El faraón Ramsés III poseía una fortuna tan inmensa que ningún otro monarca que le sucedió pudo superarla e incluso acercarse a ella. Para guardar sus tesoros en un lugar seguro, hizo construir una cámara secreta en una de las dependencias de palacio. El arquitecto real, que ambicionaba su riqueza, hizo una obra maestra de ingeniería y se las arregló para que uno o dos hombres pudiesen extraer con facilidad del muro exterior uno de sus sillares. Pasaron los años y, cuando el maestro constructor estaba agonizando, llamó a sus dos hijos y les reveló el secreto de la cámara para que pudieran vivir en la abundancia.
Cuando su padre murió, los jóvenes no esperaron mucho tiempo para actuar. Una noche se dirigieron a palacio, giraron la piedra y se llevaron numerosas joyas.
A la mañana siguiente, el Rey entró en la cámara y se extrañó al comprobar que su tesoro había menguado. Las riquezas seguían disminuyendo a medida que pasaba el tiempo y Ramsés ordenó que se pusieran cepos en el lugar para atrapar a los ladrones.
Y cuando, como en ocasiones anteriores, penetraron los dos ladrones en la cámara, uno de ellos quedó atrapado en un cepo al intentar llevarse un recipiente lleno de piedras preciosas. Comprendiendo al instante que a él y a su familia les esperaba un castigo horrible, pidió a su hermano que le cortara la cabeza para que nadie le reconociera. Éste obedeció, le decapitó con su espada y se llevó la cabeza a casa.
El faraón se quedó estupefacto al ver el cuerpo sin cabeza del ladrón y comprobar que la cámara seguía intacta, sin presentar entrada ni salida alguna. Después ordenó que el cadáver del malhechor fuera colgado en lo alto de un muro y apostó a varios soldados nubios, con barba y aspecto feroz, en lugares ocultos con la orden de que detuviesen a toda persona que llorara o se lamentara ante aquella espeluznante visión.
Por su parte, la madre del ladrón no soportaba la idea de que el cuerpo de su hijo colgara desde el muro sin poder ser embalsamado y ordenó a su otro vástago que rescatase el cadáver de su hermano con la amenaza de que, si no lo hacía, ella misma se encargaría de denunciarle ante el faraón.
Entonces, el ladrón astuto aparejó unos borricos y cargó varios odres de vino en sus cuévanos. Cuando pasó debajo del cadáver de su hermano, rajó dos pellejos y así dejó un requero de vino en el suelo para que los guardias lo olieran y no pudieran resistir la tentación de tomar un trago. Tras fingir que estaba desesperado porque había perdido parte de la carga, entabló una fluida conversación con los centinelas. Luego se puso a beber un poco de vino para calmarse y pasó el pellejo a los guardias. Mientras el ladrón se lamentaba y seguía bebiendo, los soldados no dejaban de hacer bromas y, aprovechándose de su infortunio, se pasaban los odres de mano a mano.
Ya avanzada la noche, los guardias se quedaron dormidos y, entonces, el ladrón desató el cuerpo de su hermano y, para burlarse de los centinelas, les rasuró media mejilla, dejándoles sólo barba en un lado de la cara.[3] Luego se llevó el cadáver de su hermano y regresó a casa dando una inmensa alegría a su madre.
Cuando el faraón se enteró de lo sucedido, ordenó a su propia hija que se prostituyese en La Casa del Amor con el encargo de preguntar a todos los hombres, antes de acostarse con ellos, cuál era la acción más astuta y abominable que habían realizado en su vida. Y, si alguien narraba lo de la cámara y lo del rescate del cadáver, tenía que agarrarse a él con todas sus fuerzas y gritar para no dejarle escapar.
El ladrón, que no tardó en darse cuenta de la trampa, quiso superar en inteligencia al faraón y, antes de ir al encuentro de la joven, cortó el brazo de un hombre muerto y lo ocultó bajo su túnica. Después, se fue al prostíbulo donde ejercía la hija del Rey y, cuando ésta le preguntó cuáles eran las acciones más inicuas que había cometido en su vida, el ladrón le dijo que lo más despreciable que había hecho era cortarle la cabeza a su hermano, que había quedado atrapado en un cepo cuando robaban en la cámara secreta del tesoro real, y que su acción más astuta fue emborrachar a los guardias que vigilaban el cadáver de su hermano y llevárselo a casa.
Cuando la princesa escuchó sus relatos, le pidió que le diese la mano para ir al lecho y, como sólo había unas pocas velas encendidas y estaban en la penumbra, el ladrón le acercó el brazo del muerto y ella se aferró a él como una lapa. Luego, se escuchó un grito de horror y el nuestro hombre caco desapareció como un espectro.
Cuando contaron a Ramsés el nuevo ardid del malhechor, acabó enviando emisarios por todo el país con la orden de proclamar que no sólo perdonaba la vida al bandido, sino que, si se presentaba en la corte, le haría más rico todavía y le llenaría de dádivas.
Entonces, el delincuente se presentó en el palacio del faraón y éste le dio la mano de su hija y reconoció su admiración hacia el ladrón «porque era el hombre más astuto del mundo».
Este cuento aparece por primera vez en el segundo libro de la «Historia» de Heródoto, dedicado a Egipto. El sabio griego visitó ese país y recigió un gran número de historias y tradiciones.
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
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