domingo, 13 de septiembre de 2020

Amantes fieles - Margaret Drabble

 


Amantes fieles

Tuvo que haber un momento en que decidió bajar por esa calle, doblar la esquina y entrar en el café. Porque hasta entonces iba caminando de manera distraída, inocente, sin ningún recuerdo o asociación mental, salvo la sutilísima sombra de un pasado remoto, pero, de repente, en cuestión de diez metros, decidió que iría a ese lugar donde solían almorzar juntos una vez cada dos semanas más o menos, durante aquel año largo y precioso. Era el tipo de sitio donde no se toparían jamás con un conocido. Al mismo tiempo, no resultaba un lugar sospechoso, pues no distaba mucho de Holborn, donde ambos tenían buenos motivos para acudir de cuando en cuando. Allí se sentían seguros —todo lo seguros que podían sentirse—, y al mismo tiempo tranquilos por no tener que recurrir a precauciones grotescas.

Y ahora, después de tanto tiempo, pasados tres años, allí estaba, otra vez a la hora del almuerzo. Tenía hambre. «Esto no tiene nada de raro —se dijo—. Daba la casualidad de que pasaba por aquí y, como era la hora de almorzar, me he acordado de este sitio. Además, no hay más cafeterías en un radio de cinco minutos andando». Y ya había caminado bastante, pensó: desde la estación de metro de Old Street al laboratorio donde le habían fabricado el diente nuevo. Se pasó la lengua por el flamante incisivo, para tranquilizarse, un poco avergonzada por el inmenso alivio que sentía al verse otra vez presentable, y no desfigurada por ese hueco humillante. Siempre había querido ser una de esas personas que prestan poca atención a su aspecto, y por eso le afectaban tanto los accidentes que la ponían cara a cara con su vanidad: una espinilla inconveniente, una mancha en la mejilla que, en realidad, pasa desapercibida o un señor catarro. Y aquel diente perdido había sido una especie de precedente de ese tipo de incidentes desde que se lo saltaron de un golpe, de niña, en el colegio. A la sazón, su dentista le hizo un puente de lo más discreto y sofisticado, pero hacía dos noches, al volver de una fiesta, se cayó al suelo y se le rompió. Había llamado a su dentista por la mañana, y este le prometió proporcionarle un puente temporal que le durase hasta que pudiera hacerle uno nuevo. Cuando el dentista le dio la dirección a la que tenía que ir a recoger el puente, un vago recuerdo acudió a su mente. Siguió dándole explicaciones, servicial, aunque algo irritable. «Entonces ¿se ha quedado con el sitio, señora Harvey? Número 82 de St. Luke’s Street. Llega a la estación de metro de Old Street, luego gira a la derecha…» También le pidió que le diera las gracias al hombre del laboratorio, habida cuenta de la urgencia del caso y el breve plazo que se le había dado. Y, en efecto, ella le dio las gracias al hombre que, diez minutos antes, le había entregado su diente.

Luego salió y empezó a caminar por aquella calle. Y cuando se detuvo en la puerta del café, supo que había estado pensando en él y en ese año todo el tiempo. Le resultaba imposible sacárselo de la cabeza entre tantos elementos e imágenes familiares. Allí se habían besado dentro del coche, y allí mantuvieron conversaciones interminables sobre la imposibilidad de sus besos. Allí se habían quedado junto a esa farola, paralizados, incapaces de moverse. El suelo aún parecía tener impresas las huellas de sus pies. Y, sin embargo, todo había sucedido hacía muchísimo tiempo, y ya estaba completamente masacrado y podrido. Aquello llevaba ya dos años sin importarle, y del sufrimiento había pasado aún más tiempo.

