domingo, 12 de mayo de 2024

Un drama en México - Julio Verne

Julio Verne

 

Un drama en México

Julio Verne, 1945

I Desde la isla de Guaján a Acapulco

El 18 de octubre de 1824, el Asia, bajel español de alto bordo, y la Constancia, brick de ocho cañones, partían de Guaján, una de las islas Marianas. Durante los seis meses transcurridos desde su salida de España, sus tripulaciones, mal alimentadas, mal pagadas, agotadas de fatiga, agitaban sordamente propósitos de rebelión. Los síntomas de indisciplina se habían hecho sentir sobre todo a bordo de la Constancia, mandada por el capitán señor Orteva, un hombre de hierro al que nada hacía plegarse. Algunas averías graves, tan imprevistas que solo cabía atribuirlas a la malevolencia, habían retrasado al brick en su travesía. El Asia, mandado por don Roque de Guzuarte, se vio obligado a permanecer con él. Una noche la brújula se rompió sin que nadie supiera cómo. Otra noche los obenques de mesana fallaron como si hubieran sido cortados y el mástil se derrumbó con todo el aparejo. Finalmente, los guardines del timón se rompieron por dos veces durante una maniobra importante.

La isla de Guaján, como todas las Marianas, depende de la Capitanía General de las islas Filipinas. Los españoles, que llegaban a posesiones propias, pudieron reparar prontamente sus averías.

Durante esta forzada estancia en tierra, el señor Orteva informó a don Roque del relajamiento de la disciplina que había notado a bordo, y los dos capitanes se comprometieron a redoblar la vigilancia y severidad.

El señor Orteva tenía que vigilar más especialmente a dos de sus hombres, el teniente Martínez y el gaviero José.

Habiendo comprometido el teniente Martínez su dignidad de oficial en los conciliábulos del castillo de proa, fue arrestado varias veces y, durante estos arrestos, le reemplazó en sus funciones de segundo de la Constancia el aspirante Pablo. En cuanto al gaviero José, se trataba de un hombre vil y despreciable, que solo medía sus sentimientos en dinero contante y sonante. Así, pues, se vio vigilado de cerca por el honrado contramaestre Jacopo, en quien el señor Orteva tenía plena confianza.

El aspirante Pablo era una de esas naturalezas privilegiadas, francas y valerosas, a las que la generosidad inspira las más grandes acciones. Huérfano, recogido y educado por el capitán Orteva, se hubiera dejado matar por su bienhechor. Durante sus conversaciones con Jacopo, el contramaestre, se permitía, arrastrado por el ardor de su juventud y los impulsos de su corazón, hablar del cariño filial que sentía por el señor Orteva, y el buen Jacopo le estrechaba vigorosamente la mano, porque comprendía lo que el aspirante expresaba tan bien. De esta manera el señor Orteva contaba con dos hombres devotos en los que podía tener absoluta confianza. Pero ¿qué podían hacer ellos tres contra las pasiones de una tripulación indisciplinada? Mientras intentaban día y noche triunfar sobre aquel espíritu de discordia, Martínez, José y los demás marineros seguían progresando en sus planes de rebeldía y traición.

El día antes de zarpar, el teniente Martínez estaba en una taberna de los bajos fondos con algunos contramaestres y una veintena de marinos de los dos navíos.

—Compañeros —dijo el teniente Martínez—, gracias a las oportunas averías que hemos tenido, el brick y el navío han tenido que hacer escala en las Marianas y he podido acudir aquí en secreto a hablar con ustedes.

—¡Bravo! —exclamó la asamblea al unísono.

—¡Hable, teniente, y háganos conocer su proyecto —dijeron entonces varios marineros.

—He aquí mi plan —respondió Martínez—. En cuanto nos hayamos apoderado de los dos barcos, pondremos proa hacia las costas de México. Saben ustedes que la nueva Confederación carece de Marina. Comprará, pues, a ojos cerrados nuestros barcos, y no solamente cobraremos nuestro salario de esa forma, sino que lo que sobre de la venta será igualmente compartido por todos.

—¡De acuerdo!

—¿Y cuál será la señal para actuar simultáneamente en las dos embarcaciones? —preguntó el gaviero José.

—Se disparará un cohete desde el Asia —respondió Martínez—. ¡Ese será el momento! Somos diez contra uno, y haremos prisioneros a los oficiales del navío y del brick antes de que se hayan apercibido de nada.

—¿Cuándo se dará la señal? —preguntó uno de los contramaestres de la Constancia.

—Dentro de algunos días, cuando lleguemos a la altura de la isla de Mindanao.

—Pero, ¿no recibirán a cañonazos los mexicanos a nuestros barcos? —objetó el gaviero José—. Si no me equivoco, la Confederación ha emitido un decreto por el que se someten a vigilancia todas las embarcaciones españolas y quizá, en lugar de oro, nos regalen una lluvia de hierro y plomo.

—Puedes estar tranquilo, José. Haremos que nos reconozcan, ¡y desde bien lejos! —replicó Martínez.

—¿Y cómo?

—Izando en lo más alto del palo mayor de nuestros bergantines el pabellón de México.

Mientras decía esto, el teniente Martínez desplegó ante los ojos de los rebeldes una bandera verde, blanca y roja.

Un sombrío silencio recibió la aparición del emblema de la independencia mexicana.

—¿Añoran ya la bandera de España? —gritó el teniente con tono burlón—. ¡Pues bien, que los que experimenten tales añoranzas se separen de nosotros y viren de borda a las órdenes del capitán Orteva y del comandante don Roque! ¡En cuanto a nosotros, que no queremos seguir obedeciendo, sabremos reducirles a la impotencia!

—¡Bien! ¡Bien! —gritó toda la asamblea unánimemente.

—¡Compañeros! —volvió a hablar Martínez—. Nuestros oficiales cuentan con los vientos alisios para bogar hacia las islas de la Sonda; pero ¡les demostraremos que, aun sin ellos, se pueden correr bordadas contra los monzones del océano Pacífico!

Después de estas palabras, los marineros que asistían a este conciliábulo secreto se separaron y, por diversos caminos, regresaron a sus respectivos navíos.

Al alba del día siguiente el Asia y la Constancia levaron anclas y, poniendo proa al sudoeste, el navío y elbrick se dirigieron a toda vela hacia Nueva Holanda. El teniente Martínez volvía a desempeñar sus funciones, pero, de acuerdo con las órdenes del capitán Orteva, estaba estrechamente vigilado.

