Francisco García Pavón (Tomelloso, 1919-1989) nos dejó, además de las inefables historias policiacas de Plinio, relatos extraordinarios, como éste, seguamente uno de los mejores que escribió.
Este año se cumple el centenario de su nacimiento, lo que puede se una buena excusa para recordarle y disfrutar una vez más de su arte.
Paulina y Gumersindo
A Ignaco Aldecoa
La fachada de la casa era una baja pared enjalbegada y un portón ancho. Nada más. Detrás del portón, un corralazo con higuera y parra, con pozo y macetas y, cosa rara, un bravo desmonte velloso de hierba, solaz de las gallinas. Refiriéndose a él decía Paulina: «Cuando hicieron la casa y la cueva, hace milenta años, quedó ese montón de tierra. Como le nació hierba y amapolas, mi padre dijo: “Lo dejaremos”. Y cuando nos casamos, Gumersindo dijo: “Pues vamos a dejarlo y así tenemos monte dentro de casa”». En el fondo del corralazo, en bajísima edificación, la cocina, la alcoba del matrimonio, la cuadra de Tancredo y un corralito para el cerdo.
Algunas tardes, muchas, íbamos con mamá o con la abuela a visitar a
la hermana Paulina. Si era verano, la encontrábamos sentada entre sus macetas,
junto al pozo, leyendo algún periódico atrasado de los que le traían las
vecinas; o cosiendo.
Al vernos llegar se quitaba las gafas de plata, dejaba lo que
tuviese entre manos y nos decía con aquella su sonrisa blanca:
—¿Qué dice esta familieja?
Siempre me cogía a mí primero. Me acariciaba los muslos y apretaba
mi cara contra la suya. Recuerdo de aquellos abrazos de costado: su pelo
blanquísimo, sus enormes pendientes de oro y la gran verruga rosada de su
frente... Olía a arca con membrillos pasados, a aceite de oliva, a paisaje
soñado. Y me miraba más con la sonrisa que con sus ojos claros, cansados,
bordeados de arrugas rosadas.
Mientras los niños jugábamos en el corralazo o hacíamos alpinismo en
el pequeño monte, ella hablaba con mamá. Gustaban de recordar cosas antiguas de
gentes muertas, de calles que eran de otra manera, de viñas que ya se quitaron,
de montes que ya eran viñas, de romerías a Vírgenes que ya no se estilaban. Y
al hablar, con frecuencia levantaba una ceja, o el brazo, como señalando cosas
distantes en el tiempo. Y al reír se tapaba la boca con la mano e inclinaba la
cabeza («qué cosas aquellas, hija mía»). Si contaba cosas tristes, levantaba un
dedo agorero y miraba muy fijamente a los ojos de mamá («... aquello tenía que
ser así, tenía que morirse, como nos moriremos todicos»).
En invierno nos recibía en su cocina, bajo la campana de la
chimenea, vigilando el cocer de sus pucheros. La llama, que era la única luz de
la habitación si estaba sola, despegaba brillos mortecinos de los vasos gordos
de la alacena, de un turbio espejo redondo, del cobre colgado. En el silencio
de la cocina sólo vivía el latir del despertador, que acrecía hasta batirlo
todo cuando había silencio, y llegaba a callarse si todos hablaban. «Si se para
el despertador, lo “siento” aunque esté en la otra punta del corralazo o en
casa de las vecinas» —decía la hermana Paulina—. En las noches más frías de
invierno lo envolvía con una bufanda, no se escarchase. «Cuando no está
Gumersindo, es mi única compaña. Me desvelo, lo oigo y quedo tranquila.»
Si hacía frío, jugábamos en la cocina sobre la banca, cubierta de
recia tela roja del Bonillo, o en la cuadra de Tancredo.