Estaba contenta, ocupada, y volvía a tener su diente: todo bajo control. De alguna forma, casi le alegraba volver ahí, descubrir hasta qué punto todo había muerto. No vio su fantasma allí. Un año después de su separación aún lo veía en cada esquina, en cada coche que pasaba, en las formas de cabezas y manos y movimientos, pero ahora ya no se lo encontraba en ningún sitio, ni siquiera en ese local. Y, durante todo ese tiempo, en el que ella creía verlo por doquier, también imaginaba que él la recordaba. Esos fantasmas falsos habían sido, en cierto modo, las sombras proyectadas del amor de él, pero ahora sabía con certeza que ambos se habían olvidado.

Abrió la puerta y entró. Todo seguía igual. Se dirigió a su rincón predilecto del local, lejos de la puerta y la ventana, y ocupó la mesa de la esquina, donde se sentaban siempre que podían, ella de espaldas a la puerta. Se sentó ahí y examinó la mesa de formica roja, sus vinagreras con azucarero, sal, pimienta, mostaza y kétchup, y el cenicero. Luego levantó la mirada hacia el techo amarillo oscuro, con su curioso e inútil enrejado del que colgaban limones y plátanos de plástico, y después contempló la pared empapelada con un diseño floreado extraño, elegante y sucio. Precisamente en la pared descubrió el único elemento que había cambiado en la decoración del local. Se trataba de un calendario, un regalo de un taller mecánico, abierto por una página ilustrada con una cabaña alpina recortándose contra unas montañas nevadas, a pesar de que correspondía al mes de mayo. En su época, el calendario que contemplaron a lo largo de tres estaciones era el de una marca de zumos. Recordó la angustia con la que veía sus hojas pasar, aún más implacables que esas hojas aciagas que caen de los árboles de verdad, y recordó también que en el momento de su separación el calendario mostraba una fotografía horrible de una pareja de ancianos sentados junto a su puerta cubierta de hiedra en el jardín de una casa rural en una tarde de otoño.

Ambos se habían dado ultimátums despiadados, uno detrás de otro. Y ella escogió desde lo más hondo de su alma el mes, y el día de ese mes, y dijo: «Mira, el 23, ya está. Y esta vez va en serio». Se preguntó cómo había podido saber él que esa vez iba en serio, porque lo cierto es que le tomó la palabra. Fue la primera vez que ella no cedió y él no insistió. En cambio, en cada una de las ocasiones anteriores en las que se habían separado para siempre, una llamada de teléfono bastó para reunirlos de nuevo. Siempre que lo dejaba, se sentaba después junto al teléfono mordiéndose las uñas y esperando a que sonase. Pero aquella vez no sonó.

El menú, cuando se lo llevaron, no había cambiado mucho. Aunque nunca supo por qué se molestaba en leer las cartas de los cafés, pues siempre almorzaba lo mismo: una tortilla de queso con patatas fritas. Así que pidió la comida y se recostó en su asiento, a la espera. Como cuando se quedaba sola en un lugar público solía ponerse a leer, también en ese momento, por pura costumbre, apoyó un libro contra el azucarero y lo abrió. Pero no miraba las palabras. A decir verdad, tampoco estaba completamente sumida en el pasado, pues una ligera y agradable inquietud sobre el evento de esa noche acaparaba la mayor parte de su atención. Se preguntaba si se había preparado lo bastante bien su intervención sobre decoración de interiores para el programa de debate en el que le habían pedido que participase, y si David Rathbone, el productor, le ofrecería acompañarla en coche a su casa, y si iría bien peinada. Pero, sobre todo, se preguntaba si debería ponerse la falda gris. No estaba del todo segura, pues le parecía recordar que le quedaba un pelín apretada: si no, sería la elección perfecta, porque sabía que le sentaba de maravilla. Luego se dijo: «El mero hecho de que me esté preocupando por eso quiere decir que sí me queda apretada… De lo contrario, la posibilidad no se me habría pasado por la cabeza, ¿no?». Y entonces lo vio.

