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miércoles, 2 de julio de 2025

Un alma de Dios - Gustave Flaubert

Título: Un alma de Dios                                                                                                       Autor: Gustave Flaubert

Páginas: 96

Editorial: Nórdica

Precio: 11,95 euros

Año de edición: 2022 (2ª edición)

Publicado originalmente en 1877, esta novelita tan flaubertiana, tan modesta y tan equilibrada, contiene en realidad un feroz retrato de la burguesía europea del siglo XIX, hipócrita, mediocre, corta de miras y egoísta, y la pone en contraste con la protagonista, Felicidad, una criada que es como un pedazo de pan: cándida, sensible y buena.

Quienes hayan leído Madame Bovary (1857) encontrarán en este libro el mismo estilo del gran Flaubert, tan armónico y elegante que suena como una pieza de música de cámara. Este autor es un grande que, sin ser espectacular, ofrece una belleza de composición admirable en sus mejores obras, y ésta lo es desde luego. El texto tiene la longitud suficiente para mostrar el fuerte contraste existente entre la vida y carácter de la señora, egocéntrica, sin talento y mal educada, la verdad, y su criada, una mujer de pocas luces, pero de una humanidad apabullante, cuya bondad va creciendo y madurando, que acaba sus días sorda, pero feliz con un loro que la acompaña y le alegra la vida. Por otro lado, el relato está salpicado de detalles humorísticos y algo ridículos, no exentos de cierta ironía.

La obra está llena de frases memorables y características: «A lo largo de medio siglo, las burguesas de Pont-l'Evêque le envidiaron a madame Aubain su criada Felicidad», «Debido a los cigarros puros, Felicidad se imaginaba que La Habana era una ciudad en la que no se hacía otra cosa que fumar», «A los veinticinco años, le echaban cuarenta. Desde los cincuenta, ya no representó ninguna edad», «Asistía a los enfermos de cólera. Protegía a los polacos...», «... en su aislamiento, el loro Lulú era para ella casi un hijo, un novio», «En la iglesia, se quedaba siempre observando al Espíritu Santo y observó que tenía algo de loro», «Felicidad la lloró como se llora a los amos», «Que la señora muriera antes que ella no le cabía en la cabeza, le parecía contrario al orden natural de las cosas, algo inadmisible y monstruoso»,  «... cuando exhaló el último suspiro, creyó ver en el cielo entreabierto un loro gigantesco planeando sobre su cabeza».

En fin, uno de los relatos más logrados de Flaubert, una narración redonda en la que muestra todo su talento. El argumento es sencillo, pero el retrato de toda una clase social que realiza es impagable. Una excelente lectura que os hará pasar un muy buen rato. Excelente. 

La traducción del francés es obra de la cántabra Consuelo Bergés (Ucieda, 1899-1988), escritora, traductora y periodista española, libertaria y feminista de pro. En este enlace pueden descargarse las once primeras páginas del texto.

Gustave Flaubert (Ruan, 1821-1880) es uno de los grandes novelistas de todos los tiempos. Era hijo del cirujano jefe del Hospital de Ruan. En el colegio era un alumno poco trabajador, aunque muy inteligente. A los once años era ya un lector compulsivo y voraz, que leía todo lo que caía en sus manos. Resultó exento del servicio militar por sorteo y empezó a estudiar Derecho sin mucha convicción. Con la excusa de recuperarse de una enfermedad, dejo la universidad y  se instaló en la casa familiar a orillas del Sena en Croisset (Ruan), en la que vivió el resto de su vida de las rentas familiares, primero con su madre y luego con su sobrina.

Era muy tímido, introvertido, sensible, arrogante y padecía una molesta epilepsia. Podía pasar del silencio más absoluto a una verborrea imparable. Misántropo, solitario y retraído, rehuía las relaciones sociales y no tenía muy buena opinión del género humano ni de la vida en general. Despreciaba a los burgueses, la mediocridad y la estupidez que veía en la mayoría de sus congéneres. Trabajador lento y perfeccionista, tardaba años en escribir cada libro, siempre en busca de la palabra justa. Era un neurótico de la escritura, corregía una y otra vez sus textos, los reescribía y los leía en voz alta una y mil veces para mejorarlos.

