domingo, 9 de octubre de 2022

La tinaja - Luigi Pirandello

 

La tinaja

Buena cosecha aquel año, hasta para los olivos. Árboles pródigos ya cargados el año pasado, habían repetido ahora su generosidad, a despecho de la niebla que los había oprimido al florecer.

Zirafa, que tenía un cercado de olivos en su hacienda de Quote a Primosole, previendo que las cinco tinajas viejas de baño esmaltado, erguidas en el sótano, no le bastarían para contener todo el aceite de la nueva cosecha, había encargado, con tiempo, otra, más capaz, a San Esteban de Camastra, donde se fabricaban: alta, como que llegaba hasta el pecho de un hombre, bella, panzuda y majestuosa, parecía la abadesa de las otras cinco.

No hay para qué decir que había litigado también con el alfarero de San Esteban por aquella tinaja. ¿Y con quién no litigaba don Loló Zirafa? Por cualquier quisicosa, aunque no fuese más que por una chinita caída desde el otro lado del muro cercado o por una brizna de paja, gritaba en seguida pidiendo que le ensillasen su mula para correr hacia la ciudad a presentar su denuncia o plantear un pleito. Así, a fuerza de papel sellado y de honorarios a los abogados, citando a éste y al de más allá y pagando siempre las costas por todos, se había casi arruinado.

Decían que su abogado, harto de verle comparecer ante él tres o cuatro veces a la semana, para quitársele de encima le había regalado un librito precioso, pequeñín, pequeñín como los de misa: el Código, para que fuese aprendiendo a buscar por sí mismo el fundamento legal de los juicios que quería intentar.

Antes, todos aquellos con quienes él disputaba, para burlarse, le decían: «¡Ensilla la mula!». Ahora le gritaban: «Consulta el calepino!».

Y don Loló contestaba:

—Seguramente; y os haré polvo, hijos de perra.

Mientras se le encontraba un sitio a propósito en la bodega, la tinaja nueva, que le había costado cuatro onzas, contantes y sonantes, fue puesta en el lagar. Jamás se había visto una tinaja como aquélla. Cabían, tirando por lo bajo, más de doscientos litros. Alojada en aquel antro húmedo, con tufo de mosto y ese olor acre y crudo que se incuba en los lugares sin aire y sin luz, daba pena verla. Todos le decían que alguna grave contrariedad iba a ocurrirle por culpa de aquella tinaja.

Pero don Loló se encogía de hombros ante estos avisos.

Hacía dos días que había comenzado la recolección de la aceituna, y estaba dado a todos los demonios porque no sabía a dónde acudir primero, ya que hasta había llegado la gente con las mulas cargadas de abono para depositarlo aquí y allá, en montones, preparando la tierra para la nueva siembra. Hubiese querido asistir al trabajo de toda aquella caravana de bestias; pero al mismo tiempo no quería dejar solos a los hombres que vareaban la aceituna. Blasfemaba como un carretero y amenazaba con fulminar a éste y al de más allá si le faltaba una oliva, aunque no fuese más que una, como si las tuviese contadas desde antes, una por una, en el árbol. La misma amenaza, si un montón de estiércol era más pequeño que los otros. Con el sombrerote blanco, en mangas de camisa, despechugado, congestionado, rezumando sudor, corría de aquí hacia allá, revolviendo los ojos lobunos y restregándose con rabia los carrillos colorados, en los cuales la barba potente crecía casi al mismo tiempo que se afeitaba.

Al acabar el tercer día de trabajo, tres de los jornaleros empleados en la recolección entraron en el lagar para dejar los útiles de la faena, y se quedaron como tres postes al ver la hermosa tinaja nueva casi partida por la mitad. De delante se había desprendido un gran pedazo como si alguien ¡zas! lo hubiese cortado, a lo ancho de la panza, de un solo golpe de hacha.

—¡Me muero! ¡Me muero! —exclamó casi sin voz uno de los tres, golpeándose el pecho con una mano.