Lo más impactante fue la forma en que se percataron el uno de la presencia del otro: al mismo tiempo, sin tener la posibilidad de girarse o intentar dominar la conmoción de algún modo. Cuando sus ojos se encontraron, los dos dieron un respingo, abandonando toda esperanza de disimular.

—¡Madre mía! —dijo él tras un segundo, y se quedó de pie a su lado, mirándola.

Ella, sentada, estaba tan desconcertada, con su libro apoyado en el azucarero y la cabeza llena de faldas y de dientes postizos, que se apresuró a decir, arruinando lo que, a fin de cuentas, podría haber sido un momento profundo:

—¡Dios santo! En fin, ya que estás aquí, siéntate… —Y le hizo un hueco en el banco de madera, cerrando el libro de golpe y apartando los ojos confusos, incapaces de mirarlo a la cara.

Él se sentó a su lado y dijo, con total confianza, como si se sintiese perfectamente cómodo con ella a pesar de los muchos años de silencio:

—¡Dios santo, Viola, cariño mío, qué terrible, terrible sorpresa…! No sé si lograré recuperarme de esto alguna vez.

—Hombre, no sé, Kenneth… —dijo ella, como si acabase de darse cuenta de lo que en realidad estaba sucediendo—. Uno se suele recuperar de este tipo de cosas bastante rápido. De hecho, yo ya me voy encontrando mejor, ¿acaso tú no?

—Bueno, sí, supongo que sí —respondió él—. Estoy algo mejor ahora que me he sentado. Cuando te vi pensé que me iba a caer redondo al suelo. ¿No has sentido tú una especie de ligero temblor?

—Es difícil distinguirlo —dijo ella— estando sentada. No es una comparación justa, ni siquiera para los temblores.

—No —convino él—, no.

Se quedaron en silencio un par de segundos, y luego ella dijo, con suma discreción y tacto, ofreciéndole la primera señal generosa de que pretendía retirarse:

—Supongo que lo que es raro de verdad es que no nos hayamos cruzado antes.

—¿Habías vuelto aquí alguna vez antes de hoy? —preguntó él.

—No, nunca —respondió ella—. ¿Y tú?

—Sí —dijo él—. He vuelto, sí. Y si tú lo hubieses hecho, quizá me habrías visto. He vuelto a buscarte.

—Mentira —dijo ella al punto, exultante, mirándolo a la cara por primera vez desde que se había sentado a su lado y apartando luego la mirada ipso facto, aterrada ante la peligrosa cercanía de su cabeza.

—No es mentira —dijo él—. Volví y te busqué. Estaba seguro de que, tarde o temprano, vendrías.

—Es una gran mentira —dijo ella—, como todas tus mentiras. Una mentira de esas que no se pueden rebatir. A menos que sí hubiese estado aquí, buscándote, y simplemente no quisiera admitirlo.

—Pero no volviste nunca —dijo él con convicción—. Yo volví, pero tú no. No tenías fe, ¿verdad, cariño mío?

—¿Que no tenía fe?

—Me olvidaste más rápido de lo que yo te olvidé a ti, ¿a que sí? ¿Cuánto tiempo te acordaste de mí?

—Bueno, es difícil de decir… —respondió ella—. A fin de cuentas, existen distintos grados de recuerdo.

—¡Dímelo! —le pidió él—. ¿Qué tendría de malo que me lo dijeras ahora?

Se movió ligeramente en el banco, alejándose de él, pero también poniéndose cómoda y adoptando una pose de confianza, pues llevaba años esperando decírselo.

—Sufrí muchísimo —dijo ella—. Muchísimo, de verdad… Es lo que querías oír, ¿no?

—Por supuesto —reconoció él.

—Ah, pues sufrí lo que no está escrito —continuó ella—. Me pasé semanas enteras llorando sin parar. Al menos un mes. Y cuando sonaba el teléfono, me sobresaltaba, daba un respingo, como una idiota, como si me hubiesen pegado un tiro. Era patético, ridículo… Cada vez que respondía y no eras tú me quedaba escuchando como una tonta, y la otra persona hablaba y hablaba, y a veces yo contestaba sí o no, esperando a que colgase. Y cuando al fin colgaban, me quedaba ahí sentaba y me echaba a llorar. ¿Es eso lo que quieres que diga?

