domingo, 2 de octubre de 2022

Pasos - Jerzy Kosinski

  

Jerzy Kosinski

Yo viajaba hacia el sur. Las aldeas eran pequeñas y pobres; cuando me detenía en ellas, alrededor de mi automóvil se congregaba una multitud y los niños seguían todos mis movimientos.

Decidí pasar un par de días en una aldea desnuda, enjalbegada, para descansar y hacerme lavar y remendar la ropa. La mujer que se encargó de esa tarea explicó que podía hacerlo con rapidez y eficacia porque tenía una ayudante: una joven huérfana que necesitaba ganarse la vida. Señaló a una muchacha que nos miraba desde una ventana.

Cuando volví al día siguiente para retirar mi ropa, encontré a la muchacha en la habitación de enfrente. Sólo ocasionalmente levantó la vista hacia mí. Cuando nuestros ojos se encontraban, trataba de disimular su interés por mí inclinando cada vez más la cabeza sobre su costura.

Mientras yo transfería algunos de mis documentos al bolsillo de mi chaqueta recién planchada, noté la curiosidad con que miraba la muchacha las tarjetas de crédito que yo había dejado momentáneamente sobre la mesa. Le pregunté si sabía qué eran: me respondió que nunca había visto algo parecido. Le dije que con cualquiera de esas tarjetas se podía comprar muebles, ropa de cama, una batería de cocina, alimentos, ropa, medias, zapatos, bolsos, perfumes y casi todo lo demás que uno podía necesitar, sin pagarlo con dinero.

Con aire negligente, le seguí explicando que yo podía usar también mis tarjetas en las tiendas más caras de la ciudad vecina, que bastaría con mostrarlas para que me sirvieran comida en cualquier restaurante, que podía alojarme en los mejores hoteles y lograr esto tanto para mí como para cualquier otra persona que se me antojara. Agregué que, como yo simpatizaba con ella y me parecía buena y adivinaba que su patrona la maltrataba, estaba dispuesto a llevármela. Si ella lo deseaba, podía quedarse conmigo durante todo el tiempo que quisiera.

Sin mirarme aún, la muchacha me preguntó, como si quisiera que la tranquilizaran, si tendría que llevar algún dinero. Volví a decirle que ni ella ni yo necesitábamos dinero; nos bastaba con tener las tarjetas y querer usarlas. Le prometí que viajaríamos por distintas ciudades y aun por distintos países; ella no tendría que trabajar ni hacer otra cosa que cuidar de sí misma, yo le compraría todo lo que me pidiera, podría usar hermosos vestidos y embellecerse para mí y clambiar de peinado y aun variar el color de su cabello con toda la frecuencia que deseara. Para conseguir todo esto, dije, lo único que debía hacer era marcharse ese mismo día, muy entrada la noche, sin decirle una sola palabra a nadie y encontrarse conmigo junto al letrero de la carretera enclavado en los accesos de la aldea. Al llegar a la gran ciudad, le aseguré, se le mandaría una carta a su patrona explicándole que, como tantas otras, ella se había ido a buscar trabajo allí. Finalmente, le dije que la esperaría esa noche y que confiaba en que vendría.

Las tarjetas de crédito estaban sobre la mesa. La muchacha se levantó y las miró absorta, con un respeto aliado a la incredulidad; luego, tendió la mano derecha como para tocarlas, pero la retiró rápidamente. Tomé una de ellas y se la tendí. La asió cautelosamente entre los dedos como si fuera una hostia, alzándola a la luz para examinar los números y las letras impresos en ella.

Esa noche, estacioné mi automóvil entre unos arbustos, a pocos metros del letrero de la carretera. Antes de que oscureciese por completo, pasaron muchos carros que iban del mercado a la aldea, pero nadie notó mi presencia.

