No al cliente personalizado
Lo que más me gustaba de ser cliente antiguo era el anonimato. Aquella fantástica posibilidad de ser invisible, no dejar huellas y que nunca te llamaran por el nombre cuando comprabas algo, por el nombre que consta en la tarjeta de crédito y con el don por delante. Echo de menos la vieja clandestinidad comercial ahora que el posmoderno contrato de compraventa se ha convertido en tuteo por culpa de la maldita moda de la personalización de las mercancías y del atropello íntimo que te infligen justamente cuando menos ganas tienes de ser reconocido, en el sagrado acto íntimo de consumir. Echo muy de menos ser tratado como masa anónima, como cliente despersonalizado, como comprador del montón de un objeto o un servicio en serie, de aquellos tan genéricos que no estaban hechos a la medida ni costumizados ni específicamente diseñados a tu imagen y semejanza.
Yo empecé a consumir en la era de las masas, cuando comprar era un acto rigurosamente anónimo y masificante, y me estresa mucho este cambio de rumbo, esta invasora moda del capitalismo de ficción, que dice Verdú, hacia la personalización del consumo para halagar el ego del cliente por tontos trucos informáticos con el fin de hacerle creer que es élite y no masa.
Lo que me relajaba en plan zen era justamente lo contrario a la actual tendencia invasora del cliente personalizado. Aquello de entrar y salir de un centro comercial o de un híper de barrio sin llamar la atención y sin dejar huella, frecuentar las farmacias sin recetas ni papeles de la Seguridad Social, sacar billetes de avión sin la ficha de Iberia Plus, elegir tallas por el sistema universal del S, M, L, XL, navegar gratis por Internet todo el santo día sin necesidad de identificación, recibir ofertas comerciales despersonalizadas en mi buzón, en mi teléfono, en mi e-mail. Incluso añoro cuando en los bancos solo era un número rojo al que había que cazar; sin créditos a la medida, sin trato personalizado, sin interactividad individualizada y con las ventanillas de atención al cliente siempre cerradas o simplemente inexistentes.
Había un ancestral acuerdo en la relación patrón–cliente que se ha ido al carajo y está transformando radicalmente el acto de consumir. Antes yo sabía muy bien quién era el dueño; pero el patrón, en contrapartida, no sabía nada de mí. Ahora es justamente lo contrario. El patrón es rigurosamente clandestino, es una sociedad anónima regida por ejecutivos de quita y pon, pero todos los esfuerzos de la empresa están dedicados a identificar al cliente para ofrecerle productos personalizados y, sobre todo, para fidelizarlo aunque no quiera.
La prueba es que cuando quieres protestar por una compra (personalizada, claro) y dices aquello tan antiguo de «pónganme inmediatamente con el dueño», te ponen con un servicio de atención al cliente que está a mil y pico kilómetros del acto del consumo, y por mucho don Juan que le echen las señoritas del centro de atención telefónica acabas tecleando números del dial para identificar tu problema personal por un método de individualización todavía más limitado que el de S, M, L, XL. Y al final, si es que hay final, te acaban remitiendo a un servicio subcontratado, o subsubcontratado, que también está en otra periferia industrial del quinto pino y de la que tampoco sabes quién es el dueño, pero, eso sí, te llaman todo el tiempo por el nombre de la tarjeta de crédito para halagar tu yo hecho polvo. Lo peor del consumo de estos nuevos productos o servicios personalizados no es que hayan introducido el estrés en lo que hasta no hace mucho era un placer relajante por consumo anónimo e invisible: consumías lo de todo el mundo, como todo el mundo, y a otra cosa, y sin necesidad de ansiolíticos. Lo peor es que la mayor parte de las veces estos artículos personalizados son muy horteras.
Hay que tener muy poca autoestima o estar bajo los efectos del Prozac para tener un subidón de ego simplemente porque en la tienda te llaman con el don por delante, te conceden una hipoteca o un crédito a la medida dentro de las tres o cuatro posibilidades existentes. Individualizar el objeto consiste en elegir un salpicadero de coche, un color de nevera o una carcasa de móvil, recibes un e-mail de felicitación por tu cumpleaños, tus zapatillas Reebok o Adidas están numeradas hasta el infinito, exiges en el supermercado una caprichosa mezcla de café que siempre es peor que la de cualquier marca de masas o te crees que hay tallas individualizadas, que te alejas del sistema S, M, L, XL y del prêt-à-porter simplemente porque el vendedor de los grandes almacenes, muy ceremonioso y centímetro en mano, hace que te toma las medidas.
Malas noticias para los que odiamos las compras personalizadas y el consumo sin clandestinidad ni huellas. No contentos con la identificación del cliente, con la desaparición del dueño y con el simulacro del objeto hecho a medida por burdos trucos informáticos, ahora están sustituyendo el código de barras por un microchip con antena injertado en todos y cada uno de los productos y que facilitará información en tiempo real sobre cualquier compra, de cualquier empresa y en cualquier parte del mundo. El epecé (electronic product code) es algo más que un pacífico código de barras que a la vez facilita la vida a las cajeras y las condena al paro; es la transformación del objeto inanimado en un temible ser vivo que emite señales Internet desde que nace hasta que muere, y desde el momento en que lo metes en el carrito de la compra te tiene siempre identificado, personalizado, localizado y fidelizado. Qué estrés.
Juan Cueto, 2003
Juan Cueto (Oviedo, 1942-2019), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo, en Ciencias Políticas por la de Argel y en Periodismo por la de Madrid, fué un periodista y escritor español. Fundó y dirigió la revista cultural Los Cuadernos del Norte, fue responsable de la implantación de Canal Plus en España, asesor de programación de Tele Pií en Italia, director de programas de la división internacional de Canal Plus Francia, autor de innumerables colaboraciones en prensa y de una larga lista de ensayos.
Fue pionero de la crítica televisiva en el diario El País, escribió guiones cinematográficos y estuvo al frente de varias colecciones editoriales. Pasa por ser uno de los mejores analistas del fenómeno televisivo y los medios de comunicación en general.
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
Ja, ja, ja... me hace gracia, pero a mí me pasa lo mismo. Me gustaría tener el control de lo que saben otros de mí en situaciones sociales, para que me conozcan solo quienes yo quiero. Salud y libros. Antonio
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