—¿Quién habrá sido? —preguntó el otro. Y el tercero:

—¡Madre mía! ¿Quién se pone delante de don Loló? ¿Quién se lo dice? ¡Es una conciencia, precisamente la tinaja nueva! ¡Qué lástima!

El primero, más asustado que los otros dos, propuso que se salieran a la chita callando, dejando a la parte de afuera, apoyadas contra la pared, las escalas y las varas de sacudir las aceitunas. Pero el segundo se opuso enérgicamente:

—¿Estáis locos? ¿Sabéis quién es don Loló? Sería capaz de creer que la hemos roto nosotros. ¡Quietos aquí todos!

Salió fuera del lagar y, haciéndose un tornavoz con las manos, gritó:

—¡Don Loló! ¡Don Loló!

Estaba en la cuesta, allá abajo, con los descargadores del estiércol, y gesticulaba, como de costumbre, furiosamente, dándose con las dos manos, de cuando en cuando, un apretón en el sombrerazo blanco. A veces, a fuerza de estos apretones, llegaba a no podérselo sacar, hundido sobre la nuca y sobre la frente. Ya en el cielo se extinguían los últimos fuegos del crepúsculo, y en la paz que se extendía sobre el campo con las sombras de la noche y en dulce frescura, los gestos de aquel hombre, siempre furioso, se embravecían más aún:

—¡Don Loló! ¡Don Loló! ¡Ah, don Loló!

Cuando llegó al lagar y vio el estrago, pareció que iba a volverse loco. Se arrojó primero contra aquellos tres; agarró a uno por la garganta y lo estampó contra la pared, gritando:

—¡Por la sangre de la Virgen, me las pagaréis!

Después de haberse arrojado sobre los otros dos, que tenían el gesto de su espanto en los rostros terrosos, requemados, bestiales, revolvió contra sí mismo su rabia furibunda, tiró al suelo su sombrerazo, se restregó con las manos la cabeza y la barba, pataleando y berreando como los que lloran a un pariente muerto.

—¡La tinaja nueva! ¡Cuatro onzas! ¡Sin estrenar aún!

¡Quería saber quién la había roto! ¿Se había roto sola? ¡Alguno tenía que haberla roto por maldad o por envidia! ¿Pero cuándo? ¿Cómo? ¡No se veía señal de violencia! ¿Que habría llegado rota de la fábrica? ¡Pero imposible! ¡Si cuando llegó sonaba como una campana!

Apenas vieron los jornaleros que le había pasado la primera furia, comenzaron a animarle y consolarle. La tinaja se podía arreglar. No se había roto mal. Un solo pedazo. Un buen lañador la dejaría como nueva.

Lo era precisamente el tío Dimas Licasi, que había inventado un mástico maravilloso, cuyo secreto ocultaba celosamente: un mástico, que ni el martillo podía con él cuando agarraba. Si don Loló se decidía, al amanecer del día siguiente vendría el tío Dimas Licasi, y en un santiamén, la tinaja mejor que antes.

Don Loló contestaba negativamente a estas indicaciones: todo era inútil, ya no tenía remedio. Por fin se dejó convencer, y al día siguiente, al alba, puntual, se presentó en Primosole el tío Dimas Licasi con el capazo de las herramientas a la espalda.

Era un viejo deforme, patizambo, con las articulaciones torpes y nudosas, como un viejo tronco de olivo sarraceno. No se le sacaba ni con ganchos una palabra de la boca. Era la suya una sombría taciturnidad, una tristeza que tenía su raíz en aquel cuerpo suyo deforme; era también desconfianza de que los demás pudiesen comprender y apreciar justamente su mérito de inventor no patentado todavía. Quería que hablasen por él los hechos. Y miraba hacia todos lados receloso para que no le robasen el secreto de la confección de aquella pasta milagrosa.

