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Ray Bradbury |
La sonrisa
La cola se ordenó en la plaza del pueblo
a las cinco de la mañana, cuando los gallos cantaban en los lejanos campos
cercados y no había fuegos. En todas partes, entre los edificios ruinosos,
había, al principio, restos de bruma, pero ahora se disipaba ya, con la nueva
luz de las siete. Camino abajo, en parejas y tríos, se reunía cada vez más
gente para el día de mercado, el día del festival.
El niño estaba inmediatamente detrás de
dos hombres que hablaban en el aire claro, y las voces parecían más altas a
causa del frío. El niño saltaba sobre un pie y otro pie y se soplaba las manos
agrietadas y rojas, y observaba las ropas sucias de los hombres y la larga fila
de hombres y mujeres.
—Eh, chico, ¿qué haces levantado tan
temprano? —dijo el hombre que estaba detrás.
—Estoy en la cola —dijo el chico.
—¿Por qué no te haces humo, y dejas tu
sitio a alguien que sepa?
—No lo molestes al chico —dijo el hombre
que estaba adelante, volviéndose de pronto.
—Era una broma —El hombre de atrás puso
la mano sobre la cabeza del niño. El niño se apartó fríamente—. Sólo que me
pareció raro, un chico levantado tan temprano.
—Este chico entiende de arte, no lo
olvides —dijo el defensor del niño, un hombre llamado Grigsby—. ¿Cómo te
llamas, muchacho?
—Tom.
—Tom va a escupir como Dios manda,
¿verdad, Tom?
—¡Claro que sí!
La risa corrió por la fila.
Más adelante, un hombre vendía tazas
resquebrajadas de café caliente. Tom miró y vio la pequeña hoguera y el brebaje
que hervía en una olla oxidada. No era café en realidad. Lo hacían con unas
bayas de los prados, y lo vendían a un penique la taza, para calentar los
estómagos; pero no eran muchos los que compraban, no muchos tenían dinero.
Tom miró hacía el frente, hacia la
cabeza de la fila, más allá de una combada pared de piedra.
—Dicen que sonríe —comentó.
—Ay, y cómo sonríe —dijo Grigsby.
—Dicen que está hecha de aceite y tela.
—Cierto. Y por eso pienso que no es el
original. El original, he oído decir, fue pintado sobre madera hace mucho
tiempo.
—Dicen que tiene cuatro siglos.
—Tal vez más. Nadie sabe en verdad en
qué año estamos.
—¡2061!
—Sí, eso dicen, chico. Mienten. Podría
ser también el año 3000 o 5000. Durante un tiempo todo fue aquí muy confuso.
Sólo nos quedan restos y pedazos.
Arrastraron los pies sobre el empedrado
frío.
—¿Cuánto tendremos que esperar para
verla? —preguntó Tom, inquieto.
—Unos pocos minutos. La pondrán entre
cuatro postes de bronce y cordeles de terciopelo, todo para mantener alejada a
la gente. Y atención, Tom, piedras no; no permiten que le tiren piedras.
—Sí, señor.
El sol ascendía en el cielo, calentando
el aire, y los hombres se sacaron los abrigos sucios y los sombreros
grasientos.
—¿Por qué estamos todos aquí en fila?
—preguntó por último Tom—. ¿Por qué venimos a escupir?
Grigsby no se volvió, y examinó el sol.
—Bueno, Tom, hay muchas razones. —Buscó
distraídamente en un bolsillo desaparecido tiempo atrás un cigarrillo que no
estaba allí. Tom había visto ese movimiento un millón de veces—. Mira, Tom, es
el odio. El odio al pasado. Piensa, Tom. Las bombas, las ciudades destruidas,
los caminos como piezas de rompecabezas, los trigales radiactivos que brillan
de noche. ¿No crees que es algo tremendo?
—Sí, señor, creo que sí.
—Así es, Tom. Odias siempre lo que
golpea y te destruye. Es la naturaleza humana. Inconsciente, quizá, pero
naturaleza humana al fin.