Al concluir una de sus historias, quedaba unos instantes silenciosa,
mirando al fuego, con las manos levemente hacia las llamas... Pero en seguida
sonreía, porque le llegaban nuevos recuerdos y, meneando la cabeza y mirando a
mamá, empezaba otra relación. Si era de gracias y dulzuras, nos decía: «Acercaros,
familieja, y escuchar esto», y tomándonos de la cintura contaba aquello,
mirando una vez a uno, otra a otro y otra a mamá... Y si era de sus muertos,
concluía el relato en voz muy opaca. Se recogía una lágrima, suspiraba muy
hondo —«¡Ay, Señor!»— y quedaba unos segundos mirándose las manos cruzadas
sobre el halda... Mamá le decía: «¿Recuerda usted, Paulina?...». Ella sonreía,
movía la cabeza y se adentraba con sus palabras añorantes en los azules fondos
del recuerdo.
Como se hablaba tanto de república por aquellos días, una tarde nos
contó cuando la primera República. Aquella en la que fue el tío abuelo Vicente
Pueblas alcalde. Se reunió con sus concejales en el Ayuntamiento a tomar la
vara, y lo primero que acordaron fue rezar un Tedéum de gracias por el
advenimiento. «Te aseguro que si viene ahora, no cantarán un Tedéum.» Y a la
salida de la iglesia, el abuelo Vicente echó un discurso desde el balcón del
Ayuntamiento viejo, besó la bandera e invitó por su cuenta a un refresco en su
posada.
También nos contaba la «revolución de los consumos». Desde las
ventanas de la casa Panadería dispararon «al pueblo indefenso», que luego
asaltó los despachos y tiró los papeles. Mataron a tres. Por la noche llegó la
tropa desde Manzanares e hicieron hogueras en la calle de la Feria. Y los del
Ayuntamiento y los consumistas huyeron entre pellejos de vino, e hicieron
prisión en el Pósito Nuevo.
Otras veces contaba lo de la epidemia del cólera: «Los llevaban en
carros (a los muertos), como si fueran árboles secos». O cuando mataron a
Tajá o a don Francisco Martínez, el padre de las Lauras. O lo del año del
hambre, cuando «las pobres gentes se comían los perros y los gatos».
Cuando llegaba la hora de marcharnos, abría la despensa, y mientras
buscaba en ella, decía:
—Y ahora, el regalo de la hermana Paulina.
Y mamá:
—Pero Paulina, mujer...
—Tú, calla, muchacha.
Y según el tiempo, sacaba un plato de uvas, o de avellanas, o de
altramuces, o de rosquillas de anís, o lo mejor de todo: cotufas, que llamaba
rosetas. A veces tostones, que son trigo frito con sal. O cañamones. Si era
verano y teníamos sed, nos hacía refrescos de vinagre muy ricos.
Y al vemos comer aquellas cosas con gusto, decía sonriendo:
—¿A que están buenos? ¿Eh, familieja?
Durante muchos años los abuelos, y luego nosotros, los lunes por la
mañana presenciábamos el mismo espectáculo. Desde muy temprano y con mucha
paciencia, Gumersindo comenzaba sus preparativos. En la puerta de la calle
estaba el carrito con Tancredo enganchado. Tancredo era un burro
entre pardo y negro, con las orejas horizontales y los ojos aguanosos. Lanas
antiguas y grisantas le tapizaban la barriga. En su lomo, de siempre, llevaba
grabado a tijera su nombre en mayúsculas: TANCREDO. Lo primero que
colocaba Gumersindo en el fondo de las bolsas del carro era la varja. Luego las
alforjas repletas, la bota de media arroba, el botijo, los sacos de pienso para
Tancredo, las mantas. Cada una de estas cosas se las iba aparando Paulina.
Él, silencioso y exacto, las colocaba en su lugar de siempre. Por último, ataba
el arado a la trasera, revisaba el farol y quedaba pensativo.
—¿Llevas el vinagre?
—Sí, Paulina.
—¿Y el bicarbonato?
—Sí, Paulina.
—¿Y los puntilleros nuevos?
—Sí, cordera.
—¿Y las tozas?
—Sí, paloma.
Cuando estaba todo, Gumersindo miraba su reloj, se ceñía el pañuelo
de hierbas a la cabeza y tomando de las manos a su mujer, le decía como
cincuenta años antes:
—No dejes de echar el cerrojo por la noche, no vaya a ser que algún
loco quiera abusar de tu soledad.
—Tú vete tranquilo —decía ella sonriendo—, que tu huerto queda a
buen seguro.
