Título: Reflexiones sobre la Revolución en Francia Autor: Edmund Burke
Páginas: 400 pág.
Editorial: Alianza
Precio: 15,95 euros
Año de edición: 2016
Cuando el 14 de julio de 1789 el pueblo de París asaltó la prisión real de la Bastilla, no sabía que comenzaba el mundo contemporáneo. Los muros del Antiguo Régimen se vinieron abajo con estrépito. Entre los fragores de la lucha nació la democracia. La Revolución Francesa significó la presencia del pueblo en armas. La burguesía ascendió al poder. Su era se prolongó a lo largo de todo el siglo XIX. Un nuevo lenguaje político compuesto por términos como derechos del hombre, parlamento, constitución o sufragio sustituyó al viejo absolutismo por la gracia de Dios. Detrás de las pelucas burguesas, acechaba el gorro frigio de los sans-culottes, el pueblo parisino, los de abajo, los que no tenían nada que perder y todo que ganar. La gran trilogía revolucionaria de libertad, igualdad y fraternidad aterraba a los conservadores. La revolución servía de ejemplo a otros países. Amenazaba con extenderse. Rápidamente llovieron las críticas contra los sucesos inconcebibles de Francia.
Una de las primeras y más inteligentes críticas contra la Revolución Francesa vino de Inglaterra. En la isla funcionaba un modelo de monarquía parlamentaria desde la Revolución Gloriosa de 1688. No había absolutismo. Estaba comenzando la Revolución Industrial. Inglaterra era distinta al continente. Tenía un sistema de gobierno estable. Nacían los partidos políticos. El poder real estaba limitado por el parlamento. Existía desde 1689 una declaración de derechos que defendía al súbdito inglés frente a los abusos del poder. En Inglaterra estaba sólidamente asentada una tradición política contraria al despotismo. Muchos ingleses liberales simpatizaban con la Revolución Francesa. La consideraban un avance hacia un modelo parecido al suyo. Luis XVI era ahora un monarca constitucional, al igual que el británico.
Hubo, sin embargo, un liberal que desde el principio no quiso saber nada de la Revolución Francesa. Que la consideró viciada de raíz. Contraria a la tradición inglesa. Peligrosa. Este hombre se llamaba Edmund Burke. Era político e intelectual. Diputado whig en la Cámara de los Comunes. Su clásico libro «Reflexiones sobre la Revolución en Francia» se publicó tempranamente, en 1790.
Burke se esfuerza en separar el cataclismo de Francia de su venerado modelo inglés de monarquía limitada. En Francia, dice, ha estallado una revolución total que no conoce límites, ya que rechaza el pasado, con su lenta acumulación de siglos de experiencia, en nombre de un racionalismo abstracto que pretende construir algo totalmente nuevo sin respetar la historia. Los revolucionarios franceses han tomado por asalto su propio país. Han eliminado la propiedad de nobleza y clero. No respetan los estamentos tradicionales. El populacho toma las calles. Los reyes franceses son violentados como si fueran criminales. En Francia la tiranía absolutista es sustituida por una tiranía democrática que encubre los intereses de una clase política e intelectual sin escrúpulos y ávida de poder («teólogos de la política», según Burke). El barullo revolucionario, pronostica, acabará en un golpe de mano militar y el poder de un hombre (acertó plenamente: Napoleón). En conclusión: su libertad no es liberal, exclama el enfurecido Burke respecto a la Revolución Francesa, en una frase que se ha hecho célebre.
El modelo inglés es completamente distinto. Debe mantenerse a toda costa, evitando los cantos de sirena de los revolucionarios franceses y sus admiradores ingleses. Burke lo resume así:
«El pueblo inglés no imitará las costumbres que nunca ha tenido, ni volverá a aquellas que la experiencia le ha demostrado nocivas. Los ingleses consideran la sucesión hereditaria de su corona como uno de sus derechos, no como uno de sus abusos; como un beneficio, no como un perjuicio; como una seguridad para su libertad, no como un distintivo de servidumbre. Consideran de inestimable valor el marco de su estructura estatal tal como existe, y conciben la imperturbable sucesión de la corona como una prenda de estabilidad y continuidad para todos los principios de la Constitución».