Nunca se casó. Cuando murió de una hemorragia cerebral, a los 58 años, se encontraba muy envejecido y tenía el aspecto de un anciano.

Gustave Flaubert

Publicado por Antonio F. Rodríguez. 

domingo, 18 de mayo de 2025

La sonrisa - Ray Bradbury

Ray Bradbury

 

La sonrisa

La cola se ordenó en la plaza del pueblo a las cinco de la mañana, cuando los gallos cantaban en los lejanos campos cercados y no había fuegos. En todas partes, entre los edificios ruinosos, había, al principio, restos de bruma, pero ahora se disipaba ya, con la nueva luz de las siete. Camino abajo, en parejas y tríos, se reunía cada vez más gente para el día de mercado, el día del festival.

El niño estaba inmediatamente detrás de dos hombres que hablaban en el aire claro, y las voces parecían más altas a causa del frío. El niño saltaba sobre un pie y otro pie y se soplaba las manos agrietadas y rojas, y observaba las ropas sucias de los hombres y la larga fila de hombres y mujeres.

—Eh, chico, ¿qué haces levantado tan temprano? —dijo el hombre que estaba detrás.

—Estoy en la cola —dijo el chico.

—¿Por qué no te haces humo, y dejas tu sitio a alguien que sepa?

—No lo molestes al chico —dijo el hombre que estaba adelante, volviéndose de pronto.

—Era una broma —El hombre de atrás puso la mano sobre la cabeza del niño. El niño se apartó fríamente—. Sólo que me pareció raro, un chico levantado tan temprano.

—Este chico entiende de arte, no lo olvides —dijo el defensor del niño, un hombre llamado Grigsby—. ¿Cómo te llamas, muchacho?

—Tom.

—Tom va a escupir como Dios manda, ¿verdad, Tom?

—¡Claro que sí!

La risa corrió por la fila.

Más adelante, un hombre vendía tazas resquebrajadas de café caliente. Tom miró y vio la pequeña hoguera y el brebaje que hervía en una olla oxidada. No era café en realidad. Lo hacían con unas bayas de los prados, y lo vendían a un penique la taza, para calentar los estómagos; pero no eran muchos los que compraban, no muchos tenían dinero.

Tom miró hacía el frente, hacia la cabeza de la fila, más allá de una combada pared de piedra.

—Dicen que sonríe —comentó.

—Ay, y cómo sonríe —dijo Grigsby.

—Dicen que está hecha de aceite y tela.

—Cierto. Y por eso pienso que no es el original. El original, he oído decir, fue pintado sobre madera hace mucho tiempo.

—Dicen que tiene cuatro siglos.

—Tal vez más. Nadie sabe en verdad en qué año estamos.

—¡2061!

—Sí, eso dicen, chico. Mienten. Podría ser también el año 3000 o 5000. Durante un tiempo todo fue aquí muy confuso. Sólo nos quedan restos y pedazos.

Arrastraron los pies sobre el empedrado frío.

—¿Cuánto tendremos que esperar para verla? —preguntó Tom, inquieto.

—Unos pocos minutos. La pondrán entre cuatro postes de bronce y cordeles de terciopelo, todo para mantener alejada a la gente. Y atención, Tom, piedras no; no permiten que le tiren piedras.

—Sí, señor.

El sol ascendía en el cielo, calentando el aire, y los hombres se sacaron los abrigos sucios y los sombreros grasientos.

—¿Por qué estamos todos aquí en fila? —preguntó por último Tom—. ¿Por qué venimos a escupir?

Grigsby no se volvió, y examinó el sol.

—Bueno, Tom, hay muchas razones. —Buscó distraídamente en un bolsillo desaparecido tiempo atrás un cigarrillo que no estaba allí. Tom había visto ese movimiento un millón de veces—. Mira, Tom, es el odio. El odio al pasado. Piensa, Tom. Las bombas, las ciudades destruidas, los caminos como piezas de rompecabezas, los trigales radiactivos que brillan de noche. ¿No crees que es algo tremendo?