Gumersindo se acercaba más, le daba dos besos anchos y sonoros y,
sin atreverse a mirarla, nervioso, montaba en el carro.
—¡Arre, Tancredo!
Tancredo arrancaba, lerdísimo, calle de Martos abajo, y
Paulina, acera adelante, echaba a andar tras él.
—Paulina, ya está bien —le decía él volviendo la cabeza.
Y la hermana Paulina, sonriendo, seguía.
—Paulina, vuélvete.
Pero Paulina continuaba hasta la calle de la Independencia. Todavía
allí permanecía un buen rato, hasta que las voces de él —«Paulina, vuélvete»—
ya no se oían.
El resto de la semana, hasta el sábado a media tarde que regresaba
Gumersindo, Paulina esperaba. Esperaba y preparaba el regreso de Gumersindo.
Esperaba y recibía a sus amistades.
Gumersindo, en la soledad de su viñote, a casi diez leguas del
pueblo, esperaba también, sin amistades a quien recibir. («Allí solico,
luchando contra la tierra, el pobre mío.»)
Cuando el cielo se oscurecía, Paulina, desde la puerta de su cocina,
venteaba con los ojos preocupados —«¡Ay, Jesús!»—. Los días de tormenta, pegada
a la lumbre, rezaba viejas oraciones entre católicas y saturnales.
Nunca imaginaba a su Gumersindo amenazado de otros enemigos que los
atmosféricos. Al hablar del cieno, la nevasca, la helada, la tormenta o el
granizo, los personalizaba como criaturas inmensas de bien troquelado carácter.
El rayo, sobre todo, era, según Paulina, el gran Lucifer de los que andan
perdidos por el campo. «Santa Bárbara, manda tus luces a un jaral sin nadie; /
Santa Bárbara, líbralo de todo mal, / quita el rayo del aprisco y del candeal;
/ mándalo con los infieles / a la otra orilla del mar.» O aquella otra
jaculatoria, entre tradicional y de su propia imaginativa: «San Isidro, ampara
a mi Gumersindo; / que el agua moje la tierra / y no arrecie en temporal; / la
nieve venga en domingo, / en lunes llegue el granizo / a poco de amañanar; /
San Isidro, a los pedriscos / ordénalos jubilar...».
Los sábados, hacia las seis de la tarde, Gumersindo asomaba,
llevando a Tancredo del diestro, por la calle de la Independencia. Mucho
antes ya estaba Paulina en la esquina con los ojos hacia la plaza.
—¿Qué hay, Paulina? ¿Esperando a tu Gumersindo?
—¡Ea! —contestaba casi ruborosa.
—Mira a Paulina esperando a su galán.
—¡Ea!
Así que columbraba el carro, Paulina no contestaba a los saludos.
Sus claros ojos, achicados por los años, por los sábados de espera y los lunes
de despedida, miraban a lo que ella bien sabía, sin desviarse un punto.
Entre la polvareda que levantaban tantos carros en sábado, aparecía
la silueta de Gumersindo, delgadito, enjuto, trayendo del diestro a Tancredo,
que buen sabedor de sus destinos, andaba más liviano, con las orejas un poquito
alzadas y diríase que una vaga sonrisa en su hocico húmedo.
Antes de que el carro llegase a la esquina de la calle de Martos,
Paulina avanzaba por el centro de la carrilada hasta Gumersindo. Tomándole la
cara entre las manos, lo besaba como a un niño.
—Vamos, Paulina, vamos. ¿Qué va a decir la gente? —decía él, tímido,
empujándola con suavidad. (Él, que olía a aire suelto de otoño y a sol parado;
a pámpanos y a mosto, si ya era vendimia.) Daba luego unas palmadas a
Tancredo: «¡Ay, viejo!».
Se les veía venir calle de Martos adelante cogidos del bracete —como
ella decía—, seguidos de Tancredo, ya confiado a su querencia. Siempre
le traía él algún presente: las primeras muestras de la viña, unas amapolas
adelantadas, un jilguero, espigas secas de trigo para hacer tostones, un nido
de pájaros o un grillo bien guardado en la boina. Cierta vez —siempre lo
recordaba ella— le trajo una avutarda, dorada como un águila, que apeó el
propio Gumersindo de un majano con un solo tiro de escopeta.