La experiencia histórica inglesa cristalizada en su constitución no escrita es para Burke un modelo cuasi perfecto. Pero no se opone a los cambios. Después de todo, advierte que un estado que carece de los medios para su reforma carece de los medios para su conservación, pero esto no significa cambiar por cambiar, tirando por la borda las experiencias del pasado. Edmund Burke fue conocido como el «profeta del pasado».
La sociedad es para él un todo orgánico: el conjunto de los vivos, los muertos y los que han de venir. Debe preservarse para no hacer estéril el esfuerzo de los antepasados. La tradición histórica sería ese sedimento del pasado que todavía resulta útil en el presente. El cambio implica restaurar, al igual que se arregla el desperfecto de un edificio viejo y venerable. Burke concibe Inglaterra como una especie de mansión campestre a la que de vez en cuando se le quitan las tejas gastadas del techo. Un alto muro impide que entren los desharrapados. Los prejuicios sociales son necesarios. Todo en orden.
Lo concreto, lo real, cristaliza en el pretérito, no en un futuro abstracto que nadie sabe cómo puede ser, ya que siempre dependerá de las incertidumbres del presente. Cualquier hombre de Estado ha de ser prudente, concluye Burke, para evitar trastornos sociales innecesarios. Aquí se aprecia la influencia del empirismo inglés (Hume, amigo de Burke) frente al racionalismo continental y sus grandes planes de transformación. Como diría el conde de Romanones: los experimentos, en casa y con gaseosa. Es posible que sea así, pero los que no tienen merienda igual deciden un día asaltar la despensa del ocurrente conde.
Las «Reflexiones sobre la revolución en Francia» son un compendio del liberalismo conservador. Burke no era un contrarrevolucionario. Detestaba la tiranía y el absolutismo. Tierno Galván lo consideraba un conservador puro tan enemigo de las revoluciones como del inmovilismo de los reaccionarios. No rechazaba los cambios, pero no quería forzarlos. Sin duda, advirtió tempranamente ciertos errores de la Revolución Francesa. El problema es que solo vio los errores, negándole cualquier dimensión positiva. Todo lo enfoca desde su perspectiva de liberal moderado inglés con pretensiones aristocratizantes. Es un punto de vista reduccionista y mezquino. No obstante, su libro, escrito en un hermoso estilo declamatorio, lleno de santa indignación, a la vez grandilocuente y brillante, repleto de frases inolvidables, es uno de los clásicos indiscutibles del pensamiento político.
Edmund Burke (1729-1797) fue un filósofo y político irlandés nacido en Dublín de padre anglicano y madre católica. Estudió en el Trinity College de su ciudad. Le gustaban los clásicos griegos y latinos y era un excelente escritor. El provinciano Burke marchó a Londres en busca de fortuna. Se metió en política. Gran orador, alcanzó una posición relevante entre los whigs o liberales. Hombre de ideas ilustradas, condenó duramente la corrupción política, los abusos en la India y defendió la independencia de las colonias norteamericanas.
Su encontronazo con los enciclopedistas franceses marcó el rumbo conservador de sus ideas, pero sin abandonar el liberalismo. Burke detestaba sobre todo a Rousseau. De hecho, no quiso ni reunirse con él. También le encandiló la corte francesa de Versalles, sobre todo María Antonieta, «la gracia no comprada de la vida», como llegó a escribir. Burke era un poco snob.
Al estallar la Revolución Francesa, se posicionó radicalmente en contra de ella. Sus «Reflexiones sobre la revolución en Francia» (1790) defienden a capa y espada el modelo tradicional inglés de monarquía parlamentaria frente a los planes revolucionarios de los demócratas franceses, verdaderas bestias negras del irlandés. También polemizó con Thomas Paine, el autor del célebre «Los derechos del hombre». Acabó rompiendo con los whigs. Burke murió amargado por la muerte de su hijo y la expansión imparable de la Revolución francesa.
Publicado por Alberto.
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