Hoy os traigo un relato de Clarice Lispector (1920-1977), escritora de origen judío nacida en Ucrania, que se instaló junto a su famlia siendo niña primero en Recife y luego en Río de Janeiro, para convertirse en la gran dama de las letras brasileñas.
Felicidad clandestina
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio
amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía
eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se
llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a
cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un
padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los
cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una
postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife,
la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como «fecha natalicio» y «recuerdos».
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo
chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa
niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello
libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi
ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me
imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le
interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía «Las travesuras de Naricita», de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir
con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis
posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de
ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la
misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas
me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en
un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la
mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra
niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui
despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de
mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera
extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me
guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes
serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me
caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija
del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí
estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón
palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se
hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me
imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del «día
siguiente» iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como
aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin
faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por
la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a
otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras
se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella
oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía
de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de
su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión
silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le
resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre
buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa
exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera
querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba.
Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos
espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida,
la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles
de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le
ordenó a su hija:
-Vas a prestar ahora mismo ese libro.
Y a mí:
-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?
Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: «el tiempo
que quieras» es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener
la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí
el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí
saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el
grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco
importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente,
el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía,
únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde
lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a
pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con
mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo
encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más
falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la
felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo
presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire… había en mí orgullo y
pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto
en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña
con un libro: era una mujer con su amante.
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
¡Que brillante manera de transmutar lo cotidiano en extraordinario!
ResponderEliminarGracias por el comentario. Lispector es una auténtica maga.
ResponderEliminar