Daguerrotipo de Edgar Allan Poe (1848)
La barrica de amontillado
Había tolerado cuanto me fue posible las
mil injusticias de Fortunato; pero cuando se permitió el insulto, juré
vengarme. Vosotros, que conocéis bien la naturaleza de mi alma, no
supondréis, sin embargo, que esto fuese una simple amenaza; era preciso
vengarme al fin, y estaba completamente decidido; pero la sinceridad
misma de mi determinación excluía toda idea de peligro. Debía castigar,
pero impunemente; una injuria no se lava cuando el castigo alcanza a
quien la aplica, ni queda satisfecha si el vengador no tiene cuidado de
darse a conocer al que infirió la injuria.
Conviene
que todos sepan que yo no había dado el menor motivo a Fortunato para
dudar de mi benevolencia, ni por mis palabras ni por mis actos; según mi
costumbre, continué sonriendo cuando me hablaba, y no adivinó que mi
sonrisa sólo revelaría en adelante la idea de mi venganza.
Fortunato
tenía una debilidad, aunque fuese por todos conceptos un hombre
respetable, y hasta temible: se vanagloriaba de ser muy inteligente en
vinos. Pocos italianos poseen el verdadero espíritu investigador; su
entusiasmo se manifiesta y adapta las más de las veces según el tiempo y
la ocasión, y su charlatanismo resulta propio para influir en el ánimo
de los millonarios ingleses y austriacos.
En
cuanto a pinturas y piedras preciosas, Fortunato, así como sus
compatriotas, era un charlatán; pero en materia de vinos rancios, no
dejaba de ser entendido. Por este concepto, yo no difería esencialmente
de él, pues conocía bien los de Italia, y compraba grandes cantidades
cuando podía.
Cierto día de carnaval,
al oscurecer, encontré a mi amigo, que se acercó a mí con la más
afectuosa cordialidad, sin duda porque había bebido mucho. Mi hombre iba
disfrazado; llevaba un traje ceñido, y la cabeza cubierta con un
sombrero cónico guarnecido de campanillas. Me alegré mucho de verle, y
creí que no acabaría nunca de estrecharme la mano.
-Querido Fortunato -le dije-, el
encuentro es oportuno. ¡Qué buen semblante tiene usted hoy! Digo que me
alegro de verle porque he recibido una pipa de amontillado, o por lo
menos de un vino que me dan como tal, y tengo mis dudas.
-¿Una pipa de amontillado? -replicó mi amigo-. ¡No es posible! ¡En medio del carnaval!
-Tengo
dudas -repuse- y he cometido la torpeza de pagar todo el valor sin
consultar con usted antes. No le he podido encontrar, y he temido perder
la ocasión de hacer la compra.
-¡Amontillado! -exclamó mi amigo.
-Repito que tengo mis dudas.
-Sí, y quiero saber a qué atenerme.
-¿Respecto al amontillado?
-¡Sí,
hombre! Y como sin duda le habrán hecho alguna invitación a usted, voy a
buscar a Luchesi, pues si hay algún inteligente, seguramente es él.
Luchesi me dirá…
-Luchesi es incapaz de distinguir entre el amontillado y el Jerez.
-Y, sin embargo, ese imbécil sostiene que es tan inteligente como usted.
-¡Vamos, vamos!
-¿Adónde?
-A su bodega.
-No, amigo, no quiero abusar de su bondad; veo que está usted convidado, y de consiguiente, Luchesi…
-No estoy convidado. ¡Vamos!
-No,
amigo mío; no lo hago por la invitación, sino porque me parece que está
usted padeciendo a causa del frío, y en la bodega hay mucha humedad;
las paredes están cubiertas de nitro.
-No
importa, vamos; el frío no vale nada. Es preciso ver ese amontillado;
sin duda ha sido usted víctima de un engaño; y en cuanto a Luchesi, es
incapaz de distinguirlo del Jerez.
Así
diciendo, Fortunato me tomó del brazo; yo me puse una careta de seda
negra, y embozándome en la capa, me dejé conducir hasta mi palacio.
Los
criados no estaban en la casa; yo les había dicho que no volvería hasta
por la mañana, dándoles formalmente la orden de no salir, lo cual
bastaba, como yo sabía muy bien, para que todos marchasen apenas
volviese la espalda.
Tomé dos
candeleros, entregué uno a Fortunato y lo conduje con la mayor
complacencia a través de varias habitaciones, hasta el vestíbulo por
donde se bajaba a la bodega; comencé a franquear una larga y tortuosa
escalera, y volvía a menudo la cabeza para recomendar a mi amigo que
tuviese cuidado.
Al fin llegué a los últimos peldaños, y nos encontramos los dos en el suelo húmedo de las catacumbas de Montresors.