No obstante, siniestros presentimientos asaltaban al señor Orteva. Comprendía cuán inminente era el derrumbe de la Marina española, a la que la insubordinación llevaba a la catástrofe. Además, su patriotismo no podía soportar los continuos reveses que abrumaban a su país, que habían culminado con la revolución de los estados mexicanos. Hablaba algunas veces con el aspirante Pablo de estas graves cuestiones, sobre todo de lo que concernía a la antigua supremacía de la flota española en todos los mares.

—¡Hijo mío! —le dijo un día—. Ya no se conoce la disciplina entre nuestros marineros. Los síntomas de revuelta son especialmente visibles a bordo de mi barco y puede (tengo ese presentimiento) que alguna traición indigna me prive de la vida. Pero tú me vengarás, ¿no es verdad? ¡Y vengarás a la vez a España, a la que se quiere dañar matándome a mí!

—¡Se lo juro, capitán Orteva! —respondió Pablo.

—No te enemistes con nadie de a bordo, hijo mío, pero acuérdate, cuando llegue el día, que en estos desafortunados tiempos la mejor manera de servir a la patria es vigilar primero, y castigar después, si es posible, a los que quieren hacerle traición.

—¡Le prometo morir, morir si es preciso, con tal de castigar a los traidores! —respondió el aspirante.

Hacía tres días que los navíos habían zarpado de las Marianas. La Constancia avanzaba a todo trapo impulsada por un ligero vientecillo. El brick, gracioso, ágil, esbelto, a ras de agua, con la arboladura inclinada hacia atrás, saltaba sobre las olas que salpicaban de espuma sus ocho carronadas de calibre seis.

—Doce nudos, mi teniente —comentaba una tarde el aspirante a Martínez—. Si seguimos navegando de esta forma, viento en popa, la travesía no será larga.

—¡Dios lo quiera! Ya hemos sufrido bastante y es hora de que acaben nuestras dificultades.

El gaviero José estaba en ese momento cerca del alcázar de popa y escuchaba las palabras del teniente.

—No debemos tardar mucho en avistar tierra —dijo entonces Martínez en voz alta.

—La isla de Mindanao, en efecto —contestó el aspirante—. Estamos a ciento cuarenta grados de longitud oeste y a ocho de latitud norte, y, si no me equivoco, la isla está…

—A ciento cuarenta grados treinta y nueve minutos de longitud y a siete grados de latitud —replicó vivamente Martínez.

José levantó la cabeza y, después de hacer una señal imperceptible, se dirigió hacia el castillo de proa.

—¿Tiene el cuarto de guardia de medianoche, Pablo? —preguntó Martínez.

—Sí, mi teniente.

—Ya son las seis de la tarde, así que no le entretengo.

Pablo se retiró.

Martínez se quedó solo sobre la toldilla, y dirigió la vista hacia el Asia, que navegaba a la estela del brick. La tarde era magnífica y hacía presagiar una de esas hermosas noches tropicales, frescas y tranquilas.

El teniente escudriñó entre las sombras a los hombres de la guardia. Distinguió a José y a algunos de los marinos con los que había hablado en la isla de Guaján. Luego se aproximó un momento al hombre que estaba al timón. Le dijo unas palabras en voz baja y eso fue todo.

No obstante, se hubiera podido percibir que la rueda había sido apuntada un poco más a barlovento, de forma que el brick no tardó en acercarse sensiblemente al navío de línea.

Contrariamente a las costumbres de a bordo, Martínez paseaba contra el viento a fin de observar mejor al Asia. Inquieto y nervioso, apretaba un megáfono en su mano.

De improviso, una detonación se oyó a bordo del navío.

A esta señal, Martínez saltó sobre el banco de los hombres del cuarto y, con voz potente, ordenó:

—¡Todo el mundo al puente! ¡Cargar las velas bajas!

En ese instante, el capitán Orteva, seguido de sus oficiales, salió de la toldilla y, dirigiéndose al teniente, preguntó:

—¿Por qué esta maniobra?

Martínez, sin responderle, saltó del banco de cuarto y corrió al castillo de proa.

—¡El timón a sotavento! —ordenó—. ¡Las brazas de babor por delante! ¡Bracear! ¡Suelta la escota del foque mayor!

En este momento, nuevas detonaciones estallaban a bordo del Asia.

La tripulación obedeció las órdenes del teniente, y el brick, virando bruscamente a barlovento, se inmovilizó y se puso al pairo con la gavia pequeña.

El capitán, volviéndose entonces hacia los pocos hombres que se habían apiñado en torno a él, gritó:

¡A mí, mis valientes! —y avanzando hacia Martínez, ordenó—: ¡Que se detenga a este oficial!

—¡Muerte al capitán! —respondió Martínez.

Pablo y dos oficiales más empuñaron la espada y las pistolas. Algunos marineros, con Jacopo al frente, se lanzaron en su ayuda; pero, detenidos al instante por los amotinados, fueron desarmados y se vieron en la imposibilidad de actuar.

Los infantes de marina y la tripulación se alinearon a lo largo del barco y avanzaron contra sus oficiales. Los hombres fieles, acorralados contra la toldilla, solo podían hacer una cosa: lanzarse sobre los rebeldes.

El capitán Orteva dirigió el cañón de su pistola contra Martínez.

En ese instante, un cohete se elevó desde el Asia.

—¡Hemos vencido! —gritó Martínez.

El disparo del capitán se perdió en el aire.

La escena no fue larga. El capitán atacó cuerpo a cuerpo al teniente; pero pronto, abrumado por el superior número de enemigos y gravemente herido, se tuvo que someter. Sus oficiales compartían su suerte unos momentos más tarde. Izaron algunos fanales en las jarcias delbrick para avisar a los del Asia. El motín había estallado y triunfado también a bordo del navío de línea.

El teniente Martínez era el amo a bordo de la Constancia y sus prisioneros fueron arrojados en desorden al interior de la cámara del consejo. Pero, a la vista de la sangre, se habían reavivado los instintos feroces de la tripulación. No era suficiente haber vencido, había también que matar.

 —¡Degollémoslos! —gritaban muchos de aquellos locos—. ¡Vamos a matarlos! ¡Los muertos no hablan!

El teniente Martínez, a la cabeza de los amotinados más sanguinarios, se lanzó hacia la cámara del consejo; pero el resto de la tripulación se opuso a la matanza y los oficiales se salvaron.

—¡Traigan al capitán Orteva al puente! —ordenó Martínez.

Se le obedeció.