—¡Enséñemela usted! —fue lo primero que le dijo don Loló después de haberlo inspeccionado un largo rato con desconfianza.

El tío Dimas, lleno de dignidad, hizo un gesto negativo con la cabeza.

—¡No la enseño más que cuando trabajo! —Pero, ¿resultará bien?

El tío Dimas dejó en tierra el capazo; sacó de él un pañolón viejo, desteñido, muy envuelto; lo desplegó poco a poco, entre la atención y la curiosidad de todos, y cuando, finalmente, descubrió unas gafas rotas y atadas con un bramante, él suspiró y los demás rieron.

El tío Dimas no se inmutó; se limpió los dedos antes de coger las antiparras, se las puso, cabalgantes, sobre la nariz; después comenzó a examinar con mucha gravedad la tinaja que había sido llevada a la era, y dijo:

—¡Quedará bien!

—Sin embargo —dijo antes como condición Zirafa—, con la pasta sólo no me fío; quiero también garras.

—Pues entonces, yo estoy aquí de sobra —replicó secamente el tío Dimas, echándose de nuevo el capazo de las herramientas a las espaldas.

Don Loló le agarró por un brazo:

—¿A dónde va usted? ¡Es usted un cerdo! ¿Qué modo de tratar a la gente es ésa? ¡Mírenle ustedes qué gesto de Carlo Magno! ¡Miserable descamisado, eres un animal remendón, un pedazo de bestia y debes estar a mis órdenes! ¡Esa tinaja se ha de llenar de aceite y el aceite trasuda, bruto! ¿Una raja de un kilómetro, con pastas sólo? ¡Mástico y puntos! ¡Mástico y puntos! ¡Te lo mando yo!

El tío Dimas cerró los ojos, apretó los labios y sacudió la cabeza. ¡Así eran todos! Le negaban el placer de realizar un trabajo pulido, hecho con todas las reglas del arte, concienzudamente, y el dar una prueba de la virtud de su pasta.

—Si la tinaja —dijo— no suena otra vez como una campana...

—¡Nada! ¡Nada! le interrumpió don Loló—. ¡Garras! Pago garras y pasta. ¿Cuánto te he de dar?

—Si con la pasta sólo...

—¡Qué cabeza tan dura! —exclamó Zirafa—. ¿Cómo hablo? Te he dicho que quiero garras. Nos ajustaremos cuando acabes el remiendo; no tengo tiempo que perder contigo.

Y se fue a tener cuidado de sus hombres.

El tío Dimas se puso manos a la obra, hinchado de ira y de despecho. Y la ira y el despecho le crecían a cada agujero que hacía con el berbiquí en la tinaja y en el pedazo para pasar el hilo de alambre de los puntos. Acompañaba el zumbo de la barrena con gruñidos, cada vez más frecuentes y más fuertes, y la cara se le tornaba más verde que la bilis y los ojos cada vez más punzantes y encendidos de cólera. Acabada aquella preliminar faena tiró con rabia el berbiquí en la cesta, miró y comprobó si los agujeros de la tinaja y del pedazo estaban a igual distancia y si correspondían entre sí, y luego, con las tenazas, cortó tantos pedacitos de alambre cuantos puntos tenía que dar, y llamó en ayuda a uno de los jornaleros que recolectaban la aceituna.

—¡Valor, tío Dimas! —le dijo éste, viéndole el rostro alterado.

El tío Dimas alzó la mano con un gesto rabioso. Abrió la cajita de lata que contenía la pasta y la levantó hacia el cielo, agitándola, como para ofrecérsela a Dios, ya que los hombres no querían reconocer su mérito; después, con el dedo, comenzó a extenderla alrededor de los bordes del agujero y del trozo desprendido; cogió las tenazas y los pedacitos de hierro que había preparado y se metió dentro de la tinaja por la panza abierta.

—¿Ahí se mete? —le preguntó el jornalero al que había encomendado.

