Virgilio Diaz Gruñón (Santiago de los Caballeros, 1924-2001), escritor y poeta dominicano, hijo del poeta Virgilio Díaz Ordóñez, es uno de los mejores cuentistas de República Dominicana. Fue crítico con la dictadura de Trujillo y miembro de la Academia Dominicana de la Lengua. Aquí pueden verse dos ejemplos de su buen hacer.
Doble personalidad
Cuando el siquiatra le explicó que sufría de un desdoblamiento de la
personalidad, rechazó completamente tan absurda idea. Pero, ya de
regreso a su casa, comenzó a tener experiencias extrañas. Dos personas
conocidas le saludaron con un nombre que no era el de él y otras dos,
desconocidas, le dirigieron al cruzarse en su camino torvas miradas de
rencor. Al llegar a su casa trató de abrir la puerta y la cerradura no
respondió al estímulo de su llave. Oprimió entonces el timbre y, al
entreabrirse la puerta, vio asomarse el rostro de su madre con una
mirada de desconfianza y de tan absoluto desconocimiento que lo dejó
paralizado. Convencido ya de que no era él mismo, retornó corriendo al
consultorio del siquiatra para reclamarle la devolución de su otra
personalidad. Pero fue inútil su esfuerzo, porque este tampoco lo
reconoció y lo envió directamente al manicomio con una pareja de
policías.
El maleficio
Le había comprado el tapiz, en precio de ocasión, a un árabe
parlanchín en una calle tórrida de El Cairo durante su único viaje al
Medio Oriente. La tela mostraba a un califa gordinflón y mofletudo,
sentado a la sombra de un almendro florecido y rodeado de numerosas y
solícitas huríes. El lejano parecido que creyó encontrar entre sus
propios rasgos y los del personaje central de la escena fue tal vez el
factor determinante que lo impulsó a adquirir aquella pieza artesanal de
dudoso buen gusto. De regreso a su casa colgó orgullosamente el tapiz
en la pared del comedor y se dispuso a reanudar el curso habitual de su
existencia rutinaria de comerciante en provisiones. Esa rutina, no
obstante, se vio interrumpida al tercer día de su retorno por la súbita
enfermedad de su hija menor, agravada por la impotencia de los médicos
para diagnosticar la causa de su mal. La siguiente semana se produjo el
accidente automovilístico que puso a su esposa al borde de la muerte y,
antes de que finalizara el mes, su tienda de comestibles quedó
totalmente destruida como consecuencia de un misterioso incendio cuyo
origen fue imposible de determinar. Convencido de que el tapiz era la
causa de la cadena de desgracias que lo acosaban, resolvió liberarse de
él cuanto antes y colocó un anuncio clasificado en los periódicos
ofreciéndolo en venta. Pero como ya la historia del maleficio había
circulado profusamente, nadie aceptó la oferta. Decidió entonces
destruir el tapiz dándole fuego después de impregnarlo concienzudamente
en gasolina. Las llamas consumieron el líquido inflamable pero
respetaron rigurosamente el material, que quedó intacto después del
atentado. Intentó a seguidas cortar en pedazos la maléfica tela y en su
empeño embotó todos los instrumentos cortantes de que disponía.
Desesperado, arrojó el tapiz en el pozo seco del patio de su casa, pero
aquel rebotó en el fondo de este como una pelota de goma y retornó a sus
manos de inmediato. Esa misma noche, con el tapiz enrollado bajo el
brazo y una pala en la mano, caminó hasta las afueras del pueblo y cavó
un hoyo en un paraje solitario a fin de enterrarlo lo más profundamente
posible.
Completada la excavación, lanzó el tapiz al fondo del agujero, que
comenzó a rellenar afanosamente de tierra. Mas, en la medida que esta
caía dentro del hoyo, el tapiz flotaba en su superficie -como si fuese
agua lo que estuviera paleando- de modo que al terminar el relleno el
diabólico objeto había alcanzado el nivel del suelo y permanecía
inocentemente extendido a sus pies, mientras el califa mofletudo parecía
mirarlo burlonamente desde el centro de la tela. En ese preciso
instante, derrotado por la fatalidad, se rindió a lo inevitable: se
lanzó sobre el tapiz, desplazó de un empellón al califa y tomó su lugar
bajo el almendro y junto a las sonrientes huríes disponiéndose a
aguardar, con oriental paciencia, que algún inocente transeúnte se
antojara del mágico objeto abandonado y, repitiendo su historia, lo
liberara del maleficio que lo había apresado entre sus redes.
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
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