Editorial: Crítica
Precio: 22 euros
Año de edición: 2016
El nazismo prometía un paraíso ario a sus enfervorizados adeptos. El milenio germánico duró doce años antes de derrumbarse con estrépito en 1945. Se perpetraron crímenes increíbles. Europa quedó devastada. Un pueblo venerable fue liquidado en una masacre de una minuciosidad y crueldad inauditas. Parece que del hitlerismo se ha dicho ya todo. No quedaría ningún rincón por investigar. No obstante, todavía se agitan flecos, detalles que permiten nuevas perspectivas para comprender esos años terribles. El escritor alemán Norman Ohler en su libro «El gran delirio» (2016) estudia a fondo los siguientes asuntos: el suministro de drogas en el ejército alemán, el gusto por los estupefacientes de algunos gerifaltes nazis y la probable drogodependencia del mismísimo Adolf Hitler.
Alemania tenía desde el siglo XIX la industria química más poderosa del mundo. En el país centroeuropeo se producían cantidades ingentes de morfina, heroína y cocaína. También de metanfetamina. Y de aspirinas. Las corporaciones industriales alemanas dedicadas a la química se organizaron en cárteles. Cada año se exportaban toneladas de drogas. Después de la derrota de la Primera Guerra Mundial, los traumatizados ciudadanos alemanes consumían numerosas sustancias estupefacientes para sobrellevar una vida dura y amarga. Con la República de Weimar aumentó exponencialmente la drogadicción. Una canción popular proclamaba: «Y por eso en Berlín nos pirra/ la cocaína y la morfina/ aunque afuera truene y caigan rayos,/ ¡esnifamos y nos chutamos!».
El nazismo exigía barrer las drogas de Alemania en su cruzada para restablecer los valores tradicionales. El milenio nazi se caracterizaría por una existencia sana y natural. Pero la pureza ideal del hombre germánico se veía amenazada por agentes patógenos: las presuntas razas inferiores. Los judíos eran bacterias destructoras de la comunidad racial. Verdaderos agentes tóxicos para la biopolítica asesina de los nazis. Claro que una cosa era la retórica y otra la realidad: Goering, por ejemplo, era un morfinómano compulsivo desde los años veinte.
La lucha contra la drogadicción permitió a los nazis infiltrarse en lo más íntimo de la vida alemana para someterla al control totalitario. En el mundo unánime nacionalsocialista la política sería una droga colectiva. Buena parte de la población se intoxicó de mentiras hasta la catástrofe. En una palabra: descendió el consumo de morfina y cocaína, pero aumentó el consumo de estimulantes sintéticos. La industria farmacéutica estaba haciendo su agosto bajo la bota parda.
En 1937 se patentó la primera metanfetamina alemana: el pervitin. Esta sustancia llegaría a todas las clases sociales en cómodas pastillas gracias a una fenomenal campaña publicitaria. Era una especie de bálsamo de Fierabrás: estimulaba, daba vigor, fuerza, ánimo hasta la euforia, espantaba la depresión, permitía trabajar más y dormir menos. Convertía a los alemanes corrientes en una especie de superhombres. El triunfo de la voluntad era un aspecto esencial dentro de la mitología vitalista de los nazis. La idolatrada voluntad se fortalecería con un chute de pervitina. Los efectos secundarios vendrían más tarde: dependencia, intoxicaciones, fallos cardíacos, problemas neurológicos. Pero, de momento, como dice Ohler, «la pervitina era el síntoma de una meritocracia en progreso (...) permitió al individuo funcionar en la dictadura. Nacionalsocialismo en pastillas».
Con el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial en 1939, el ejército alemán consumió ingentes cantidades de estimulantes químicos. Esta intoxicación masiva con fines bélicos permitió a los soldados mantenerse despiertos durante días, pelear de manera robotizada, espantar al miedo y al cansancio, vivir dentro de una exaltación permanente por la victoria. Luego, extenuados, se caían redondos al suelo. En 1940 miles de soldados alemanes chutados derrotaron a los franceses con una guerra relámpago que tuvo algo de delirio farmacológico, desde el momento en que unos contendientes estaban atiborrados de pastillas euforizantes. Los franceses no salían de su asombro: hablaban de un fenómeno de alucinación colectiva. Ciertos dirigentes nazis, como el doctor Leonardo Conti, protestaron, advirtiendo sensatamente de los efectos nefastos de la estimulación artificial provocada por la drogadicción. No les hicieron ningún caso. El soldado drogado luchaba más y mejor, con furia desatada, sin las inhibiciones de una persona no intoxicada. Se siguieron consumiendo grandes cantidades de estupefacientes entre las tropas germanas.