—Sí, señor, creo que sí.

—Así es, Tom. Odias siempre lo que golpea y te destruye. Es la naturaleza humana. Inconsciente, quizá, pero naturaleza humana al fin.

—Odiamos casi todas las cosas —dijo Tom.

—¡Claro! Toda esa gentuza del pasado que gobernaba el mundo. Y aquí estamos, un jueves por la mañana, con las tripas pegadas a los huesos, muertos de frío, viviendo en cuevas y otros agujeros semejantes, sin cigarrillos, sin bebidas, sin nada excepto estos festivales, Tom, nuestros festivales.

Tom recordó los festivales de los últimos años. El año en que rompieron todos los libros en la plaza y los quemaron y la gente estaba borracha y alegre. Y el festival de la ciencia del mes anterior cuando arrastraron el último automóvil y echaron suertes y todos los que ganaban tenían derecho a darle un mazazo al automóvil.

—¿Si recuerdo, Tom, si recuerdo? Cómo no recordarlo, si a mí me tocó hacer añicos el parabrisas, ¿oyes? ¡Y qué ruido maravilloso, oh Dios! ¡Crash!

Tom oyó cómo el vidrio caía en brillantes montones.

—Y Bill Henderson, a él le tocó romper el motor. Oh, hizo un buen trabajo, Bill es un hombre eficiente. ¡Bam! Pero lo mejor de todo —rememoró Grigsby— fue aquella vez que destruyeron una fábrica donde intentaban aún producir aeroplanos. Dios, cómo voló por el aire y qué felices nos sentimos. Y después descubrirnos esa fábrica de papel de diario y el depósito de municiones y volamos todo al mismo tiempo. ¿Entiendes, Tom?

Tom reflexionaba, perplejo.

—Creo que sí.

Era pleno mediodía. Ahora los olores de la ciudad en ruinas apestaban el aire caliente y unas cosas reptaban entre los edificios desmoronados.

—¿No volverá nunca, señor?

—¿Qué? ¿La civilización? Nadie la quiere. ¡No yo, al menos!

—Yo podría soportar una pequeña parte —dijo un hombre detrás de otro hombre—. Había algunas cosas hermosas.

—No se haga mala sangre —gritó Grigsby—. No hay ninguna posibilidad, además.

—Ah —dijo el hombre detrás de otro hombre—. Alguien aparecerá algún día, alguien con imaginación, y la reconstruirá. Recuerde lo que le digo. Alguien que tenga corazón.

—No —dijo Grigsby.

—Yo digo que sí. Alguien que tenga un alma para las cosas hermosas. Podría devolvernos una especie de civilización limitada, donde sería posible la paz.

—Lo primero que habrá será una guerra.

—Pero quizá la próxima vez sea distinto.

Habían llegado al fin a la plaza principal. Lejos, un hombre a caballo venía hacia el pueblo. Llevaba en la mano una hoja de papel. En el centro de la plaza estaba el área cercada por las cuerdas. Tom, Grigsby y los demás juntaban saliva y avanzaban, avanzaban preparados y listos, con los ojos muy abiertos. Tom sintió el corazón que le latía con fuerza, excitado, y la tierra caliente bajo los pies desnudos.

—Ahora, Tom, al vuelo.

Cuatro policías estaban de pie en las esquinas de la zona cercada, cuatro hombres con aros de cuerda amarilla en las muñecas, y que tenían autoridad sobre los otros. Estaban allí para evitar que arrojasen piedras.

—Así —dijo Grigsby a último momento— todo el mundo siente que tiene su oportunidad, ¿ves, Tom? Vamos, ahora.

Tom se detuvo frente al cuadro y lo miró largo rato.

—¡Tom, escupe!

El chico tenía la boca seca.

—¡Vamos, Tom! ¡Adelante!

—Pero —dijo Tom, lentamente— es tan hermosa.

—Vamos, ¡yo escupiré por ti!