Mi amigo se tambaleaba, haciendo resonar a cada movimiento sus campanillas.
-¿Dónde está la pipa del amontillado? -me preguntó.
-Más lejos -contesté-; pero vea usted ese bordado blanco que brilla en las paredes.
Fortunato fijó en mí la mirada de sus ojos vidriosos, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.
-¿El nitro? -preguntó al fin.
-Sí, el nitro -repuse-. ¿Cuánto tiempo hace que tiene usted esa tos?
Un nuevo acceso impidió a mi amigo contestar hasta que pasaron algunos minutos.
-No es nada -replicó al fin.
-Venga
usted -le dije con firmeza-, vámonos de aquí, pues no quiero que se
resienta su importante salud. Usted es rico y feliz, como yo lo fui en
otro tiempo; se le respeta y se le ama, y su muerte dejaría un gran
vacío. Yo no me hallo en el mismo caso. Vámonos de aquí, porque de lo
contrario enfermaría usted. Por otra parte, tengo a Luchesi…
-Basta -replicó Fortunato-, la tos no es nada; el resfrío no me matará.
-Cierto,
muy cierto -repuse-; verdaderamente, no tenía intención de alarmarle en
vano; pero deberá usted adoptar precauciones. Un trago de este medoc le
preservará a usted de la humedad.
Y tomando una botella entre las muchas de una prolongada serie alineada en el suelo, la destapé.
-Beba usted -dije a Fortunato, presentándole el vino.
Acercó la botella a sus labios, mirándome de reojo, me saludó familiarmente (las campanillas sonaron) y dijo:
-Brindo por los difuntos que reposan alrededor de nosotros.
-Y yo por la salud de usted, deseándole larga vida.
Mi amigo me tomó del brazo y seguimos adelante.
-Estas bodegas -me dijo- son muy vastas.
-Los Montresors -contesté- eran una noble y numerosa familia.
-No me acuerdo cómo es el escudo.
-Un pie de oro en campo azul; el pie aplasta una serpiente que se arrastra, y que ha clavado sus dientes en el talón.
-¿Y la divisa?
–Nemo me impune lacessit.
-Muy bien.
El
vino brillaba en los ojos de Fortunato, y las campanillas sonaban. El
medoc me había calentado también un poco la cabeza; pero pronto
llegamos, a través de montones de osamentas mezcladas con barriles y
toneles, a las últimas profundidades de las catacumbas. Me detuve de
nuevo, y esta vez me tomé la libertad de agarrar por un brazo a mi
amigo.
-El nitro aumenta -le dije-;
vea usted cómo está suspendido de las bóvedas; nos hallamos en el lecho
del río: las gotas de la humedad se filtran a través de las osamentas.
¡Vaya, vámonos antes que sea demasiado tarde! Esa tos…
-No es nada -contestó Fortunato-; sigamos adelante; pero, por lo pronto, venga otro trago de medoc.
Destapé
un frasco de vino de Grave y se lo presenté; lo vació de un trago, y
sus ojos brillaron como si fueran de fuego; comenzó a reír y arrojó la
botella al aire con un ademán que no pude comprender.
Lo miré con sorpresa, y repitió el movimiento, que a la verdad era muy grotesco.
-¿No comprende usted? -me dijo.
-No -repliqué.
-Entonces no es usted de la logia.
-¿Cómo?
-No es usted masón.
-¡Sí, sí -repuse-, eso sí!
-¿Usted? ¡Imposible! ¿Usted masón?
-Sí, masón.
-Veamos; una señal.
-Mire usted -repliqué, sacando una paleta de albañil de entre los pliegues de mi capa.
-Usted se chancea -exclamó, retrocediendo algunos pasos-; pero vamos a ver el amontillado.
-Sea -contesté, guardando el útil y ofreciendo el brazo a mi amigo.
Fortunato se apoyó con pesadez y continuamos nuestro camino en busca del amontillado.
Después
de atravesar una serie de arcos muy bajos seguimos avanzando por una
bajada, y al fin llegamos a una cripta profunda, donde la impureza del
aire más bien enrojecía nuestras luces que las hacía brillar.
En
el fondo de esa cripta se descubría otra, no menos espaciosa; sus
paredes se habían revestido con restos humanos acumulados en los
subterráneos que estaban situados sobre nosotros, a la manera de las
grandes catacumbas de París. Tres lados de la cripta tenían aquel
adorno; pero en el cuarto se habían arrancado los huesos, que yacían
confusamente en el suelo y formaban en cierto sitio una especie de muro;
en la pared desnuda, por la caída de los huesos, se veía un nicho de
cuatro pies de profundidad, por tres de ancho y seis o siete de altura;
al parecer no se había construido para ningún uso especial,
constituyendo simplemente el intervalo entre dos de las enormes
pilastras que sostenían la bóveda de las catacumbas, apoyándose en una
de las paredes de granito macizo que limitaban el conjunto.