No contestó. Con un gesto le ordenó que aplicase el pedazo a la tinaja, tal como él lo había hecho poco antes probando, y se quedó dentro. Antes de dar los puntos:

—Tira —dijo desde el seno de la tinaja al campesino—. ¡Tira con toda tu fuerza! ¿Ves si se rompe? ¡Anda, dilo tú a quien no se lo quiera creer! ¡Dale, dale golpes! ¿Oyes cómo suena, conmigo aquí dentro y todo? ¡Anda, ve y dilo al guapo de tu amo!

—¡Quien está arriba, manda, tío Dimas —dijo suspirando el aldeano —y quien está bajo obedece y padece! Ponga las garras, ponga las garras.

Y el tío Dimas se puso a pasar todos aquellos pedacitos de alambre por los agujeros que había hecho, a uno y a otro lado de la soldadura, y con las tenazas torcía los extremos. Estuvo una hora en esta faena. El sudor le corría como una fuente, allá, dentro de la tinaja. Mientras trabajaba se iba quejando, en voz baja, de su mala suerte. Y el jornalero, desde fuera, le consolaba.

—Ahora ayúdame a salir —dijo, al acabar, el tío Dimas.

Pero tan ancha era aquella tinaja por el vientre como estrecha por el cuello. ¡Se lo decía el corazón al jornalero! Pero el tío Dimas, lleno de rabia, no había hecho caso. Ahora, prueba que te probarás, y no había medio de salir. Y el jornalero, en vez de ayudarle, estaba torciéndose de risa. Aprisionado, aprisionado allí, en la tinaja, que él mismo había compuesto. Y ahora, no había otro remedio; para sacarlo tendría que romperla del todo y para siempre.

A la risa, a los gritos, acudió don Loló. El tío Dimas, dentro de la tinaja, estaba como un gato rabioso.

—¡Sacadme de aquí! —gritaba—. ¡Por los clavos de Cristo, quiero salir! ¡En seguida! ¡Ayudadme!

Don Loló se quedó de pronto como aturdido. No se lo podía creer.

—¿Pero cómo? ¿Ahí dentro? ¿Se ha cosido él también ahí dentro?

Se acercó a la tinaja y le gritó al viejo:

—¿Ayuda? ¿Y que ayuda voy a darte? ¡Viejo tonto! ¿Pero cómo? ¿No se te ocurrió antes tomar la medida del cuello? Vamos, probemos, saca un brazo,.. así... y la cabeza... Vamos... ¡Quieto!... Despacio... ¿Pero cómo diablos? ¡Calma! ¡Calma! ¡Calma! —se puso a recomendar calma a todo el mundo como si sólo los otros y no él fuesen a perderla—. ¡Me arde la cabeza! ¡Calma! Esto es un caso nuevo... ¡La mula!

Golpeó con los nudillos de los dedos en la tinaja. Verdaderamente sonaba como una campana.

—¡Estupendo! ¡Como nueva! ¡Espera! —le dijo al prisionero, y a un campesino—: ¡Ve y ensíllame la mula! —y frotándose la frente con sus cinco dedos siguió diciendo como hablando consigo mismo:

—¡Pero vamos a ver, un poco de calma, que yo me haga cargo! ¡Esto no es una tinaja! ¡Esto es un aparato del demonio! ¡Quieto! ¡Quieto, ahí!

Y se fue a tocar la tinaja, dentro de la cual el tío Dimas, furibundo, se debatía como una bestia enjaulada.

—Caso nuevo, amigo mío; caso nuevo que tiene que resolver el abogado. Yo no me fío. ¡La mula! ¡La mula! Voy y vuelvo, ten paciencia. Es en interés tuyo... ¡Mientras tanto, tranquilidad, calma! Yo cuido mis intereses. Y antes que todo, para salvar mi derecho, cumplo con mi deber. Eso es: te pago la faena, te pago el jornal. Tres liras. ¿Está bien?