Grigsby escupió y el proyectil voló a la luz del sol. La mujer del retrato sonreía a Tom serenamente, secretamente, y Tom la miraba con el corazón palpitante, y una especie de música en los oídos.

—Es hermosa —dijo.

—Vamos, adelante, antes que la policía…

—¡Atención!

Los hombres y las mujeres que le gritaban a Tom, porque no avanzaba, se volvieron hacia el jinete.

—¿Cómo la llaman, señor? —preguntó Tom, en voz baja.

—¿Al cuadro? Mona Lisa, Tom, creo. Sí, Mona Lisa.

—Atención, una proclama —dijo el jinete—. Las autoridades decretan que a partir del mediodía de hoy el retrato que está en la plaza será entregado a manos del pueblo, para que todos participen en la destrucción de…

Tom apenas tuvo tiempo de gritar antes que la multitud lo arrastrase, voceando y golpeando, hacia el retrato. Se oyó el rasguido de una tela. La policía escapó. La multitud aullaba ahora. Las manos de los hombres eran como pájaros hambrientos que picoteaban el retrato. Tom se sintió lanzado contra la tela rota. Tendió la mano, imitando ciegamente a los otros, tomó una punta de la tela pintada, tironeó, sintió que la tela cedía, y cayó, y rodó entre puntapiés. Ensangrentado, la ropa hecha jirones, vio a las viejas que masticaban trozos de tela, los hombres que destrozaban el marco, pateaban el cuadro y lo reducían a confetti.

Sólo Tom permanecía aparte, silencioso en el movimiento de la plaza. Se miró la mano, y apretó el trozo de tela contra el pecho.

—Eh, Tom, ¡aquí —gritó Grigsby.

Tom, sollozando, echó a correr. Corrió trepando y bajando por los cráteres de las bombas, y llegó a un campo, vadeó un arroyo, sin mirar atrás, con el puño apretado bajo la chaqueta.

Al atardecer cruzó la aldea. A las nueve llegó a la casa ruinosa de la granja. Del otro lado, en el silo, en la parte que aún se mantenía en pie, cubierta de lonas, oyó los ruidos del sueño, la familia, la madre, el padre y el hermano. Se escurrió por la puertita rápidamente, silenciosamente, y se tendió, jadeando.

—¿Tom? —preguntó la madre en la oscuridad.

—Sí.

—¿Dónde estuviste? —rezongó el padre—. Ya arreglaremos cuentas mañana.

Alguien le lanzó un puntapié a Tom. El hermano, que se había quedado trabajando la pequeña parcela de tierra.

—Duérmete —gritó la madre, débilmente.

Otro puntapié.

Tom, acostado, recobró el aliento. Tenía la mano contra el pecho, apretada, apretada. Se quedó así, en el silencio, inmóvil, media hora, con los ojos cerrados.

De pronto notó algo, y era una luz fría y blanca. La luna subía y el rectángulo de luz se movía en el silo y trepaba lentamente por el cuerpo de Tom. Entonces, sólo entonces, aflojó la mano. Lenta, cautelosamente, escuchando a los que dormían alrededor. Tom alzó la mano. Vaciló, contuvo el aliento, y entonces, poco a poco, abrió la mano y desarrugó el trozo diminuto de tela pintada.

Todo el mundo dormía a la luz de la luna.

Y allí, en la mano, estaba la Sonrisa.

La miró a la blanca lumbre del cielo de medianoche. Y pensó, una y otra vez, silenciosamente, la Sonrisa, la hermosa Sonrisa.

La veía aún una hora más tarde, aún después de plegarla y esconderla cuidadosamente. Cerró los ojos y la Sonrisa estaba allí en la oscuridad. Y seguía estando allí, cálida y dulce, cuando se durmió y el mundo calló y la luna navegó subiendo, y descendió por el cielo frío a la luz de la mañana.