—Quería oírlo —dijo él—, pero no puede ser, no puede ser verdad.

—Es tan verdad como que tú volviste aquí para buscarme —dijo ella.

—Pero es que volví.

—Y yo lloré.

—¿Intentaste llamarme alguna vez? —preguntó él, incapaz de resistirse.

—¡No! —respondió ella con cierto orgullo—. No, ni una vez. Dije que no lo haría, y no lo hice.

—Yo te llamé, una vez —dijo él.

—No es verdad —dijo ella, y en ese instante cayó en la cuenta de que le temblaban las rodillas bajo la mesa.

—Sí —dijo él—. Fue hace poco más de un año. Acabábamos de volver de una fiesta, serían las tres de la mañana, y te llamé.

—¡Dios santo —dijo ella—, Dios…! Es verdad, no estás mintiendo, ¡me acuerdo bien! Oliver fue a responder, y volvió diciendo que habían colgado. Pero yo pensé inmediatamente en ti. ¡Ay, cariño mío, no te puedes imaginar cuánto tuve que controlarme para no llamarte, cómo me sentaba junto al teléfono y levantaba el auricular y marcaba las primeras cifras de tu número, y luego me detenía! ¿No crees que hice bien?

—¡Ay! —se lamentó él—, si supieras las ganas que tenía de llamarte…

—Una vez te escribí —dijo ella—, aunque no encontré el valor para enviar la carta. Pero te diré lo que hice: cogí la máquina de escribir y puse tu dirección en un sobre, metí una de las circulares de ese absurdo club de poesía al que voy y te la envié, con la esperanza de que quizá te hiciera pensar, aunque fuese solo de pasada, en mí. Me gustaba la idea de que algo salido de mi casa llegase a la tuya. Aunque a lo mejor ella la tiró a la basura antes de que la recibieses siquiera.

—Me acuerdo de esa carta —dijo él—. Pensé en ti, pero no creí que la hubieses enviado tú porque el matasellos era de Croydon.

—Ah… —dijo ella con un hilo de voz—. ¡Es verdad! Dios mío, resulta inquietante pensar lo fieles que hemos sido los dos.

—¿Acaso esperabas lo contrario? Ambos juramos que lo seríamos. Ah, mira, cariño mío, aquí llega tu almuerzo. ¿Aún comes tortilla de queso todos los días? A eso sí que lo llamo yo una regularidad inquietante. Y yo ni siquiera he pedido. ¿Qué te parece una musaka? Solía gustarme… Estaba bastante buena, a su repugnante manera. Una musaka, por favor.

Tras el primer bocado de tortilla, ella dejó el tenedor y dijo, pensativa:

—Creo, al menos es mi opinión, que aquello fue del todo innecesario. A lo que me refiero es que Oliver no sospechaba nada en absoluto. Y me parece increíble, si pensamos en lo descuidados que en realidad éramos. Podríamos haber seguido viéndonos para siempre, y nunca se habría enterado. Estaba demasiado preocupado con sus propios asuntos.

—Todas esas amenazas continuas de ruptura —dijo él—, de separación, fueron una auténtica lástima, ¿sabes? Ahora que lo recuerdo, me siento fatal. ¿Tú no?

—¿Qué quieres decir con lo de que te sientes fatal?

—Creo que deberíamos haber sido capaces de hacerlo mejor. Aunque, pensándolo bien, eras tú la que solía amenazarme. Cada vez que te veía decías que era la última. ¡Cada vez! Y llegamos a vernos seis días a la semana a lo largo de un año. No puede ser que cada una de esas veces lo dijeras en serio.