—¡No quiero nada! —gritó el tío Dimas—. ¡Lo que quiero es salir!

—Saldrás. Pero yo, mientras tanto, te pago. Vaya, tres liras.

Las sacó del bolsillo del pantalón y las tiró en la tinaja. Después preguntó, solícitamente:

—¿Has comido? ¡Pan y companaje, en seguida! ¿No lo quieres? ¡Pues lo tiráis al perro! A mí me basta con haberlo dado.

Mandó que se lo diesen; montó a la mula, y a escape, al galope, se fue hacia la ciudad. Quien le viera creería que iba a encerrarse él mismo en un manicomio. Tanto y de modo tan extraño gesticulaba.

Por fortuna no tuvo que hacer antesala en el despacho del abogado; pero tuvo que esperar un rato antes de que éste acabase de reír, cuando él le hubo expuesto el caso. De la risa del abogado se enojó.

—¿Pero qué tiene esto de risa, perdone? ¡Como a usted ni le va ni le viene! ¡Como la tinaja es mía!

Pero el abogado seguía riéndose y quería que le volviese a contar el caso, cómo había sucedido, para reírse un poco más a su costa.

—¿Conque dentro, eh? ¿Se encerró dentro, eh? ¿Y él, don Loló, qué quería? ¿Te... ner... te... nerle allí dentro... ja... ja... ja... joi, joi, joi...; tenerle allí dentro para no perder la tinaja?

—¿Es que la tengo que perder? —preguntó Zirafa con los puños cerrados—. ¿Después de cornudo, apaleado?

—¿Pero usted sabe qué nombre tiene esto? —le dijo por fin el abogado—. ¡Se llama secuestro de persona!

—¿Secuestro? ¿Y quién le ha secuestrado? —exclamó Zirafa—. ¡Se ha secuestrado él mismo! ¿Qué culpa tengo yo?

El abogado entonces le explicó que había dos cosas. Por un lado, él, don Loló, tenía que libertar en seguida al prisionero para no responder de secuestro de persona; por otro lado, el lañador tenía que responder del daño que ocasionaba con su impericia o con su aturdimiento.

—¡Ah! —replicó Zirafa—. ¡Pagándome la tinaja!

—¡Despacio! —observó el abogado—. ¡No como si fuese nueva, entendámonos!

—¿Y por qué?

—¡Pues, porque estaba rota, señor mío!

—¿Rota? No, señor. Ahora está nueva. ¡Mejor que nueva, lo dice él mismo! Y si ahora vuelvo a romperla, no se podrá componer de nuevo. ¡Tinaja perdida, señor abogado!

Éste le aconsejó que se resarciera, haciéndosela pagar por cuanto valía en el estado que ahora se encontraba.

—De modo —le aconsejó— que antes usted la hace justipreciar por el mismo apañador.

—Beso a usted las manos —dijo don Loló, poniéndose en camino.

De regreso, ya al anochecer, encontró a todos los jornaleros alrededor de la tinaja habitada. Participaba de la fiesta hasta el perro guardián, ladrando y saltando. El tío Dimas, no sólo se había calmado, sino que también él había tomado como diversión su extraña aventura y se reía con la alegría forzada de los tristes.

Zirafa apartó a todos, y se inclinó hacia la tinaja para mirar por dentro.

—¡Ah! ¿Estás bien ahí?

—Bienísimo. Al fresco —contestó el apañador—. Mejor que en mi casa.

—Me alegro. Mientras tanto te advierto que esta tinaja me costó cuatro onzas, nueva. ¿Cuánto crees tú que puede costar ahora?

—¿Conmigo aquí dentro? preguntó el tío Dimas.

Los aldeanos se rieron.

—¡Silencio! —gritó Zirafa—. Una de dos: o tu pasta sirve o no sirve; si no sirve, tú eres un embustero; si sirve, la tinaja, así como está, debe tener un precio. ¿Cuánto vale? Piénsalo tú.