Hacia 1933 cierto médico berlinés tenía serios problemas. Resulta que le tomaban por judío. Las tropas de asalto boicotearon su próspera consulta médica. Rápidamente logró demostrar sus orígenes arios. Para mayor seguridad, se afilió, como miles de oportunistas más, al partido nazi: las famosas violetas de marzo. Este sujeto se llamaba Theodor Gilbert Morell. Se había hecho un nombre entre las clases altas berlinesas. De hecho, se le conocía como el médico de los famosos. Ganaba mucho dinero. Sin embargo, la apariencia de Morell no resultaba agradable. Era bajo, obeso, de piel oscura y peluda, lucía una nariz de patata y llevaba gruesas gafas de concha. Para colmo, sudaba mucho, olía fatal, comía con voracidad y, en general, tenía las costumbres de un cerdo.
Por una de esas casualidades que tiene la vida, en 1936 conoció nada menos que a Adolf Hitler. El canciller era un hipocondríaco que se quejaba de dolores mayormente imaginarios. Morell le empezó a administrar componentes vitamínicos para estimular su flora bacteriana. La cosa resultó. Se convirtió en el médico personal del paciente A. Hasta 1945, siempre vivió al lado del mandamás, como su sombra repulsiva, gorda y grotesca. Era ya un hombre rico antes de conocer a Hitler, pero se enriqueció aún más, adquiriendo varias empresas químicas y farmacéuticas contando con el favor del dictador. En general, era detestado por los arribistas de la corte nazi. A él le daba igual porque tenía la absoluta confianza de su paciente. Para estar a tono con el ambiente marcial, el voluminoso doctor diseñó un aparatoso uniforme de fantasía del que se burlaban todos, hasta las SS. En definitiva, Morell uniformado, ufano, reluciente y con botas, se convirtió, según Goering, «en el maestro de jeringuillas del Tercer Reich». Delirante.
A medida que perdía el control de los frentes, Hitler dependía más y más de los pinchazos de su médico. Encerrado en búnkeres húmedos y fríos, durmiendo poco, sometido a tensiones extremas, comiendo una magra dieta vegetariana, a menudo histérico, otras apático, el equilibrio emocional del tirano era cada vez más precario. A partir de finales de 1942, coincidiendo con las primeras derrotas, su salud empezó a hundirse. Temblaba. Estaba pálido, hinchado y ojeroso. El bigotito chaplinesco encaneció. Veía cada vez peor (no toleraba que lo retrataran con gafas: la debilidad física era imperdonable para el gran guerrero ario). Tenía accesos infantiloides de furor. Se mareaba, sufría vértigos, le atormentaba el miedo al cáncer. Paseaba de noche, como un espectro. Reñía permanentemente con sus generales, que se burlaban de él a escondidas llamándole «el cabo». Ante la ruina de su amo y señor, el inescrupuloso doctor Morell acabó de estropearlo todo: estimulación artificial a base de miles y miles de pinchazos y píldoras multicolores. Lo importante era mantenerlo en pie como fuera.
El ceñudo Hitler se convirtió en un acerico viviente. Ohler habla de una auténtica locura de tratamiento. «Las jeringuillas determinaban la agenda diaria de una manera cada vez más manifiesta y, con el tiempo, más de ochenta preparados hormonales, esteroides, medicamentos y otros remedios enriquecían el combinado terapeútico del Führer». Citamos algunas de las sustancias psicoactivas, alteradoras de la conciencia, que engullía: eukodal, pervitin, optalidon, luminal, cocaína, codeína o profundol. El precavido Morell apuntaba con detalle, día a día, en unas agendas laberínticas, los tratamientos. Tenía miedo de que un día la Gestapo le pidiera cuentas. Adolf Hitler era en abril de 1945 un lúgubre muerto viviente que se arrastraba más que caminaba. Tenía solo 56 años. El consumo inmoderado de drogas había destrozado su salud.
Claro que sería absurdo decir que los nazis hicieron lo que hicieron porque estaban drogados. Esa interpretación es insostenible. Sus crímenes son consecuencia de una ideología genocida que se aplicó categóricamente. No de las drogas. Sin embargo, puede establecerse un cierto paralelismo entre la droga y la barbarie nazi: promesa de paraísos ilusorios, euforia artificial, destrozo de la salud y muerte. Sucedáneos tóxicos que impiden enfrentarse cara a cara con la verdad, promoviendo en su lugar una fuga ilusoria a la nada. Después del delirio, el humo, las ruinas y el crujir de dientes. Los colocados del nazismo tuvieron que sufrir décadas de desintoxicación. El tratamiento se llamó desnazificación. Fue muy positivo. Hoy Alemania es un país relativamente curado de la nefasta adicción. Quien lo probó, lo sabe.
El libro de Norman Ohler es estupendo. Se nota el oficio del novelista porque está realmente bien escrito. Con sensatez advierte que nadie puede decir la última palabra en un tema tan controvertido. Cierto, pero aquí hay una sólida fundamentación basada en fuentes de primera mano. Habrá que seguir insistiendo en su conocimiento. Así que este libro nos acerca con acierto a un turbio rincón de ese inagotable archipiélago criminal que fue el nazismo. Recomendable la lectura de este ensayo que aúna la precisión de los datos con el garbo narrativo. Merece la pena. Una vez más se demuestra que «la historiografía nunca es solamente ciencia, sino que siempre es, además, ficción». Pues eso.
Publicado por Alberto.
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