Título: Las soldadesas
Autor: Ugo Pirro
Páginas: 164
Editorial: Altamarea
Precio: 17,90 euros
En Grecia, pudo comprobar el desprecio de unas gentes que tenían que mostrar respeto ante una tropa desaliñada y miserable mientras, a pesar de eso, se lanzaba a la calle tras ellos para gritar ¡psomí! ¡psomí!, es decir, para pedirles algo de pan que llevarse a la boca. Así, Ugo pasa a ser miembro del ejército «sagapó», insulto popularizado por Radio Londres para referirse a los italianos de uniforme que han aprendido a decir «te amo» en griego para conseguir mujeres.
Son militares que no tienen problemas en usar un chusco como llave maestra para introducirse en los hogares hambrientos, militares que se ríen con las gracias y se emocionan con las desgracias al sentarse a la mesa con la familia de una joven ateniense que se ha quedado en los huesos. Una muchacha que es parte de otra milicia de mujeres esqueléticas que se levantan la ropa al paso de un convoy en un intento de levantar la pasión entre los jóvenes armados, pero que causan primero las risas y a continuación, a algunos, el llanto, al ver un cuerpo reducido a pellejo y huesos; mujeres que intentan el asalto de un horno en medio de la desesperación y que, tras una lucha heroica con los guardias, entran para comprobar que no hay nada allí. El hambre se extiende de tal manera que se reciben telegramas en los que una ciudad advierte al centro de avituallamiento: «mandad trigo o ataúdes». Tras esta experiencia salvaje, Ugo se licencia como desertor y abandona sus sueños de conquista.
Autor: Ugo Pirro
Páginas: 164
Editorial: Altamarea
Precio: 17,90 euros
Año de edición: 2019
Cuando Ugo Pirro era
Ugo Mattone, viajaba por el sur de estación en estación como un miembro más de
una familia de ferroviarios. El adolescente tenía la manía de escribir comedias
en el reverso de los telegramas que llegan a la estación, para luego
representarlas en los vagones vacíos que esperan en la vía muerta. Al igual que
muchos jóvenes de los años 40, se apasionaba por la visión fascista de un nuevo
imperio romano que tomará para sí Etiopía, Albania y Grecia. Por ello,
se presentó voluntario sin decir una palabra a sus padres, para combatir en Yugoslavia,
Cerdeña y las tierras griegas, primero en la infantería y más adelante,
saltando en paracaídas sobre las líneas enemigas.
Son militares que no tienen problemas en usar un chusco como llave maestra para introducirse en los hogares hambrientos, militares que se ríen con las gracias y se emocionan con las desgracias al sentarse a la mesa con la familia de una joven ateniense que se ha quedado en los huesos. Una muchacha que es parte de otra milicia de mujeres esqueléticas que se levantan la ropa al paso de un convoy en un intento de levantar la pasión entre los jóvenes armados, pero que causan primero las risas y a continuación, a algunos, el llanto, al ver un cuerpo reducido a pellejo y huesos; mujeres que intentan el asalto de un horno en medio de la desesperación y que, tras una lucha heroica con los guardias, entran para comprobar que no hay nada allí. El hambre se extiende de tal manera que se reciben telegramas en los que una ciudad advierte al centro de avituallamiento: «mandad trigo o ataúdes». Tras esta experiencia salvaje, Ugo se licencia como desertor y abandona sus sueños de conquista.
El joven de Salerno habrá dejado las armas pero no deja las letras. En el 47 su vida cambia al ganar un concurso organizado por el periódico «L’Unità» con su crónica sobre la vida militar entre Atenas, Tebas y la isla de Eubea. No puede creer que una pieza escrita con el ánimo de no vencer —«a los concursos uno se presenta para perderlos», se dice— haya sido elegida como la mejor entre todas.
El premio le permite ir a Roma y empezar a ganarse la vida como
cronista. O al menos intentarlo, ya que apenas puede pagarse la cama y la
comida. Le salva la vida su amistad con los pintores agitados que frecuentan el
restaurante de los hermanos Menghi. Gente como Guilio Turcato, que una noche
manchó las paredes de la Via del Babuino con pintura roja, dibujando martillos y
hoces por todas partes, como Consagra, que ha pintado murales en el local, como
Omiccioli, de rostro amoratado y cabello encrespado y gris, que discute de política
y no tanto de arte, aunque una cosa siempre lleve a la otra, y como Scarpitta,
capaz de embelesar a su audiencia con un mar de palabras. Y es que los
artistas, a menudo, invitan a Ugo a comer un plato de carbonara y, cuando la
ocasión lo merece, una langosta. No es que tengan una fortuna que gastar a la
hora de cenar, sino que han logrado convencer a los dueños y pagan con sus
dibujos.