De pronto, la muchacha apareció detrás de mí, sin aliento y asustada, aferrando un hatillo de cosas suyas. Abrí la portezuela del automóvil y, sin una sola palabra, le señalé el asiento de atrás. Puse en marcha rápidamente el motor y sólo cuando habíamos abandonado la aldea, disminuí la velocidad y le dije que ahora ella era libre y sus días de pobreza habían pasado. Guardó silencio durante algún tiempo y luego, con tono vacilante, me preguntó si yo tenía aún las tarjetas de crédito. Las saqué del bolsillo y se las tendí. A los pocos minutos, ya no pude ver su cabeza en el espejo retrovisor: se había quedado dormida.

Llegamos a la ciudad a la mañana siguiente, casi al mediodía. La muchacha se despertó y apoyó su rostro contra la ventanilla, observando el tránsito. De pronto, me tocó el brazo, señalando el edificio de grandes tiendas ante el cual pasábamos. Quería comprobar, dijo, si era cierto que mis tarjetas tenían más poder que el dinero. Estacioné el automóvil.

Cuando entramos en aquel establecimiento, me asió del brazo: la palma de su mano estaba húmeda de excitación. Confesó que nunca había estado en la ciudad y le costaba creer que se pudiese reunir tanta gente en un mismo sitio y que quedaran sin embargo tantas cosas que podían comprarse. Señaló los vestidos que le gustaban y aceptó las pocas insinuaciones que le hice sobre las cosas que le sentarían mejor. Con la ayuda de dos vendedoras que la miraban con evidente envidia, elegimos varios pares de zapatos, guantes, medias, algo de ropa interior, varios vestidos y bolsos y un abrigo.

Ahora, la muchacha estaba más asustada aún. Cuando le pregunté si temía que, con mis tarjetas, yo no pudiera pagar todo lo que habíamos elegido, procuró negar su temor, pero, finalmente, lo admitió. Me preguntó por qué tanta gente de la aldea trabajaba durante toda su vida a fin de ganar dinero suficiente para pagar todo lo que habíamos comprado, si yo, que no era un jugador de fútbol famoso ni un astro de cine y ni siquiera un prelado, no necesitaba al parecer dinero para comprar todo lo que quería.

Cuando empaquetaron nuestras compras, le tendí a la cajera una de las tarjetas de crédito; me dio las gracias cortésmente, desapareció por unos instantes y luego regresó y me devolvió la tarjeta con la factura. Mi amiga estaba de pie detrás de mí, ansiosa de aferrar la caja, pero temiendo aún hacerlo.

Salimos de allí. Cuando subimos al automóvil, la muchacha abrió el paquete y examinó sus cosas, tocándolas, husmeándolas, volviéndolas a tocar, cerrando y abriendo la caja. Mientras el coche emprendía la marcha, empezó a probarse los zapatos y los guantes. Nos detuvimos ante un pequeño hotel y entramos. Haciendo caso omiso de la mirada cómplice del empleado de la administración, pedí un apartamento de dos habitaciones contiguas. Me llevaron al primer piso el equipaje, pero ella insistió en subir la caja personalmente, como si temiera que se la arrebataran.

En el apartamento, fue a su cuarto a cambiarse y volvió luciendo uno de los vestidos nuevos. Se pavoneó ante mí, caminando torpemente con sus zapatos flamantes de tacón alto, mirándose en el espejo, regresando a su cuarto varias veces para probarse las demás prendas.

Los otros paquetes, que contenían diversos artículos de ropa interior, nos fueron enviados en las últimas horas de la tarde. En esos momentos, la muchacha estaba algo mareada por el vino que habíamos bebido durante el almuerzo y, como si tratara de impresionarme con su flamante aire mundano, que debía de haber aprendido en las revistas de cine y de hechizo femenino, se plantó ante mí, con las manos sobre las caderas, pasándose la lengua por los labios y la mirada vacilante buscando la mía.

Fragmento de Pasos de Jerzy Kosinski, 1968

Publicado por Antonio F. Rodríguez.

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