Título: Ceremonias
Autor: Ednodio Quintero
Páginas: 237
Editorial: Candaya
Precio: 16 euros
Año de edición: 2013
Este volumen recoge cuarenta y cinco relatos escritos a lo largo de 20 años, entre 1974 y 1994, por este escritor único, con una voz muy personal, llena de matices andinos, y una prosa madura y muy efectiva. Los cuentos de Ednodio son como su nombre: singulares, originales, con una gran personalidad.
El tono general del libro bien puede resumirse con esta frase, de una profunda musicalidad con la que empieza uno de sus cuentos: «Mi abuelo tenía un gallo pinto que se alimentaba de alacranes». A partir de ahí, el autor se establece en algún lugar situado entre el realismo mágico y un surrealismo muy personal, y comienza a engarzar un texto tras otro en una secuencia que va mejorado sin parar hasta el final de libro.
El volumen arranca con minirrelatos, de sólo cuatro o cinco líneas, luego se va animando poco a poco y salta al relato de una página como máximo, distancia en la que creo que es un verdadero maestro, para luego estirarse hasta escribir relatos de cuatro páginas, y finalmente, cuentos de diez o doce páginas, más elaborados y complejos. Mi favorito es «El personaje», una versión condensada y comprimida del viejo enfrentamiento entre un escritor y su protagonista.
Ha sido un verdadero descubrimiento para mí el toparme con este autor que me ha obsesionado durante un par de días, los que he dedicado a leer esta obra genial e innovadora.
Como muestra os dejo sendos ejemplos de esos microrrelatos y relatos cortos:
Tatuaje
Cuando su prometido regresó
del mar se casaron. El había aprendido el arte del tatuaje y alguna otra
cosa. Dibujó con sumo cuidado —en el vientre de ella— un hermoso puñal.
El hombre murió una tarde y ella pasó muchos días nadando en lágrimas.
El otro comenzó a rondarla. Tanto insistió que al fin ella cedió. Nunca
se supo cómo el hombre desnudo se le quedó muerto encima, atravesado por
el puñal.
Un caballo amarillo
Si yo soñara que soy algo más que
un caballo amarillo: despojado de resabios y relinchos, reducido a la
infeliz condición de bípedo pensante, enfilaría mis pasos rumbo a la
ciudad más cercana, aquella que se vislumbra allá en el extremo sur de
la llanura, y en la cual afloran altas chimeneas oscuras manchando de
hollín el cielo sin nubes de esta mañana de septiembre.
Me confundo entre la multitud
sudorosa que sale del estadio. A empujones y codazos logro abordar un
destartalado autobús repleto de escolares macilentos y ancianas
desdentadas. A través de la ventanilla contemplo el desfile de árboles
raquíticos que bordean la avenida. Un desconocido de rostro patibulario
se me acerca sonriendo y me da una feroz patada en la espinilla. En
silencio lo maldigo mientras me retuerzo como un gusano fulminado por un
rayo de sol.
Desciendo en la esquina del
mercado y me envuelve el olor a pescado podrido mezclado al vaho que
asciende del fondo de las alcantarillas. Las moscas oscurecen el aire, y
una rata asoma el hocico desde el bolsillo del saco de un mendigo
ciego. Más allá, sentada en el umbral de una puerta rosada, una anciana
prostituta se asolea las rodillas. Siento hambre, escarbo inútilmente en
mi faltriquera, y me alejo poco a poco sin darme cuenta del sosegado
ritmo de mis pasos.
Por un rato ando extraviado entre
el humo de las fábricas, el ruido de los autos, el bullicio de los
chicos que juegan al fútbol, las piernas rollizas de una mujer alta y
rubia que arrastra un perro de pelaje oscuro. Y un viejo amigo que me
saluda llorando. Otra vez escapo y creo refugiarme en la silenciosa
intimidad de una iglesia. Me aturde la voz afeminada e irritante de un
joven sacerdote, ojos azules y mejillas recién rasuradas, que agita un
cristo con cara de perro regañado y vocifera en un idioma extraño,
mezcla de latín; sánscrito y arekuna. Me escurro sigilosamente y vomito
en la acera.
Casi sin interrupción me veo ahora
sentado en un sofá, en la sala de unos parientes idiotas. Celebran mi
visita con cuchicheos y sonrisas sesgadas. Me ofrecen café o té o
limonada. Revolotean a mi alrededor como pájaros bobos. Recuerdan a la
abuela asesinada durante una fiesta de carnaval de los años cincuenta y a
la tía Margarita atacada de sarna perruna. Asqueado me despido, y con
el golpe de la puerta comienzan, por tumo, torpemente, a enterrarme en
la espalda los puñales que ocultaban entre sus vestiduras.
Afuera la tarde es una flor
anaranjada desgajándose lentamente. Las puntas de mis zapatos mellados
señalan el camino de regreso. Me resisto a pensar. Mi cerebro es una
cueva blanquecina, limpia y desolada, en la que, a intervalos muy
breves, se desliza una sombra. Apenas una sombra y el obstinado
revolcarse del viento entre los árboles. Tarareo una melodía triste y
desafinada, y desciendo por el callejón pateando una lata de cerveza.
Al llegar a mi casa me aguardan
los gritos de mi mujer y el llanto de nuestros hijos. Mi mujer ha
enflaquecido y los senos le cuelgan como una piltrafa. Los chicos tienen
hambre. Patalean y me saltan encima y se me suben por todas partes como
hormigas. Me derriban, aúllan y pisotean mi cuerpo fatigado. Entonces
me despierto y libre ya de pesadillas me afinco en mis patas traseras,
de un salto me levanto, relincho de contento, galopo y el viento sacude
mis crines amarillas.
Un libro muy recomendable que no os debéis perder. Sí, sí, ya sé que hay muchas cosas que leer, pero yo empezaría por leer a Ednodio Quintero.
Ednodio Quintero (Las Mesitas, 1947) es un novelista, cuentista, ensayista y poeta venezolano. Nació en un pueblo muy pequeño en Los Andes, sin luz ni agua corriente. Allí se acostumbró a la soledad y a leer con voracidad. Luego fué a la ciudad para estudiar y convertirse en Ingeniero forestal, empezó a escribir y sus relatos gustaron, así que ya no paró de escribir hasta hoy.
Está reconocido como uno de los grandes escritores de la Venezuela actual y una de las voces más personales e interesantes de todo Latinoamérica.
Ednodio Quintero
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
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