—Orteva —dijo Martinez—, ahora soy yo quien manda los dos barcos. Don Roque es, como tú, prisionero mío. Mañana los abandonaremos a los dos en una costa desierta; luego dirigiremos nuestra ruta hacia los puertos de México y los barcos serán vendidos al gobierno republicano.

—¡Traidor! —exclamó Orteva.

—¡Relingen las velas bajas! ¡Aten a este hombre en la toldilla! —dijo, señalando al capitán.

Se le obedeció.

—¡Los demás, al fondo de la cala! ¡Listos para virar por avante! ¡Orcen! ¡Adelante, camaradas!

La maniobra fue prontamente ejecutada. El capitán Orteva se encontró desde entonces a sotavento del navío, tapado por la cangreja, y todavía se le oía llamar a su teniente «infame» y «traidor».

Martínez, fuera de sí, se lanzó sobre la toldilla con un hacha en la mano. Le impidieron llegar junto al capitán; pero, de un fuerte hachazo, consiguió cortar las escotas de la cangreja. La botavara, violentamente arrastrada por el viento, golpeó al capitán y le destrozó el cráneo.

Un grito de horror se elevó desde el brick.

—¡Ha sido un accidente! —exclamó Martínez—. ¡Arrojen el cadáver al mar!

Y se le obedeció de nuevo.

Los dos navíos reemprendieron su ruta a toda vela hacia las costas mexicanas.

Al día siguiente avistaron un islote a estribor. Se lanzaron los botes del Asia y la Constancia y los oficiales, con excepción del aspirante Pablo y del contramaestre Jacopo, que se habían pasado al bando del teniente Martínez, fueron abandonados en la desierta costa. Pero, por suerte, algunos días más tarde fueron recogidos por un ballenero inglés que los llevó a Manila.

Unas semanas después los dos barcos fondeaban en la bahía de Monterrey, al norte de la antigua California. Martínez dio cuenta de sus intenciones al comandante militar del puerto. Le ofrecía entregar a México, que carecía de marina de guerra, los dos navíos españoles con sus municiones y su armamento, así como poner sus tripulaciones a disposición de la Confederación mexicana. En contrapartida, esta debía pagarles todo lo que se les adeudaba desde su partida de España.

A estas propuestas, el gobernador respondió declarando que carecía de las atribuciones suficientes para pactar. Así, pues, animó a Martínez a dirigirse a México, donde podría fácilmente concluir él mismo este asunto. El teniente siguió su consejo, y, dejando al Asia en Monterrey, después de un mes de holganza se hizo a la mar con la Constancia. Pablo, Jacopo y José formaban parte de la tripulación, y el brick, a toda vela con viento a favor se dirigió a toda marcha hacia Acapulco.

II De Acapulco a Cigualán

De los cuatro puertos mexicanos en el océano Pacífico, San Blas, Zacatula, Tehuantepec y Acapulco, este último es el que ofrece más recursos a los navíos. La ciudad es malsana y está mal construida, ciertamente, pero la rada es segura y podría contener cien barcos con facilidad. Altos acantilados protegen las embarcaciones por todas partes y forman una dársena tan apacible, que un extranjero que llegara desde tierra creería ver un lago encerrado en un círculo de montañas.

En esta época, Acapulco estaba protegido por tres bastiones que la flanqueaban por la derecha, mientras que la bocana del puerto estaba defendida por una batería de siete cañones que podía, si era preciso, cruzar sus fuegos en ángulo recto con los del fuerte de San Diego. Este último, provisto de treinta piezas de artillería, dominaba toda la rada y podía hundir, con toda certeza, cualquier navío que intentara forzar la entrada del puerto.

La ciudad no tenía, pues, nada que temer; no obstante, tres meses después de los acontecimientos arriba descritos, fue sobrecogida por un pánico general.

En efecto, se había indicado la presencia de un navío en alta mar. Sumamente inquietos por las intenciones de la embarcación sospechosa, los habitantes de Acapulco se sentían poco seguros. La causa era que la nueva Confederación aún temía, y no sin razón, la vuelta de la dominación española; porque, a pesar de los tratados de comercio firmados con Gran Bretaña y por más que hubiera llegado ya de Londres un embajador que había reconocido a la nueva República, el gobierno mexicano no tenía ni un solo navío que protegiera sus costas.

Quien quiera que fuese, el barco no podría pertenecer más que a un osado aventurero, y los vientos del nordeste que tan furiosamente soplan en estos parajes desde el equinoccio de otoño a la primavera, iban a someter a dura prueba sus relingas. Por eso los habitantes de Acapulco no sabían qué pensar, y se preparaban, por si acaso, a rechazar un desembarco extranjero, cuando el tan temido navío ¡desplegó en lo alto del mástil la bandera de la independencia mexicana!

Llegado casi al alcance de los cañones del puerto, la Constancia, cuyo nombre se podía distinguir claramente en el espejo de popa, fondeó repentinamente. Se plegaron las velas en las vergas y desabordó una chalupa que poco después atracaba en el muelle.

Tan pronto como desembarcó, el teniente Martínez se dirigió a la casa del gobernador y le puso al corriente de las circunstancias que hasta él le traían. Este aprobó la determinación del teniente de dirigirse a México para obtener del general Guadalupe Victoria, presidente de la Confederación, la ratificación del trato. Apenas fue conocida esta noticia en la ciudad, estallaron los transportes de alegría. Toda la población acudió a admirar el primer navío de la marina mexicana, y vio en su posesión, junto con una prueba de la indisciplina española, el medio de oponerse más radicalmente aún a cualquier nueva tentativa de sus antiguos dueños.

Martínez regresó a bordo. Algunas horas después el brick Constancia fue amarrado en el puerto y su tripulación albergada por los habitantes de Acapulco.

Solo que, cuando Martínez pasó lista a sus hombres, Pablo y Jacopo habían desaparecido. Entre todos los países del globo, México se caracteriza por la extensión y la altura de su meseta central. La cadena de las cordilleras, que recibe el nombre de Andes en su totalidad, atraviesa toda la América meridional, surca Guatemala y, a su entrada en México se divide en dos ramas que accidentan paralelamente las dos costas del territorio.

Ahora bien, estas dos ramas no son más que las vertientes de la inmensa meseta de Anahuac, situada a dos mil quinientos metros sobre el nivel de los mares vecinos. Esta sucesión de llanuras, mucho más extensas y no menos monótonas que las de Perú y Nueva Granada, ocupa las tres quintas partes del país. La cordillera, al penetrar en la antigua intendencia de México, toma el nombre de Sierra Madre y, a la altura de las ciudades de San Miguel y Guanajuato, se divide en tres ramas y va perdiéndose hacia los cincuenta y siete grados de latitud norte.