Otro de los invitados
a la mesa es el padre del neorrealismo Cesare Zavattini, que no puede meter
baza en la conversación. Ugo se hace amigo del escritor de imágenes y entra en
contacto con gente del mundillo como los directores Giuseppe de Santis, Carlo Lizzani o el guionista Franco Solinas, todos geniales y casi todos comunistas.
Este contacto cercano con el parnaso cinematográfico agranda su viciosa
aspiración de convertirse en guionista. De modo que empieza a componer guiones
que son muy bien recibidos por productores que más tarde se niegan a firmar
contrato alguno con un don nadie y encima periodista.
Ugo se da cuenta de
que no cuenta para ellos a menos que haya escrito un libro. Por tanto se
dispone a redactar uno, pero sin la voluntad clara de publicarlo, como cuando
se presentó al concurso sin pretender ganarlo. En sus horas libres, empieza a
relatar su experiencia en Grecia inventando poca cosa. Contará la desgracia de
las «soldadesas», las griegas que entraban en el ejército italiano como prostitutas
por apenas 250 gramos de buey congelado, en un ajuste de cuentas consigo mismo,
con su pasado como agresor de inocentes. Pero duda. Al hacerlo, podría destruir
la base sobre la que se sostiene a duras penas la democracia.
El ejército italiano
había escapado del horror de la Segunda Guerra Mundial con su honor casi
intacto. A los ojos de los aliados, no se podían comparar con las bestias
alemanas o japonesas que provocaron crueldades infinitas. Pero él sabía que eso
no era así. Incluso los norteamericanos, asustados por el inmenso PartidoComunista Italiano, habían cerrado los ojos ante el desembarco de numerosos
fascistas en la nueva sociedad libre del país. Mejor hacer borrón y cuenta
nueva.
Logra resumir el
espíritu del bando italiano con la imagen de dos soldados desnudos, sobre una
cama, que se pelean porque uno de ellos ha escupido sobre el retrato del Duce,
mientras una prostituta espera. Además, escribe cómo en la Grecia ocupada, una
huelga por las asesinas condiciones en las que se encuentran los civiles, se
podía abortar con la mera visión de una niña que caminaba con un pan bajo el
brazo hacia su casa; cómo un niño, Leónidas, muere justo antes de darle un
mordisco a un mendrugo que un oficial le acaba de dar; o cómo una soldadesa que
se muere pide como última voluntad el probar un poco de carne enlatada, antes
de ser enterrada con las manos cruzadas sobre un trozo de pan. Tiene que
sacarse todo eso de su corazón. Al fin, el protagonista, junto al autor, junto
a Italia, confiesa pintando en un muro que: «En Patras he pagado una noche de
amor con pan. Te pido perdón por ello». Tras un frenesí en el que se mezcla su
angustia por tener un futuro mejor bajo los focos de un plató y su rabia por lo
que había visto y cometido en la guerra, termina «Las soldadesas» y se
convierte en Ugo Pirro.
Aunque haya escrito
su primera obra, puede que nunca vea la luz. No hace tanto, un relato que contaba
la misma historia de prostitución y vergüenza en Grecia acabó con el autor,
Renzo Renzi, condenado por un tribunal militar. La suerte de Ugo cambia en el
momento que Vasco Pratolini, escritor y amigo suyo, toma el manuscrito y lo
presenta a una editorial que busca autores jóvenes para una nueva colección. A
Giangiacomo Feltrinelli, el dueño de la editora, no sólo no le asusta la dura
reacción que pueden suscitar esas páginas en el ejército o en los escondidos adoradores
del Duce, sino que la busca. Esta búsqueda de la confrontación convertirá al
editor en uno de los protagonistas de los conocidos como «Años de plomo» en
Italia, una velada guerra civil entre los extremos de la política.
Por fin se publica la
novela y Ugo Pirro obtiene un reconocimiento que le valdrá para entrar en la
edad dorada del cine italiano. Escribirá películas que, aunque triunfen en ceremonias
de la vanidad como los Oscars o Cannes, tienen la misma rabia y ansias de denuncia
que su primera novela. Feltrinelli morirá bajo un poste de alta tensión, hecho
pedazos por la bomba que él mismo portaba.
Ugo Pirro
Publicado por Antonio Palacios.
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