Título: Antología poética
Autor: José Hierro
Páginas: 232
Editorial: Alianza
Precio: 9,95 euros
Año: 2012
Confieso que no soy un gran lector de poesía, pero de vez en cuando me gusta leer un buen libro de ese género y a veces, en mi ignorancia, creo que he hecho un gran descubrimiento. Eso me ha pasado con José Hierro, un poeta excepcional que además tiene la virtud de ser muy fácil de leer, de verso sencillo y mensaje universal. Porque sus temas nos afectan a todos inmediatamente: el tiempo, el recuerdo, la memoria, la felicidad, la muerte, la alegría.
Una poesía que sabe ser a la vez sencilla y muy profunda, de una gran belleza, sin alaracas ni elitismos, poesía pura para cualquier lector. Versos que nos hablan de sentimientos y cosas trascendentes que a la vez resultan cotidianas, incluso forman parte de nuestra intimidad. Una maravilla.
El nombre y la imponente presencia física algo le deben haber ayudado, porque parece más fácil ser un gran poeta si uno se llama José Hierro y además tiene una cabeza magnífica.
Muy recomendable para grandes lectores de prosa para que hagan su dieta un poco más variada. Y para cualquier lector de 9 a 99 años.
José Hierro
José Hierro (Madrid, 1922-2002) es uno de los poetas más representativos de los años cuarenta y cincuenta, fundador de la revista Prole.
Trabajó para el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y para la Editora Nacional, publicó poesía, crítica de arte, ensayo y un libro de relatos. En 1999 fué elegido miembro de la Real Academia Española. Poseía la curiosa superstición de no poder escribir nunca en su propia casa; era normal verlo en la cafetería de Avenida Ciudad de Barcelona, en Madrid; en ella y en otros cafés escribió toda su obra. Era sin embargo un trabajador lento y minucioso: algunos de sus poemas tardaron años en encontrar la forma definitiva.
A lo largo de su vida José Hierro ha recibido multitud de premios como reconocimiento a su aportación a la poesía castellana: el Premio Adonais de 1947, el Nacional de Poesía en 1953 y el Premio Nacional de la Critica, el Príncipe de Asturias en 1981, el Nacional de las Letras Españolas en 1990, el Reina Sofía de Poesía Española en 1995 y en 1998 el Premio Cervantes.
José Hierro
Respuesta
Quisiera que tú me entendieras a mí sin palabras.
Sin palabras hablarte, lo mismo que se habla mi gente.
Que tú me entendieras a mí sin palabras
como entiendo yo al mar o a la brisa enredada en un álamo verde.
Me preguntas, amigo, y no sé qué respuesta he de darte,
hace ya mucho tiempo aprendí hondas razones que tú no comprendes.
Revelarlas quisiera, poniendo en mis ojos el sol invisible,
la pasión con que dora la tierra sus frutos calientes.
Me preguntas, amigo, y no sé qué respuesta he de darte.
Siento arder una loca alegría en la luz que me envuelve.
Yo quisiera que tú la sintieras también inundándote el alma,
yo quisiera que a ti, en lo más hondo, también te quemase y te hiriese.
Criatura también de alegría quisiera que fueras,
criatura que llega por fin a vencer la tristeza y la muerte.
Si ahora yo te dijera que había que andar por ciudades perdidas
y llorar en sus calles oscuras sintiéndote débil,
y cantar bajo un árbol de estío tus sueños oscuros,
y sentirte hecho de aire y de nube y de hierba muy verde...
Si ahora yo te dijera
que es tu vida esa roca en que rompe la ola,
la flor misma que vibra y se llena de azul bajo el claro nordeste,
aquel hombre que va por el campo nocturno llevando una antorcha,
aquel niño que azota la mar con su mano inocente...
Si yo te dijera estas cosas, amigo,
¿qué fuego pondría en mi boca, qué hierro candente,
qué olores, colores, sabores, contactos, sonidos?
Y ¿cómo saber si me entiendes?
¿Cómo entrar en tu alma rompiendo sus hielos?
¿Cómo hacerte sentir para siempre vencida la muerte?
¿Cómo ahondar en tu invierno, llevar a tu noche la luna,
poner en tu oscura tristeza la lumbre celeste?
Sin palabras, amigo; tenía que ser sin palabras
como tú me entendieses.
El muerto
Aquel que
ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría
no podrá morir nunca.
Yo lo veo muy claro en mi noche completa.
Me costó muchos siglos de muerte poder comprenderlo,
muchos siglos de olvido y de sombra constante,
muchos siglos de darle mi cuerpo extinguido
a la hierba que encima de mí balancea su fresca verdura.
Ahora el aire, allá arriba, más alto que el suelo que pisan los vivos,
será azul. Temblará estremecido, rompiéndose,
desgarrado su vidrio oloroso por claras campanas,
por el curvo volar de los gorriones,
por las flores doradas y blancas de esencias frutales.
(Yo una vez hice un ramo con ellas.
Puede ser que después arrojara las flores al agua,
puede ser que le diera las flores a un niño pequeño,
que llenara de flores alguna cabeza que ya no recuerdo,
que a mi madre llevara las flores:
yo quería poner primavera en sus manos.)
¡Será ya primavera allá arriba!
Pero yo que he sentido una vez en mis manos temblar la alegría
no podré morir nunca.
Pero yo que he tocado una vez las agudas agujas del pino
no podré morir nunca.
Morirán los que nunca jamás sorprendieron
aquel vago pasar de la loca alegría.
Pero yo que he tenido su tibia hermosura en mis manos
no podré morir nunca.
Aunque muera mi cuerpo, y no quede memoria de mí.
no podrá morir nunca.
Yo lo veo muy claro en mi noche completa.
Me costó muchos siglos de muerte poder comprenderlo,
muchos siglos de olvido y de sombra constante,
muchos siglos de darle mi cuerpo extinguido
a la hierba que encima de mí balancea su fresca verdura.
Ahora el aire, allá arriba, más alto que el suelo que pisan los vivos,
será azul. Temblará estremecido, rompiéndose,
desgarrado su vidrio oloroso por claras campanas,
por el curvo volar de los gorriones,
por las flores doradas y blancas de esencias frutales.
(Yo una vez hice un ramo con ellas.
Puede ser que después arrojara las flores al agua,
puede ser que le diera las flores a un niño pequeño,
que llenara de flores alguna cabeza que ya no recuerdo,
que a mi madre llevara las flores:
yo quería poner primavera en sus manos.)
¡Será ya primavera allá arriba!
Pero yo que he sentido una vez en mis manos temblar la alegría
no podré morir nunca.
Pero yo que he tocado una vez las agudas agujas del pino
no podré morir nunca.
Morirán los que nunca jamás sorprendieron
aquel vago pasar de la loca alegría.
Pero yo que he tenido su tibia hermosura en mis manos
no podré morir nunca.
Aunque muera mi cuerpo, y no quede memoria de mí.
Ese gesto de muerte
¿Ese gesto de muerte
tendrás siempre, alegría?
¡Ay, si los tallos dóciles
al peso de la brisa,
si la flores moradas,
si las aguas dormidas,
si tantas hermosuras
que en ti, sin ti, suspiran,
por tu flecha de fuego
se sintiesen heridas!
Te lleva el que te ignora.
Te pierde el que te mira.
Fueras siempre en nosotros
caudal de maravilla,
luna que nos traspasa
con su luz, sin nos mira,
materia que se esconde
en nuestra carne viva.
Y no país lejano
que niega a nuestra noche
su eterno mediodía.
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
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