Entre el puerto de Acapulco y México, que distan entre sí ochenta leguas, los movimientos del terreno son menos bruscos y los declives menos abruptos que entre México y Veracruz. Después de haber hollado el granito que aflora en las estribaciones cercanas al gran Océano, material en el que está tallado el puerto de Acapulco, el viajero no encuentra más que ese tipo de rocas porfíricas de las que la industria extrae yeso, basalto, caliza, estaño, cobre, hierro, plata y oro. Pero la ruta de Acapulco a México ofrecía panoramas y singulares sistemas de vegetación que no siempre eran notados por los dos jinetes que cabalgaban uno junto al otro algunos días después de que el brick Constancia llegara al fondeadero.

Eran Martínez y José. El gaviero conocía perfectamente el camino. ¡Había recorrido tantas veces las montañas del Anahuac! Por eso rehusó los servicios del guía indio que les habían propuesto, y, cabalgando en dos excelentes caballos, los dos aventureros se dirigieron rápidamente hacia la capital mexicana.

Después de dos horas de un rápido galope que no les había permitido hablar, los jinetes se detuvieron.

—¡Al paso, mi teniente, al paso! —exclamó sofocado José—. ¡Santa María! ¡Preferiría cabalgar durante dos horas en el sobrejuanete durante una ráfaga de noroeste!

—¡Démonos prisa! —respondió Martínez—. ¿Tú conoces bien el camino, José? ¿Lo conoces bien de veras?

—Tan bien como tú la ruta de Cádiz a Veracruz; y, además, no nos retrasarán ni las tempestades del golfo, ni las barras de Taspán o de Santander. Así que, ¡al paso!

—¡No, al contrario, más deprisa! —replicó Martínez, espoleando su caballo—. Temo la desaparición de Pablo y Jacopo. ¿Pretenderán aprovecharse ellos solos del trato y robarnos nuestra parte?

—¡Por Santiago! ¡No faltaría más que eso: robar a buenos ladrones, como nosotros! —respondió cínicamente el gaviero.

—¿Cuántos días de marcha tendremos antes de llegar a México?

 —Cuatro o cinco, mi teniente. ¡Un paseo! Pero vayamos al paso. ¿No se da cuenta de que el terreno sube a ojos vista?

 En efecto, las primeras ondulaciones de las montañas se hacían notar en la amplia llanura.

 —Nuestros caballos no están herrados —añadió el gaviero, deteniéndose— y sus pezuñas se desgastan con rapidez en estas rocas de granito. Pero bueno, no hablemos mal de este suelo. ¡Hay oro debajo de él y, por más que nosotros caminemos encima, mi teniente, eso no quiere decir que lo despreciemos!

Los dos viajeros habían llegado a una pequeña eminencia, sombreada profusamente por palmeras de abanico, nopales y salvias mexicanas. A sus pies se extendía una vasta llanura cultivada y toda la exuberante vegetación de las tierras cálidas se ofrecía a sus ojos. A su izquierda, un bosque de caobas limitaba el paisaje. Elegantes pimenteros balanceaban sus flexibles ramas bajo las brisas ardientes del Pacífico. Los campos de caña de azúcar erizaban la campiña. Magníficos algodonales agitaban sin ruido sus penachos de seda gris. Por todos lados crecían el convólvulo o jalapa medicinal y el ají, junto a las plantas de índigo y de cacao, el palo de campeche y el guayaco. Todos los variados productos de la flora tropical, dalias, mentzeliás y heliótropos, irisaban con sus colores esta tierra maravillosa que es la más fértil de la intendencia mexicana.

Ciertamente toda esta naturaleza tan bella parecía animarse bajo los ardiente rayos que el sol lanzaba a raudales; pero también, con este calor ardiente, sus desgraciados habitantes se debatían bajo los zarpazos de la fiebre amarilla. Por eso los campos, inanimados y desiertos, permanecían sin movimiento y sin ruido.

—¿Cómo se llama ese cono que se eleva ante nosotros en el horizonte? —preguntó Martínez a José.

—Es la colina de la Brea, apenas más elevada que el resto de la llanura —respondió desdeñosamente el gaviero.

 Esta colina era la primera altura importante de la inmensa cadena de las cordilleras.

—Apretemos el paso —dijo Martínez, predicando con el ejemplo—. Nuestros caballos proceden de las haciendas del México septentrional y se han acostumbrado a las desigualdades del terreno en sus correrías por las sabanas. Aprovechemos la pendiente favorable del camino y salgamos de estas soledades que no parecen hechas para alegrarnos.

—¿Acaso tendrá remordimientos el teniente Martínez? —preguntó José, encogiéndose de hombros.

—¿Remordimientos…? ¡No…!

Martínez volvió a guardar un mutismo absoluto, y ambos marcharon al trote rápido de sus monturas.

Llegaron a la colina de la Brea, que franquearon por senderos abruptos, a lo largo de precipicios que aún no eran los insondables abismos de Sierra Madre. Después, una vez recorrida la vertiente opuesta, los dos jinetes se detuvieron para dar un descanso a los caballos.

El sol ya estaba a punto de desaparecer por el horizonte cuando Martínez y su compañero llegaron al pueblo de Cigualán. La aldea estaba formada por algunas chozas habitadas por indios pobres, de esos a los que se denomina mansos, es decir, agricultores. Los indígenas sedentarios son, en general, muy perezosos porque no tienen más que tomar las riquezas que les prodiga una tierra tan fecunda. Su holgazanería también les distingue claramente de los indios empujados a las mesetas superiores, a los que la necesidad ha vuelto industriosos, así como de los nómadas del Norte, que, como viven de la depredación y las rapiñas, no tienen nunca morada fija.

Los españoles no obtuvieron muy buen recibimiento en el pueblo. Reconociéndoles como a sus antiguos opresores, los indios se mostraron poco dispuestos a serles útiles.

Por otra parte, otros dos viajeros acababan de atravesar la aldea antes que ellos y habían acabado con la poca comida disponible.

El teniente y el gaviero no tomaron en cuenta esta circunstancia, que, por otra parte, no tenía nada de extraordinaria.