Inútilmente
trató Fortunato de escudriñar la profundidad del nicho levantando su
hacha, pues la luz, muy debilitada, no nos permitía ver la extremidad.
-Avance usted -dije a mi amigo-; allí está el amontillado. En cuanto a Luchesi…
-¡Es un ignorante! -interrumpió Fortunato, adelantándose un poco, mientras yo le seguía de cerca.
En un momento alcanzó la extremidad del nicho, y al ver que la roca le cerraba el paso, se detuvo con aire perplejo.
Un
instante después lo tuve encadenado en la pared de granito, donde había
dos grapones de hierro a la distancia de dos pies uno del otro,
dispuestos en sentido horizontal; en uno de ellos se hallaba suspendida
una cadena corta, y en la otra un candado; enlacé con aquélla la cintura
de Fortunato, y pude sujetarle fácilmente, porque era tal su asombro,
que no se resistió; después retiré la llave del candado y salí del
nicho.
-Pase usted la mano por la
pared -le dije-, pues no podrá menos de tocar el nitro. A decir verdad,
está muy húmedo, y por eso “suplicaré” a usted una vez más que se vaya.
¿No quiere usted? Pues bien; será preciso marcharme, pero le dispensaré
antes las atenciones que están a mi alcance.
-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, sin poder salir aún de su asombro.
-Es verdad -repliqué-; el amontillado.
Al
pronunciar estas palabras me acerqué al montón de osamentas de que ya
he hablado, separé algunas de ellas y dejé en descubierto un buen número
de ladrillos y mortero. Con estos materiales, y sirviéndome de mi
paleta, comencé a tapiar la entrada del nicho.
Apenas
colocaba la primera línea de ladrillos, reconocí que la embriaguez de
Fortunato se disipaba en gran parte; el primer indicio que tuve fue un
grito sordo; un gemido que salió del fondo del nicho, pero “no era el
grito” de un hombre ebrio. Después lo siguió un silencio profundo; puse
otras tres líneas de ladrillos; y entonces oí las furiosas vibraciones
de la cadena; el ruido duró algunos minutos y durante ellos me agaché
sobre las osamentas para deleitarme más, interrumpiendo mi trabajo.
Cuando
el rumor cesó empuñé de nuevo mi paleta, y sin más interrupción coloqué
la quinta línea de ladrillos, la sexta y la séptima; la pared llegaba
entonces casi a la altura de mi pecho; me detuve un poco, y elevando la
luz, dirigí algunos débiles rayos sobre mi amigo.
De
pronto resonaron varios gritos agudos de la persona encadenada, y esto
me hizo retroceder violentamente. Durante un instante vacilé, temblé;
pero al fin, desenvainando mi espada, introduje la hoja a través de las
aberturas del nicho. Un instante de reflexión bastó para tranquilizarme;
puse la mano sobre la sólida pared de la cueva, me acerqué al muro y
respondí a los alaridos de mi hombre con otros más ruidosos aún: de este
modo conseguí hacerle callar.
Era
entonces media noche, y mi obra tocaba a su fin; había completado ya la
octava línea de ladrillos, la novena y la décima y una parte de la
undécima y última, faltándome tan sólo ajustar una piedra.
La
moví con trabajo, y la coloqué al fin en la posición deseada. En el
mismo momento resonó en el nicho una carcajada ahogada que me puso los
cabellos de punta, y a la cual siguió una voz triste que a duras penas
reconocí como la de Fortunato.
-¡Ah, ah! -exclamaba-. ¡No es mala broma! ¡Buena jugarreta! ¡Cómo nos reiremos en el palacio, ja, ja, de nuestro buen vino!
-¡Del amontillado! -dije yo.
-¡Ja, ja! Sí, del amontillado. Pero ya es tarde. ¿No nos esperan en el palacio la señora Fortunato y los demás? Vámonos.
-Sí -repuse-, vámonos.
-”¡Por amor de Dios, Montresor!”
-Sí -dije-, por amor de Dios.
Estas palabras quedaron sin contestación; en vano apliqué el oído, e impaciente ya, grité con fuerza:
-¡Fortunato!
Nada.
Introduje mi luz a través de la abertura que había quedado y la dejé
caer dentro. Sólo me contestó un ruido de campanillas que me hizo daño
en el corazón, sin duda a causa de la humedad de las catacumbas. Me
apresuré a poner término a mi obra, hice un esfuerzo, ajusté la última
piedra y la cubrí de mortero, levantando después la antigua pared de
osamentas para tapar la nueva mampostería. Desde hace medio siglo ningún
mortal las ha tocado. In pace requiescat.
Edgar Allan Poe (Boston, 1809-1849)
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
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