—Lo decía en serio —dijo ella—… ¡cada vez! Tenía que ser así, porque al final lo hice, ¿no?

—Lo hicimos, querrás decir —dijo él—. No podrías haberlo logrado sin mi ayuda: si te hubiese llamado, si te hubiese escrito, habríamos vuelto a empezar.

—¿De verdad lo crees? —dijo ella con un tono triste en el que no había ni pizca de malicia ni de recriminación—. Sí, supongo que llevas razón. Hacen falta dos personas para separarse, al igual que hacen falta dos personas para amar.

—Fue una lástima —dijo él— que nos obligásemos a vivir bajo esa amenaza perpetua.

—Sí —dijo ella—, pero recuerda lo bonito que era, terriblemente bonito, cuando uno de los dos cedía. Siempre había uno que decía: «No voy a volver a verte… Bueno, nos vemos mañana donde siempre a la una y media». Era precioso.

—Precioso, pero de lo más retorcido —dijo él.

—Ah, aquella sensación… —dijo ella—, aquella sensación de derrota. Siempre me encantó, cada vez que me tocabas, cada vez que te veía… Y estaba convencida, convencidísima, de que tú sentías lo mismo que yo. ¡Dios, nos parecíamos tanto…! Y pensar que la primera vez que te vi no se me ocurría nada que decirte. Creí que eras de otro mundo, que no teníamos absolutamente nada en común, nada excepto, bueno, excepto lo que tú ya sabes… Incluso ahora, me da hasta miedo mencionarlo. ¡Ay, cariño, qué desastre que nos pareciésemos tanto!

—Pero en cierto modo me gustó —intervino él— que lo «dejásemos» juntos. Era mejor que dejarte y, por supuesto, mejor que el hecho de que tú me abandonaras.

—Sí, pero también lo volvía más grave, e incluso incurable —dijo ella. Ante la nueva amenaza de silencio, siguió hablando rápidamente—: Pero, en fin, cuéntame qué te trae por aquí. Me refiero a que uno ha de tener un motivo para venir a un sitio como este.

—Te lo acabo de decir —respondió él—: estaba buscándote.

—Eres un auténtico mentiroso —dijo ella, sonriendo, sorprendida de que, incluso en aquellos momentos, conservase la capacidad de divertirse. De hecho, no pudo evitar sonreír.

—Y tú, ¿qué estás haciendo aquí?

—Ah, yo tengo una razón perfectamente válida —respondió ella—. ¿Recuerdas lo de mi diente postizo? El caso es que ayer por la mañana me lo rompí, y esta noche participo en un programa de televisión, así que fui a mi dentista a que me hiciese un puente temporal, y he tenido que venir al laboratorio a recogerlo.

—¿Te lo han puesto?

—Mira —dijo ella, girándose hacia él, sonriendo, levantando el labio superior.

—Ya veo… Sí. Supongo que es bastante convincente —dijo él.

—Aún no me has contado qué haces tú aquí de verdad —dijo ella—. Apuesto a que no tienes un motivo tan válido como el mío. El mío, tú mismo lo has dicho, es del todo convincente… Es decir, por esta zona, ¿dónde podía ir a almorzar? Me parece que mi motivo es una coartada perfecta que me deja libre de cualquier tipo de sospecha, ¿no?

—¿De cualquier tipo de sospecha sentimental?

—A eso me refiero, sí.

Él se lo pensó un momento y luego dijo:

—Tenía que reunirme con un hombre para que me hiciera la declaración de la renta. Mira, aquí está su dirección. —Sacó un sobre del bolsillo y se lo enseñó.

—¡Ah! —exclamó ella.

—Y he venido aquí a propósito. Para pensar en ti. Podría haber almorzado en un montón de sitios entre London Wall y esta calle.

—No viniste aquí por mí, sino porque es el único sitio que se te ocurrió.

—Viene a ser lo mismo.