Martínez y José se protegieron, pues, bajo una especie de enramada y se prepararon para cenar una cabeza de carnero. Excavaron un agujero en el suelo y, después de haberlo llenado de leña y de piedras adecuadas para conservar el calor, esperaron a que se consumieran las materias combustibles; luego depositaron sobre las cenizas calientes, sin más preparación, la carne, cubierta con hojas aromáticas, y recubrieron todo herméticamente con ramas y tierra amontonada. Al cabo de un rato su cena estaba a punto, y la devoraron como hombres a los que un largo camino ha azuzado el apetito. Cuando acabaron su comida, se echaron en el suelo con el puñal en la mano. Después, sobreponiéndose su fatiga a la dureza del suelo y a las constantes picaduras de los mosquitos, no tardaron en dormirse.

Pero Martínez, en su agitado sueño, repitió varias veces los nombres de Jacopo y de Pablo, cuya desaparición le preocupaba sin cesar.

 III De Cigualán a Tasco

Al día siguiente los caballos estaban ensillados y embridados antes de la salida del sol. Los viajeros, cabalgando por senderos apenas marcados que serpenteaban ante ellos, se internaron hacia el este atajando al sol. Su viaje parecía auspiciarse favorablemente. Si no hubiera sido por la actitud taciturna del teniente, que contrastaba con el buen humor del gaviero, se les habría tomado por las personas más honradas de la tierra. El terreno ascendía cada vez más. La inmensa meseta de Chilpanzingo, en la que reina el mejor clima de México, no tardó en extenderse hasta los confines del horizonte. Esta región, perteneciente a la zona templada, está situada a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, y no experimenta ni los calores de las tierras bajas ni los fríos de las zonas elevadas. Pero, dejando este oasis a su derecha, los dos españoles llegaron a la aldea de San Pedro y, luego de tres horas de descanso, reemprendieron su ruta dirigiéndose al pequeño pueblo de Tutela del Río.

—¿Dónde vamos a pernoctar? —preguntó Martínez.

—En Tasco —respondió José—. Una gran ciudad, comparada con estas aldeillas, mi teniente.

—¿Hay alguna buena posada?

—Sí, y en un buen clima, bajo un hermoso cielo, en Tasco el sol calienta menos que al borde del mar. De esa forma, apenas sin enterarse a medida que se va subiendo, llega uno gradualmente a helarse en las cimas del Popocatepetl.

 —¿Cuándo atravesaremos las montañas, José?

—Pasado mañana al atardecer, mi teniente. Desde las cumbres podremos vislumbrar, muy lejos, eso sí, el término de nuestro viaje. ¡México es, realmente, una ciudad de oro! ¿Sabe usted en lo que estoy pensando, mi teniente?

 Martínez no respondió.

 —Me pregunto qué habrá sido de los oficiales del brick y del navío que abandonamos en aquel islote.

 Martínez se estremeció.

 —¡No lo sé…! —respondió sordamente.

 —Me gusta pensar —continuó José— que todos esos altaneros personajes se han muerto de hambre. Por otra parte, cuando los desembarcamos algunos cayeron al mar, y por esos parajes hay una especie de tiburón, la tintorera, que no perdona. ¡Virgen Santa! ¡Si el capitán Orteva levantara la cabeza, ya podríamos irnos ocultando en el vientre de una ballena! Pero, por fortuna, su cabeza estaba a la altura de la botavara cuando las escotas se rompieron tan oportunamente…

—¡Cállate de una vez!

El marinero puso punto en boca.

 «¡A buenas horas le entran los escrúpulos!», pensó José.

Luego, en voz alta, recomenzó:

—Cuando regresemos me quedaré a vivir en este hermoso país de México. ¡Se hacen las singladuras entre piñas y bananas y se encalla en arrecifes de oro y de plata!

—¿Por eso te decidiste a hacer traición? —preguntó Martínez.

—¿Por qué no, mi teniente? ¡Asunto de piastras!

—¡Ah…! —exclamó Martínez con desagrado.

—¿Y usted? —preguntó José.

—¿Yo? ¡Por cuestiones de jerarquía! ¡El teniente pretendía, ante todo, vengarse del capitán!

—¡Ah…! —exclamó José, despreciativo.

Los dos eran tal para cual, fuesen cuales fueran sus móviles.

—¡Calla…! —murmuró Martínez, deteniéndose con brusquedad—. ¿Ves algo por aquel lado?

José se irguió sobre los estribos.

—No hay nadie —respondió.

—¡He visto desaparecer rápidamente a un hombre! —dijo Martínez.

—¡Imaginaciones!

—¡Lo he visto! —repitió Martínez, impaciente.

—¡Pues bien, explore, si ese es su gusto…!

Y José continuó su camino. Martínez avanzó solo hacia un matorral de ese tipo de mangles cuyas ramas, al tocar el suelo, echan raíces y forman malezas impenetrables. El teniente echó pie a tierra. La soledad era completa.

De pronto, observó una especie de espiral que se removía en la sombra. Era una serpiente de pequeño tamaño, con la cabeza aplastada por una piedra, y que retorcía aún la parte posterior de su cuerpo como si estuviese galvanizada.

—¡Había alguien aquí! —murmuró el teniente.

Martínez, supersticioso y con remordimientos, miró hacia todas partes. Empezó a temblar.

—¿Quién sería…? —susurró.

—¿Qué pasa? —preguntó José, que se había reunido con su compañero.

—¡Nada, nada! —respondió Martínez—. ¡Vámonos!

Los viajeros bordearon a continuación las riberas del Mexala, pequeño afluente del río Balsas, cuyo curso también remontaron. Pronto, algunas humaredas delataron la presencia de indígenas, y el pequeño pueblo de Tutela del Río apareció ante sus ojos.

Pero los españoles, que tenían prisa por llegar a Tasco antes de anochecer, dejaron el pueblo luego de unos momentos de reposo. El camino se hacía más abrupto. Sus monturas tenían que ir casi siempre al paso. Aquí y allá, pequeños olivares empezaron a aparecer en las laderas de las montañas. Tanto en el terreno como en la temperatura y la vegetación se manifestaban notables diferencias. No tardó en caer la noche. Martínez seguía a pocos pasos a su guía. Este se orientaba con trabajo en medio de las espesas tinieblas, buscando los senderos practicables, renegando unas veces contra un tronco que le hacía tropezar, otras contra una rama que le azotaba la cara y amenazaba con apagar el excelente habano que fumaba.

El teniente dejaba que su caballo siguiera al de su compañero. Vagos remordimientos le acometían, sin advertir que era presa de una obsesión. La noche había caído por completo. Los viajeros apretaron el paso. Atravesaron sin detenerse las aldeas de Contepec y de Iguala, y llegaron al fin a Tasco.

