lunes, 18 de octubre de 2021

El quimérico inquilino - Roland Topor

  

Título: El quimérico inquilino                                                                                              Autor: Roland Topor

Páginas: 224

Editorial: Valdemar

Precio: 9 euros

Año de edición: 2018

He aquí una historia banal que termina en una pesadilla de la que es imposible escapar. Imagínense a un señor corriente que busca apartamento en París. Lo encuentra. Lo alquila. Empieza a vivir en él. El nuevo inquilino es de carácter apocado y asustadizo. En ese apartamento, viejo e inquietante, los vecinos, los ruidos, los rumores, el recuerdo de la antigua inquilina, una suicida, van convirtiendo en una turbadora locura la existencia del cada vez más aterrado inquilino. 

Pues bien, este es, grosso modo, el argumento de la novela de Roland Topor «El quimérico inquilino» (1964). Topor (París, 1938-1997), francés de origen judeopolaco, fue un creador singular: dibujante y pintor de reconocida calidad, actor ocasional, guionista, director, escenógrafo, fundador en 1962 con Alejandro Jodorowsky y Fernando Arrabal del grupo surrealista «Pánico», miembro del colegio de patafísica, además de un nada desdeñable escritor, cuya obra, excéntrica, de matices surrealistas e impregnada de humor negro, se sigue leyendo con interés. 

Esta novela es admirable. Por varias razones. La primera, su título, verdaderamente logrado y atrayente. Hay libros que ya interesan por esta simple razón: aciertan con el título. Pero hay más. La sencillez y perfección de la novela es otro punto a su favor. Todo encaja de manera excelente en tres partes bien definidas. No queda ningún cabo suelto. Es la exactitud lógica del absurdo, que viene de Kafka, Beckett, etc. En una palabra: Topor sabe contar una historia de horror en un contexto contemporáneo, sin forzar en ningún momento la progresión de su protagonista hacia el abismo. 

Todo es sombrío en esta novela. Las casas, las calles, las personas, están pintadas de gris. El inquilino Trelkovsky es un hombre solitario que tiene miedo. Incluso antes de que pase nada digno de mención, siente que las miradas ajenas se posan sobre él. Eso le estremece. Dominado por esta obsesión, se esfuerza en adoptar un comportamiento extremadamente amable, discreto y conciliador. Es la corrección misma. Teme molestar a los demás. Aunque los demás le molesten a él, se aguanta, calla, y procura esfumarse, desparecer, huir. Trelkovsky es como una mota de polvo que brilla un instante para ser engullida por la oscuridad. Tanta vana precaución convierte a Trelkovsky en un ser ridículo. No está seguro de nada. Duda hasta de sí mismo. Todo le altera. Todo le asusta. En cada rincón, acecha una amenaza. Se tambalea en los límites de la cordura.  

Tiene una particular fijación por la muerte de Simone, la anterior inquilina, que se tiró por la ventana. Le da vueltas al asunto, la visita en el hospital, moribunda, acude a su funeral. Se imagina las sordas paletadas de tierra sobre el ataúd, la lenta descomposición del cadáver. Trelkovsky escapa horrorizado de la iglesia, fría y oscura como una tumba. Este momento, macabro y cómico, es como una premonición. Al principio, el inquilino sigue llevando una vida normal, apagada y sin alegría. No obstante, duerme cada vez peor, suda, se revuelve en la cama, tiene pesadillas, y observa por la ventana el patio sórdido del edificio de apartamentos. El comportamiento de sus vecinos es cada vez más raro. Trelkovsky observa, pero se siente asimismo observado. Advierte que lo vigilan. Una serie de pequeños incidentes sin importancia le desequilibran. Se cree objeto de acoso, de irrisión. Piensa en la posibilidad de que todos los que le rodean, incluso los vecinos más amables y serviciales, quieran terminar con él, como terminaron seguramente con la otra inquilina, la que se mató.

Y llega la caída al vacío. La culminación de la novela es una pesadilla que no puede desvelarse. Hay dos posibilidades: puede ser una original historia fantástica; también, la desintegración mental de un pobre hombre aislado que sufre de manía persecutoria. Esta ambigüedad, lejos de aminorar el horror de la novela, lo incrementa. De los vecinos o de dentro de uno mismo, irrumpe el espanto. Este es un gran logro de Topor. La identidad del protagonista está en juego. En principio, un hombre de la insignificancia de Trelkovsky debería sin más desaparecer. Sin embargo, decide dar la batalla contra sus enemigos de descansillo. Echándoles en cara su crueldad y sus mentiras. Demuestra que sabe pelear. Si el infierno son los otros, Trelkovsky se va de cabeza al infierno. 

Lograda y extraña, esta novela se ha convertido merecidamente en un clásico para los aficionados al horror. Es sencilla y sutil. Muy triste, y a la vez de un humor bufonesco típico del teatro del absurdo. Es la tristeza de los payasos, que aúllan de pena. Con un protagonista memorable que, a fuerza de no querer ser absolutamente nada, experimentará una aventura escandalosa y delirante. El excesivo cuidado de no molestar a los demás puede tener como consecuencia perversa que todos te molesten a ti. En este caso, solo cabe la rebelión por locura o desesperación.  

«El quimérico inquilino» fue adaptada al cine por Roman Polanski en 1976. El director polaco se reservó además el papel protagonista. Tanto su interpretación como la película son sensacionales. No se la pierdan. Y tampoco la novela de Topor, que se lee en un suspiro. 

Roland Topor

Publicado por Alberto.

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