—Pues no lo es, no —dijo ella con firmeza. Sintió crecer en su interior esa ilusión familiar de control que creaba, como de costumbre, concentrándose en banalidades. Pensó entonces que sus conversaciones siempre habían seguido el patrón de sus ritmos en la cama, y que esa disputa inútil era como aquellos gestos frívolos de aplazamiento, cuando ella se giraba y él se quedaba tumbado, inmóvil, con los ojos clavados en el techo, sin atreverse a tocarla, limitándose a posponer lo inevitable. Reflexionando sobre eso, y capaz de vivir esta vez en dicho aplazamiento, pues ahora no tenía ante sí ningún final inevitable, dijo, comiéndose su última patata frita—: ¿Y cómo están tus hijos?

—Están bien —respondió él—. Saul sacó nota para entrar en el instituto que queríamos, y estamos muy contentos. ¿Y los tuyos?

—¡Ah, también están bien! Últimamente he pasado unas noches terribles con Laura. La verdad es que creía que, con cinco años, ya habíamos dejado atrás todo eso, pero insiste en que no puede dormir y tiene unas pesadillas horrorosas, así que se ha pasado en mi cama todas las noches de las últimas dos semanas. Y, claro, estoy agotada. Luego, por la mañana, ella se levanta tan contenta y punto. Lo cierto es que no se mueve ni pega patadas, pero yo ya no soy capaz de dormir acompañada.

—¿Qué opina Oliver del asunto? —preguntó él.

Y ella respondió, sin pensárselo:

—Ah, ya no duermo con Oliver… —Y mientras lo decía se preguntó cómo había podido cometer un error así, y se preguntó cómo salir de ahí. Pero, felizmente, justo en ese momento llegó la musaka, con lo que el tema se cortó de inmediato. No obstante, al final lamentó haber cortado la conversación. Pensó que a lo mejor no sería tan malo decir la pura verdad: que no había dormido con nadie desde la última vez que durmió con él, que llevaba tres años durmiendo sola y que se sentía preparada para dormir sola el resto de su vida. Sin embargo, no tenía del todo claro que él quisiera oír eso, y sabía que de un comentario así no podría retractarse, así que no dijo nada.

—Tiene buena pinta —dijo él, mirando fijamente su musaka. Se llevó el tenedor a la boca y empezó a masticar; luego lo apoyó y dijo—: ¡Madre mía, madre mía, qué experiencia más proustiana! No me lo puedo creer… No me creo que esté sentado aquí contigo. Esto sabe a ti. ¡Dios, me recuerda tanto a ti! Estás guapísima, estás preciosa, cariño mío… Dios, cuánto te he querido. Me crees si te digo que te quería con toda mi alma ¿verdad?

—No he dormido con nadie —se limitó a responder ella— desde la última vez que dormí contigo.

—Ay, cariño… —dijo él.

Y ella se sintió flaquear y suspiró, a la deriva, atrapada en esa vorágine fatídica. Eran como Paolo y Francesca en el infierno, indefensos en la caída entrelazada de todos los auténticos amantes, sumisos. Casi podría decirse que aquellos tres años de soledad no habían sido más que una pausa, más que una respiración profunda antes de ese reconocimiento final de la naturaleza, la perdición y el destino. Y entonces se giró hacia él y le dijo:

—¡Ay, cariño mío, te quiero! ¿Qué le voy a hacer? Te quiero con toda mi alma.

Y él, suspirando como ella, dijo:

—Te quiero, te he querido siempre, te deseo…

Y, ya con las caras tan cerca que apenas tuvieron que moverse, se besaron.

Como muchos románticos, se habían acostumbrado a confabular con el destino, recordando los nombres de los restaurantes y de las calles por las que antaño pasearon como amantes. Quienes olvidan, olvidan, le diría él más adelante; y quienes no olvidan, volverán a encontrarse.

Margaret Drabble (1968)

Publicado por Antonio F. Rodríguez.

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