José tenía razón. Era una gran ciudad después de las insignificantes aldeas que habían atravesado. Una especie de posada se abría en la calle principal. Tras dejar sus caballos a un mozo de cuadra, entraron en la sala del establecimiento, en la que aparecía una larga y estrecha mesa completamente servida. Los españoles se sentaron uno frente al otro y comenzaron a hacer los honores a una comida que sería sin duda suculenta para paladares indígenas, pero que solo el hambre podía hacer soportable a paladares europeos.

 

Se trataba de pedazos de pollo que nadaban en una salsa de chile verde, porciones de arroz sazonadas con ajíes y azafrán, gallinas viejas rellenas con aceitunas, pasas, cacahuetes y cebollas; calabacines en dulce, garbanzos y ensaladas, acompañado todo por tortillas, una especie de tortas de maíz cocinadas en una placa de hierro. Tras la comida les sirvieron de beber. De todas formas, si no el paladar, el hambre fue satisfecha, y la fatiga no tardó en hacer dormir a Martínez y a José hasta una hora avanzada de la mañana.

IV De Tasco a Cuernavaca

El teniente fue el primero en despertar.

—¡José! ¡En marcha!

El gaviero se desperezó.

—¿Qué camino vamos a tomar? —preguntó Martínez.

—¡Son dos los que conozco, mi teniente!

—¿Cuáles?

—Uno pasa por Zacualicán, Tenancingo y Toluca. De Toluca a México el camino es bueno porque se ha dejado ya atrás la Sierra Madre.

—¿Y el otro?

—El otro nos desvía un poco hacia el este, pero también llegamos a unas buenas montañas, el Popocatepetl y el Icctacihuatl. Se trata de la ruta más segura porque es la menos frecuentada. ¡Un buen paseo de quince leguas por una inclinada pendiente!

—¡Sea! ¡Tomemos el camino más largo, y adelante! —dijo Martínez—. ¿Dónde pasaremos la noche?

—Pues, caminando a doce nudos, en Cuernavaca —respondió el gaviero.

Los dos españoles se dirigieron a la cuadra, mandaron ensillar sus caballos y llenaron sus mochilas, una especie de bolsas que forman parte de los arneses, de tortas de maíz, granadas y tasajo, porque en las montañas corrían el riesgo de no encontrar comida suficiente. Después de pagar las provisiones, cabalgaron sobre sus animales y se dirigieron hacia su derecha.

Por primera vez descubrieron una encina, árbol de buen agüero, ante el cual se detienen las emanaciones malsanas de las mesetas inferiores. En estas llanuras, situadas a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, las plantas introducidas después de la conquista se mezclan con la vegetación indígena. Los trigales se extienden por este fértil oasis, en el que crecen todos los cereales europeos. Los árboles de Asia y de España entremezclaban sus follajes. Las flores de Oriente esmaltaban los tapices de verdura, junto a las violetas, los acianos, la verbena y las margaritas propias de la zona templada. Algunos retorcidos arbustos resinosos accidentaban el paisaje, y el olfato se embalsamaba con los dulces aromas de la vainilla, protegida por la sombra de los amyris y los liquidámbares. Los viajeros se sentían a gusto bajo una temperatura media de veinte o veintidós grados, común a las zonas de Xalapa y Chilpanzingo a las que se ha incluido bajo la denominación de tierras templadas.

No obstante, Martínez y su compañero ascendían cada vez más por la meseta de Anahuac, y franqueaban las inmensas barreras que forman la llanura de México.

—¡Bien! —dijo José—. He aquí el primero de los tres torrentes que debemos atravesar.

En efecto, un arroyo profundamente encajonado cortaba el paso a los viajeros.

—En mi último viaje este torrente estaba seco —dijo José—. Sígame, mi teniente.

Ambos descendieron por una pendiente bastante suave tallada en la roca viva, y llegaron a un vado que era fácilmente practicable.

—¡Ya va uno! —exclamó José.

—¿Los otros son igualmente franqueables? —preguntó el teniente.

—Igual —respondió José—. Cuando la estación de las lluvias los hace crecer, estos torrentes desembocan en el riachuelo de Ixtoluca, que nos encontraremos al llegar a las tierras altas.

—¿No hay motivos de temor en estas soledades?

—Ninguno, a no ser el puñal mexicano.

—Es cierto —dijo Martínez—. Estos indios de las tierras altas han permanecido fieles por tradición al cuchillo.

—¡Por eso —dijo riendo el gaviero – tienen tantos nombres para designar su arma favorita! Estoque, verdugo, puna, cuchillo, beldoque, navaja1… ¡El nombre les viene a la boca tan deprisa como el cuchillo a la mano! ¡Tanto mejor! De esa forma no tendremos que temer las invisibles balas de las largas carabinas. ¡No conozco nada tan vergonzoso como no saber siquiera quién es el bribón que te despacha!

—¿Qué indios habitan estas montanas? —preguntó Martínez.

—¡Imagínese, mi teniente! ¿Quién puede contar las diferentes razas que se multiplican en México? ¡Escuche qué cantidad de cruces he estudiado con la intención de contraer un matrimonio ventajoso algún día! Están los mestizos, nacidos de español y de india; el cuarterón, nacido de una mestiza y un español; el mulato, nacido de una española y un negro; el monisque, nacido de una mulata y de un español; el albino, nacido de una monisque y de un español; el tornatrás, nacido de un albino y de una española; el tinticlaro, nacido de un tornatrás y de una española; el lobo, nacido de una india y un negro; el caribujo, nacido de una india y un lobo; el barcino, nacido de un coyote y de una mulata; el grifo, nacido de una negra y un lobo; el albarazado, nacido de un coyete y de una india; el chanizo, nacido de una mestiza y un indio; el mechino, nacido de una loba y un coyote…

José tenía razón, y la muy problemática pureza de las razas por estos lugares hace que los estudios antropológicos sean muy inseguros. Pero, a despecho de las eruditas conversaciones del gaviero, Martínez caía sin cesar en su taciturnidad primera. Incluso se apartaba con gusto de su compañero, cuya compañía parecía molestarle.

Otros dos torrentes cortaron, poco después, la ruta. El teniente se desanimó un poco al ver los lechos secos, porque pensaba dar de beber a su caballo.