—Odiamos casi todas las cosas —dijo Tom.
—¡Claro! Toda esa gentuza del pasado que
gobernaba el mundo. Y aquí estamos, un jueves por la mañana, con las tripas
pegadas a los huesos, muertos de frío, viviendo en cuevas y otros agujeros
semejantes, sin cigarrillos, sin bebidas, sin nada excepto estos festivales,
Tom, nuestros festivales.
Tom recordó los festivales de los
últimos años. El año en que rompieron todos los libros en la plaza y los
quemaron y la gente estaba borracha y alegre. Y el festival de la ciencia del
mes anterior cuando arrastraron el último automóvil y echaron suertes y todos
los que ganaban tenían derecho a darle un mazazo al automóvil.
—¿Si recuerdo, Tom, si recuerdo? Cómo no
recordarlo, si a mí me tocó hacer añicos el parabrisas, ¿oyes? ¡Y qué ruido
maravilloso, oh Dios! ¡Crash!
Tom oyó cómo el vidrio caía en
brillantes montones.
—Y Bill Henderson, a él le tocó romper
el motor. Oh, hizo un buen trabajo, Bill es un hombre eficiente. ¡Bam! Pero lo mejor de todo
—rememoró Grigsby— fue aquella vez que destruyeron una fábrica donde intentaban
aún producir aeroplanos. Dios, cómo voló por el aire y qué felices nos
sentimos. Y después descubrirnos esa fábrica de papel de diario y el depósito de
municiones y volamos todo al mismo tiempo. ¿Entiendes, Tom?
Tom reflexionaba, perplejo.
—Creo que sí.
Era pleno mediodía. Ahora los olores de
la ciudad en ruinas apestaban el aire caliente y unas cosas reptaban entre los
edificios desmoronados.
—¿No volverá nunca, señor?
—¿Qué? ¿La civilización? Nadie la
quiere. ¡No yo, al menos!
—Yo podría soportar una pequeña parte
—dijo un hombre detrás de otro hombre—. Había algunas cosas hermosas.
—No se haga mala sangre —gritó Grigsby—.
No hay ninguna posibilidad, además.
—Ah —dijo el hombre detrás de otro
hombre—. Alguien aparecerá algún día, alguien con imaginación, y la
reconstruirá. Recuerde lo que le digo. Alguien que tenga corazón.
—No —dijo Grigsby.
—Yo digo que sí. Alguien que tenga un
alma para las cosas hermosas. Podría devolvernos una especie de
civilización limitada,
donde sería posible la paz.
—Lo primero que habrá será una guerra.
—Pero quizá la próxima vez sea distinto.
Habían llegado al fin a la plaza
principal. Lejos, un hombre a caballo venía hacia el pueblo. Llevaba en la mano
una hoja de papel. En el centro de la plaza estaba el área cercada por las
cuerdas. Tom, Grigsby y los demás juntaban saliva y avanzaban, avanzaban
preparados y listos, con los ojos muy abiertos. Tom sintió el corazón que le
latía con fuerza, excitado, y la tierra caliente bajo los pies desnudos.
—Ahora, Tom, al vuelo.
Cuatro policías estaban de pie en las
esquinas de la zona cercada, cuatro hombres con aros de cuerda amarilla en las
muñecas, y que tenían autoridad sobre los otros. Estaban allí para evitar que
arrojasen piedras.
—Así —dijo Grigsby a último momento—
todo el mundo siente que tiene su oportunidad, ¿ves, Tom? Vamos, ahora.
Tom se detuvo frente al cuadro y lo miró
largo rato.
—¡Tom, escupe!
El chico tenía la boca seca.
—¡Vamos, Tom! ¡Adelante!
—Pero —dijo Tom, lentamente— es
tan hermosa.
—Vamos, ¡yo escupiré por ti!
