, derecho a influir en la administración de gobierno. Todo un elenco de lo que hoy llamaríamos derechos fundamentales y libertades públicas. La actualidad de Constant es grande. En bastantes rincones del planeta se niegan estas libertades. En otros, se incumplen. Muchos ni las conocen. En países con democracias asentadas están en peligro, sobre todo por el ascenso imparable del populismo de derecha radical.
Benjamin Constant era liberal. También demócrata. Creía en un gobierno representativo y electo que respete los derechos imprescriptibles de los ciudadanos. Claro que su modelo de democracia era el de la época: el gobierno de los burgueses propietarios. Lo esencial para él es la libertad individual. Esta libertad no se consigue como por arte de magia, sino con un gobierno constitucional que la garantice de manera efectiva. El Estado de derecho.
Los hombres modernos no son como los antiguos que dedicaban todas sus horas a la política (trabajaban los esclavos, las mujeres...). Los modernos tienen una vida privada más rica. Ahora bien, no deben desentenderse de los asuntos públicos. Han de participar en ellos. La clase política tiene además responsabilidades. Sus cargos pueden ser revocados si se ejercen fuera de la ley. La condición sine qua non de una sociedad libre es vigilar al político, por mucha que sea su legitimidad democrática. La democracia sin liberalismo es una dictadura de la mayoría. El liberalismo sin democracia no es nada, o una fiesta de ricos. Una vez más, apreciamos la sorprendente actualidad de las reflexiones de Constant.
Creo que merece la pena dedicar un par de horas a leer este librito sencillo y magistral. Es una apología racional de la libertad escrita por un maestro de la lengua francesa. Su estilo es claro, depurado, directo. En Constant, la sencillez es como la piedra de toque de la inteligencia. Va al grano, sin perderse por vericuetos ininteligibles. El pensador francés simpatizaba con el liberalismo español de 1812. De hecho, la palabra liberal, en su sentido político, es de origen español. Se extendió por toda Europa a partir del ciclo revolucionario de 1820. Para terminar, es recomendable la edición de Alianza, porque incluye un magnífico estudio preliminar del profesor Ángel Rivero, muy útil para entender el contexto histórico de Constant y para deshacer ciertas maledicencias acerca del personaje.
En 1795 vuelve a París, se mete en política y escribe panfletos. Se declara contrario tanto al terror jacobino como a la contrarrevolución preconizada por los ultras del absolutismo. Polemiza nada menos que con Kant. En la etapa napoleónica, Constant se instala confortablemente en la sociedad, pero tiene muchos líos de faldas. Se arruina en la mesa de juego. Sigue con sus duelos. En 1815 se traslada a Inglaterra. En 1816 publica su clásica novela «Adolfo», que anuncia el romanticismo. Enfermo y anciano, participa en la Revolución de 1830. Lo llevan en angarillas a las barricadas, como una reliquia viviente del liberalismo. Muere ese año, lo despiden decenas de miles de parisinos y sus restos reposan en el cementerio de Père Lachaise.
Publicado por Alberto.
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