Ray Bradbury, 1952


Publicado por Antonio F. Rodríguez.

miércoles, 7 de mayo de 2025

Esta cosa de tinieblas - Mar García Puig

Título: Esta cosa de tinieblas                                                                                              Autora: Mar García Puig

Páginas: 128

Editorial: Debate

Precio: 12,90 euros

Año de edición: 2025

Una noche, la autora está sola en su casa, leyendo tranquilamente en la cama cuando oye un pequeño ruido, apenas un susurro y se levanta a ver qué es. Puede haber sido un búho, quizás un grillo u otro animal, pero por más que se intenta tranquilizar, no lo consigue y el miedo se instala en su mente. Pero ese temor dura solo un segundo, lo que tarda en ser sustituido por el rechazo al lugar, tenebroso y oscuro, en desventaja, en el que toda una tradición de lugares comunes y metáforas han colocado a la mujer. Se ha dicho mil veces que es débil, miedica, comida por la flaqueza, pusilánime, necesitada de protección... Insultada e injuriada por los grandes maestros de la literatura universal, García Puig, una mujer, se rebela contra esos estereotipos y construye en este libro una reflexión sobre el poder de las metáforas. Porque las metáforas que escuchamos repetidamente acaban teniendo poder.

A lo largo de 22 capítulos, la autora despliega un ensayo entreverado de anécdotas vividas, de algunos viajes, de reflexiones y citas, que resulta cercano, ameno y eficaz. Todo un alegato que previene contra las metáforas, esos parásitos de los que está hecho el lenguaje, que lo enriquecen, pero que también lo cargan de sesgos y prejuicios que a menudo nos pasan desapercibidos. Aquí se nos explica que «pronunciamos una metáfora cada 25 palabras». Es decir, que en un discurso normal, soltamos una media de 6 metáforas por minuto. Metáforas que no solo forman parte y construyen el lenguaje, sino que conforman nuestro episteme, el conjunto de conocimientos, ideas y prejuicios que limitan y conforman el pensamiento de una época.

En fin, un ensayo apasionado y muy culto sobre esos dos ejes: el poder de las metáforas y su influencia en la situación de la mujer en la sociedad y en el mundo. En su desarrollo, se repasan tópicos y refranes de tono machista (como «De la mujer y el mar, poco hay que fiar»), se mencionan algunas metáforas y comparaciones tradicionalmente utilizadas, se citan ejemplos e ideas de Despentes, Dickens, Derrida, Dickinson ¿por qué empezarán todos por la letra d? y otros conocidos autores, se recuerdan historias de tinieblas y terror, como las caras de Bélmez, los programas de Giménez del Oso, el relato El papel pintado amarillo, los libros de Mariana Enríquez, y se recogen ideas muy curiosas y sugerentes, por ejemplo: «Es posible escribir la historia de una época a partir de los delirios de los pacientes ingresados en los manicomios» (Thomas Aitken), que al atravesar la línea agónica Colón pensó que la Tierra tenía forma de pecho femenino, que más del 60 % de la población asegura haber visto un fantasma alguna vez o que la mejor manera de enfrentarse a la enfermedad es despojarla de todas sus metáforas.

Un ensayo muy interesante, lleno de ideas que se abren en abanico, inteligente, lúcido y con la capacidad de relacionar los más variados materiales y discursos. Un libro diferente, poco habitual y, por eso mismo, muy valioso. Una lectura muy estimulante

Mar García Puig (Barcelona, 1977) es una escritora, editora y política española. Licenciada en Filología inglesa y máster en ciencia cognitiva y lenguaje, ha cursado estudios de posgrado en literatura y edición en la Universidad de Dublín y en la Universidad de Stanford. Ha trabajado como editora y forma parte de los círculos feministas de Podemos en Barcelona desde su formación. Ha sido diputada con En Comú Podem desde 2016 hasta 2023.

En diciembre del 2015, coincidiendo con el día que era nombrada miembro del Congreso de los Diputados, tuvo dos mellizos prematuros y sufrió una crisis perinatal que le llevó a indagar y profundizar en el binomio maternidad-salud mental. De ahí nació su primer libro, La historia de los vertebrados, muy bien recibido por crítica y público, con la que ganó varios premios. Éste es su segundo libro

Mar García Puig

Publicado por Antonio F. Rodríguez.