Grigsby escupió y el proyectil voló a la
luz del sol. La mujer del retrato sonreía a Tom serenamente, secretamente, y
Tom la miraba con el corazón palpitante, y una especie de música en los oídos.
—Es hermosa —dijo.
—Vamos, adelante, antes que la policía…
—¡Atención!
Los hombres y las mujeres que le
gritaban a Tom, porque no avanzaba, se volvieron hacia el jinete.
—¿Cómo la llaman, señor? —preguntó Tom,
en voz baja.
—¿Al cuadro? Mona Lisa, Tom, creo.
Sí, Mona Lisa.
—Atención, una proclama —dijo el
jinete—. Las autoridades decretan que a partir del mediodía de hoy el retrato
que está en la plaza será entregado a manos del pueblo, para que todos
participen en la destrucción de…
Tom apenas tuvo tiempo de gritar antes
que la multitud lo arrastrase, voceando y golpeando, hacia el retrato. Se oyó
el rasguido de una tela. La policía escapó. La multitud aullaba ahora. Las
manos de los hombres eran como pájaros hambrientos que picoteaban el retrato.
Tom se sintió lanzado contra la tela rota. Tendió la mano, imitando ciegamente
a los otros, tomó una punta de la tela pintada, tironeó, sintió que la tela
cedía, y cayó, y rodó entre puntapiés. Ensangrentado, la ropa hecha jirones,
vio a las viejas que masticaban trozos de tela, los hombres que destrozaban el
marco, pateaban el cuadro y lo reducían a confetti.
Sólo Tom permanecía aparte, silencioso
en el movimiento de la plaza. Se miró la mano, y apretó el trozo de tela contra
el pecho.
—Eh, Tom, ¡aquí —gritó Grigsby.
Tom, sollozando, echó a correr. Corrió
trepando y bajando por los cráteres de las bombas, y llegó a un campo, vadeó un
arroyo, sin mirar atrás, con el puño apretado bajo la chaqueta.
Al atardecer cruzó la aldea. A las nueve
llegó a la casa ruinosa de la granja. Del otro lado, en el silo, en la parte
que aún se mantenía en pie, cubierta de lonas, oyó los ruidos del sueño, la
familia, la madre, el padre y el hermano. Se escurrió por la puertita
rápidamente, silenciosamente, y se tendió, jadeando.
—¿Tom? —preguntó la madre en la
oscuridad.
—Sí.
—¿Dónde estuviste? —rezongó el padre—.
Ya arreglaremos cuentas mañana.
Alguien le lanzó un puntapié a Tom. El
hermano, que se había quedado trabajando la pequeña parcela de tierra.
—Duérmete —gritó la madre, débilmente.
Otro puntapié.
Tom, acostado, recobró el aliento. Tenía
la mano contra el pecho, apretada, apretada. Se quedó así, en el silencio,
inmóvil, media hora, con los ojos cerrados.
De pronto notó algo, y era una luz fría
y blanca. La luna subía y el rectángulo de luz se movía en el silo y trepaba
lentamente por el cuerpo de Tom. Entonces, sólo entonces, aflojó la mano.
Lenta, cautelosamente, escuchando a los que dormían alrededor. Tom alzó la
mano. Vaciló, contuvo el aliento, y entonces, poco a poco, abrió la mano y
desarrugó el trozo diminuto de tela pintada.
Todo el mundo dormía a la luz de la
luna.
Y allí, en la mano, estaba la Sonrisa.
La miró a la blanca lumbre del cielo de
medianoche. Y pensó, una y otra vez, silenciosamente, la Sonrisa, la hermosa Sonrisa.
La veía aún una hora más tarde, aún
después de plegarla y esconderla cuidadosamente. Cerró los ojos y la Sonrisa
estaba allí en la oscuridad. Y seguía estando allí, cálida y dulce, cuando se
durmió y el mundo calló y la luna navegó subiendo, y descendió por el cielo
frío a la luz de la mañana.
Ray Bradbury, 1952
Publicado por Antonio F. Rodríguez.