—¡Henos aquí como en calma chica, sin víveres ni agua, mi teniente! —dijo José—. ¡Bah! ¡Sígame! Busquemos entre estas encinas y estos olmos un árbol que se llama ahuehuetl, que sustituye con ventaja los manojos de paja de la muestra de las posadas. Bajo su sombra se encuentra siempre algún manantial, y, aunque solo sea agua, ciertamente le aseguro que el agua es el vino del desierto.

Los jinetes dieron la vuelta al macizo y pronto encontraron el árbol en cuestión. Pero el manantial había sido cegado, y se veía, incluso, que hacía poco de esto.

—¡Es extraño! —dijo José.

—¡Algo más que extraño! —exclamó Martínez, palideciendo—. ¡Adelante, adelante!

Los viajeros no intercambiaron ni una palabra hasta la aldea de Cacahuimilchán. Allí aligeraron un poco sus mochilas. Después se encaminaron hacia Cuernavaca, dirigiéndose hacia el este.

El paisaje se presentó entonces bajo un aspecto extremadamente abrupto, haciendo presentir los picos gigantescos cuyas cimas basálticas detienen las nubes procedentes del Pacífico. A la vuelta de un ancho roquedo apareció el fuerte de Cochicalcho, edificado por los antiguos mexicanos, y cuya planta tiene nueve mil metros cuadrados. Los viajeros se dirigieron hacia el inmenso cono que forma la base y que coronan rocas oscilantes e impresionantes ruinas.

Después de haber echado pie a tierra y atado sus caballos al tronco de un olmo, Martínez y José, deseosos de verificar la dirección del camino, treparon hasta la cima del cono aprovechando las asperezas del terreno.

La noche caía, revistiendo a los objetos de contornos imprecisos y prestándoles formas fantásticas. El viejo fuerte se parecía bastante a un bisonte acurrucado con la cabeza inmóvil, y la mirada inquieta de Martínez creía ver sombras que se agitaban sobre el cuerpo del monstruoso animal. No obstante se calló, para no dar pie a las burlas del incrédulo José. Este se aventuraba con lentitud a través de los senderos de la montaña y, cuando desaparecía tras alguna depresión del terreno, su compañero se guiaba por el sonido de sus «¡por Santiago!» o «¡voto a sanes!»

De pronto, un enorme pájaro nocturno, lanzando un ronco graznido, se elevó pesadamente con sus grandes alas.

Martínez se quedó parado.

Un enorme trozo de roca oscilaba visiblemente sobre su base, treinta pies por encima de él. De repente, el bloque se desprendió y, aplastando todo a su paso con la rapidez y el ruido del rayo, se precipitó en el abismo.

—¡Virgen Santa! —gritó el gaviero—. ¡Eh, mi teniente!

—¡José!

—¡Venga por aquí!

Los dos españoles se reunieron.

—¡Vaya avalancha! Bajemos —dijo el gaviero.

Martínez le siguió sin decir palabra y ambos llegaron en seguida a la meseta inferior.

En esta un ancho surco señalaba el paso de la roca.

—¡Virgen Santa! —gritó José—. ¡Nuestros caballos han desaparecido, aplastados, muertos!

—¿Es posible? —exclamó Martínez.

—¡Mire!

El árbol al que habían atado los dos animales había sido, en efecto, arrastrado junto con ellos.

—¡Si hubiéramos estado encima…! —exclamó filosóficamente el gaviero.

Martínez era presa de un violento sentimiento de terror.

—¡La serpiente, la fuente, la avalancha! —murmuraba.

De pronto, con los ojos extraviados, se lanzó sobre José.

—¿No acabas de hablar del capitán Orteva? —gritó, con los labios contraídos por la cólera.

José retrocedió.

—¡Ah! ¡Nada de desvaríos, mi teniente! ¡Un responso por nuestros caballos, y en marcha! No es bueno permanecer aquí si la vieja montaña sacude su melena.

Los dos españoles echaron a andar por el camino sin decir palabra y, a mitad de la noche, llegaron a Cuernavaca; pero allí les fue imposible procurarse caballos, y al día siguiente tuvieron que emprender a pie el camino hacia la montaña de Popocatepetl

V De Cuernavaca al Popocatepetl

La temperatura era fría y la vegetación escasa. Estas alturas inaccesibles pertenecen a las zonas glaciales, llamadas las «tierras frías» Los abetos de las regiones brumosas mostraban ya sus secas siluetas entre las ultimas encinas de estos climas elevados, y las fuentes se hacían cada vez más raras en terrenos que están compuestos en su mayor parte de traquitas resquebrajadas y de amigdaloides porosas. Desde hacía ya seis horas largas el teniente y su compañero se arrastraban penosamente, hiriéndose las manos en las vivas aristas de las rocas y los pies en los agudos guijarros del camino. Pronto, la fatiga les obligó a sentarse. José se ocupó de preparar algún alimento.

—¡Condenada idea, no haber tomado el camino ordinario! —murmuraba.

Ambos esperaban encontrar en Aracopistla, aldea totalmente perdida entre las montañas, algún medio de transporte para finalizar su viaje; pero ¡cuál no sería su decepción al encontrarse con lo mismo que en Cuernavaca, la misma inexistencia de todo lo necesario y la misma falta de hospitalidad! Y, sin embargo, había que llegar.

Ante ellos se erguía entonces el inmenso cono del Popocatepetl, de una altitud tal que las miradas se perdían entre las nubes intentando encontrar la cima de la montaña. El camino era de una aridez desesperante. Por todas partes se abrían insondables precipicios entre los salientes del terreno, y los vertiginosos senderos parecían oscilar bajo los pasos de los caminantes. Para avistar bien el camino tuvieron que escalar una parte de esta montaña de cinco mil cuatrocientos metros a la que los indios llamaban «La roca humeante» y que muestra aún la huella de recientes explosiones volcánicas. Sombrías grietas serpenteaban entre sus abruptas laderas. Desde el último viaje del gaviero José, nuevos cataclismos habían trastornado estos desiertos que ya no conseguía reconocer. De esa forma se perdía por senderos impracticables deteniéndose a veces con el oído atento, porque sordos rumores se dejaban oír aquí y allá a través de las quebraduras del enorme cono.

El sol declinaba ya a ojos vistas. Enormes nubes, aplastadas contra el cielo, oscurecían aún más la atmósfera. Amenazaban la lluvia y la tormenta, fenómenos frecuentes en estas comarcas en las que la elevación del terreno acelera la evaporación del agua. Toda especie de vegetación había desaparecido en estos roquedales cuya cima se pierde bajo las nieves eternas.