El tío Dimas se quedó un momento reflexionando, y luego dijo:

—Contesto. Si usted me hubiese dejado componerla con la pasta sólo, como yo quería, ante todo yo no estaría ahora aquí dentro, y la tinaja hubiese valido, poco más o menos, lo mismo que antes. Así, remendada con estos ganchos, que por fuerza he tenido que poner desde aquí dentro, ¿qué precio puede tener? Un tercio de lo que valía, poco más o menos.

—¿Un tercio? —preguntó Zirafa—. ¿Una onza treinta y tres?

—Menos, sí; más, no.

—Está bien —dijo don Loló—. Valga tu palabra y dame diecisiete liras.

—¿Qué? —preguntó el tío Dimas como si no hubiese entendido.

—Yo rompo la tinaja para hacerte salir —prosiguió don Loló— y tú, dice el abogado, me la pagas en lo que vale: una onza y un tercio.

—¿Pagar yo? —dijo el tío Dimas riéndose a carcajadas. ¡Usted bromea! Aquí estoy hasta que se me coman los gusanos.

Y sacando del bolsillo, con alguna calma, la pipa, repleta, la encendió y se puso a fumar, tirando el humo por el cuello de la tinaja.

Don Loló quedó perplejo. Este otro caso, el de que el tío Dimas ya no quisiera salir de la tinaja ni él ni el abogado lo habían previsto. ¿Y cómo se resolvía entonces? Estuvo a punto de ordenar de nuevo «¡La mula!». Pero se contuvo a tiempo, pensando que ya era de noche.

—¿Ah, sí? —dijo—. ¿Te quieres domiciliar en mi tinaja? ¡Testigos todos los que estáis aquí! Él no quiere salir para no pagarla; yo estoy dispuesto a romperla. Por tanto, puesto que quiere estar ahí, mañana yo le cito por abuso de aloja—miento y porque me impide utilizar la tinaja.

El tío Dimas echó una nueva bocanada de humo por el cuello de la tinaja y luego replicó, plácidamente:

—No, señor. No quiero impedir nada. ¿Es que estoy aquí por placer? Hágame salir y me voy contento. ¡Pagar... ni en broma, señor!

Don Loló, en un ímpetu de rabia, levantó un pie para dar un golpe a la tinaja, pero se detuvo; la cogió con las dos manos y la removió toda, enfurecido.

—¿Ve usted qué pasta? —le dijo el tío Dimas.

—¡Loco de cuerno! —rugió entonces Zirafa—. ¿Quién ha hecho el daño, tú o yo? ¿Y lo tengo que pagar yo? ¡Muérete de hambre ahí dentro! ¡Veremos quién gana el pleito!

Y se fue, no pensando en las tres liras que le había tirado por la mañana dentro de la tinaja. Con ellas, para empezar, el tío Dimas pensó en hacer una fiesta aquella noche, junto con los aldeanos que, habiendo hecho tarde por este extraño accidente, se quedaron en el campo para pasar la noche, al descubierto, en la era. Uno de ellos fue a hacer las compras en una taberna cercana. Además, y como hecho adrede, lucía la luna clarísima.

A horas ya avanzadas don Loló, que se había ido a dormir, fue despertado por un barullo infernal. Se asomó a un balcón de la alquería y vio en la era, a la luz de la luna, a todos aquellos diablos: los jornaleros, borrachos, cogidos de la mano, bailaban alrededor de la tinaja. El tío Dimas, dentro de ella, cantaba hasta desgañitarse.

Esta vez no pudo contenerse don Loló; se precipitó como un toro furioso y, antes de que aquellos tuviesen tiempo de detenerle, con un empellón mandó a rodar la tinaja por el campo. Rodando, rodando, acompañada por la risa de los borrachos, la tinaja fue a estamparse contra un árbol.

Y así es como ganó el pleito el tío Dimas.

Luigi Pirandello

Publicado por Antonio F.Rodríguez.

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