—¡No puedo más! —dijo por fin José, desplomándose de fatiga.

—¡Sigamos andando! —respondió el teniente Martínez con febril impaciencia.

Algunos truenos resonaron al momento en las grietas del Popocatepetl.

—¡Que el diablo me lleve si consigo orientarme entre estos senderos perdidos! —exclamó José.

—¡Levántate y sigamos! —respondió bruscamente Martínez, obligando a José a seguir caminando dando traspiés.

—¡Y ni un ser humano que nos guíe! —murmuraba el gaviero.

—¡Mejor! —dijo el teniente.

—¿Acaso no sabe que, cada año, se cometen un millar de asesinatos en México y que sus alrededores no son seguros?

—¡Mejor! —replicó Martínez.

Gruesas gotas de lluvia brillaban en las aristas de las rocas, iluminadas por los últimos resplandores del cielo.

—¿Qué es lo que veremos cuando consigamos atravesar las montañas que nos rodean? —preguntó el teniente.

—México a la izquierda y Puebla a la derecha, ¡si es que podemos ver algo! —respondió José—. Pero no distinguiremos nada. Está demasiado oscuro… Tendremos ante nosotros la montaña de Icctacihuatl y, por la hondonada, el camino seguro. Pero, ¡por Satanás!, no creo que lleguemos.

—¡Sigamos!

José estaba en lo cierto. La meseta de México está encerrada entre un inmenso circo de montañas. Es una inmensa cuenca oval de dieciocho leguas de largo, doce de ancho y sesenta y siete de perímetro, rodeada de altos salientes, entre los que se distinguen, al sudoeste, el Popocatepetl y el Icctacihuatl. Una vez llegado a la cima de estas barreras, el viajero ya no experimenta ninguna dificultad para descender por la meseta de Anahuac y la ruta, que se prolonga hacia el norte, es agradable hasta México. Entre las amplias avenidas de olmos y de álamos se admiran los cipreses plantados por los reyes de la dinastía azteca, así como los schinns, parecidos a los sauces llorones de Occidente. Por todas partes los campos labrados y los jardines en flor muestran sus cosechas, mientras que manzanos, granados y cerezos respiran a gusto bajo este cielo azul profundo que determina el aire seco y enrarecido de las alturas terráqueas.

Los estallidos del trueno se repetían entonces con extrema violencia en la montaña. La lluvia y el viento, que cesaban a ratos, tornaban más sonoros los ecos.

José maldecía a cada paso. El teniente Martínez, pálido y silencioso, miraba hostilmente a su compañero que se erguía ante él como un cómplice a quien hubiera querido hacer desaparecer.

De pronto, un relámpago iluminó la oscuridad. ¡El gaviero y el teniente estaban al borde de un abismo! Martínez se acercó de un salto a José. Le puso la mano sobre el hombro y, después de los últimos fragores del trueno, le dijo:

—¡José…! ¡Tengo miedo…!

—¿Miedo de la tormenta?

—No temo a la tempestad del cielo, José, sino la tormenta que se ha desencadenado dentro de mí…

—¡Ah! ¡Usted piensa todavía en el capitán Orteva…! ¡Vamos, mi teniente, me hace reír! —respondió José, que no se atrevía a reírse porque Martínez lo miraba con ojos extraviados.

Un trueno formidable resonó.

—¡Calla, José, calla! —exclamó Martínez, que no parecía dueño de sí mismo.

—¡Pues sí que ha elegido una buena noche para sermonearme! —replicó el gaviero – ¡Si tiene miedo, mi teniente, tápese los ojos y los oídos!

—¡Mira…! —gritó Martínez—. ¡Me parece…! ¡Veo al capitán… al señor Orteva… su cabeza rota…! ¡Allí…! ¡Allí…!

Una sombra negra, iluminada por un relámpago blanquecino, se irguió a veinte pasos del teniente y su compañero.

En el mismo instante, José vio a Martínez a su lado, pálido, siniestro, descompuesto, con el brazo armado de un puñal.

—¿Qué le sucede? ¿Qué…?

Un relámpago los envolvió a los dos.

—¡Socorro! —gritó José.

No quedó más que un cadáver en aquel lugar. Como un nuevo Caín, Martínez huía en medio de la tempestad con su arma ensangrentada en la mano.

Algunos instantes después, dos hombres se inclinaban sobre el cadáver del gaviero, murmurando:

—¡Uno menos!

Martínez erraba como un loco a través de las sombrías soledades. Corría con la cabeza descubierta bajo la lluvia que caía a torrentes.

—¡Socorro! ¡Socorro! —gritaba, tropezando contra las rocas que se deslizaban a sus pies.

De pronto se dejó oír un gorgoteo profundo. Martínez miró y escuchó el estrépito de un torrente.

Era el pequeño río Ixtoluca, que se precipitaba a quinientos pies por debajo de donde se encontraba.

A pocos pasos, sobre el torrente mismo, colgaba un puente formado por cuerdas de pita. Sujeto en ambas orillas por algunos postes hundidos en la roca, el puente oscilaba con el viento como si fuera un hilo tendido en el espacio.

Martínez, agarrándose a las lianas, avanzó arrastrándose por el puente. A fuerza de energía consiguió llegar a la orilla opuesta…

Allí, una sombra se irguió ante él.

Martínez retrocedió sin decir palabra y se aproximó a la orilla que acababa de dejar.

Allí, también, otra forma humana apareció ante él.

Martínez regresó de rodillas hasta la mitad del puente, con las manos crispadas por la desesperación.

—¡Martínez! ¡Soy Pablo! —gritó una voz.

—¡Martínez! ¡Soy Jacopo! —exclamó otra.

—¡Eres un traidor…! ¡Y vas a morir…!

Sonaron dos golpes secos. Los pilares que sujetaban los dos extremos del puente cayeron bajo el hacha…

Se oyó un terrible aullido y Martínez, con los brazos extendidos, se precipitó en el abismo.

A una legua de allí, el aspirante y el contramaestre se reunieron, después de haber vadeado el río Ixtoluca.

—¡He vengado al capitán! —dijo Jacopo.

—¡Y yo —respondió Pablo— he vengado a España!

Así nació la marina de la Confederación Mexicana. Los dos barcos españoles, entregados por los traidores, quedaron en propiedad de la nueva república y constituyeron el núcleo de la pequeña flota que antaño disputaba las tierras de Texas y California a los navíos de los Estados Unidos de América.

Publicado por Antonio F. Rodríguez.

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