Desuncido el carro y Tancredo en la cuadra, Paulina le sacaba
a su hombre la jofaina, jabón y ropa limpia. Con el agua fría del pozo se
atezaba y aseaba según su medida, mientras ella le tenía la toalla y se entraba
la ropa sucia. Luego, si hacía buen tiempo, se sentaban los dos juntos a una
mesita, bajo la parra, a comer los platos que ella pensó durante toda la
semana. Y comiendo en amor y compaña, iniciaban la plática que duraría dos
días. Él le contaba minuciosamente todos sus quehaceres y accidentes de la
semana; en qué trozo de tierra laboró, cómo presentía la cosecha, quiénes
pasaron junto a su haza, si le sobró o faltó algún companaje, si hizo frío,
calor o humedad. Si tuvo noches claras o «escuras», si habló o no con los
labradores de los cortes vecinos, qué le dijeron y cómo respondió él. Dedicaba un
buen párrafo al comportamiento de Tancredo; si anduvo de buen talante o
lo pasó mal con los tábanos y las avispas. Si se le curó o no aquella matadura
que le hiciera la lanza la pasada semana. Si engrasó o no las tijeras de podar,
y muy sobre todo, si le alcanzó el vino hasta la hora de la vuelta.
Luego le llegaba el turno a Paulina, que le daba las novedades del
pueblo durante la semana. Qué visitas tuvo y de qué se habló. Repaso de
enfermedades en curso, muertos y nacimientos entre la vecindad y conocidos. Los
miedos que pasó ella el jueves, que se encirró el cielo o se vieron relámpagos
por la parte de Alhambra. La preocupación por si le habría puesto poco tocino
en el hato o si el vino se habría repuntado con la calina que hizo.
Durante los días que permanecía Gumersindo en el pueblo, nadie nos
acercábamos por casa de Paulina: «Como está Gumersindo...». Se veía a la pareja
sola, sentada en la puerta si era verano, trabada en sus pláticas. Si en
invierno, en la cocina, al amparo del fuego, hablaban mirando las llamas. Las
historias de Paulina y Gumersindo eran preferentemente de cosas sucedidas en
otros años, relaciones de personas muertas y hechos apenas conservados en la
memoria de los viejos. O cuentecillos dulces, pequeñas anécdotas, situaciones breves;
a veces meras historias de una mirada o un gesto, de un breve ademán, de un
secreto pensamiento que no afloró. Pero ella, por lo menudo y prolijo de su
charla, les daba dimensiones imprevistas. (Ahora comprendo que en todas sus
historias y pláticas había una sutil malicia, una delgada intención que
entonces se me escapaba. Años después, cuando mamá me recordaba las cosas de
Paulina, caí en la singular minerva de sus pláticas.)
Entre la muerte de Gumersindo y Paulina mediaron pocas semanas. No podía ser de otra manera.
Un sábado, Paulina, desde la esquina de la calle de Martos, vio
enfilar el carro por Independencia, como siempre, pero algo le extrañó.
Gumersindo no venía a pie con Tancredo del diestro, según costumbre de
cincuenta años. Impaciente, avanzó calle adelante. Se encontró con el carro a
la altura de la casa de Flores. Detuvo a Tancredo. Gumersindo, liado en
mantas, casi tumbado, asomaba una mano, en la que llevaba las ramaleras. Venía
amarillo, quemado por la fiebre, con los ojos semicerrados.
—¿Qué te pasa?
—Que me llegó la mala, Paulina... El cierzo de ayer se me lió al
riñón.
Lo tapó un poco mejor y tomó ella el diestro de Tancredo.
Caminaba con sus ojos claros inmóviles. Los vecinos la preguntaban:
—¿Qué pasa, Paulina?
Ella seguía sin responder, mirando a lo lejos, bien sujeto el ronzal
del viejo Tancredo.
No permitió Paulina que nadie lo tocara. Ella lo lavó y amortajó. Ella, con ayuda de otras mujeres, lo echó en la caja. Ella, sin una lágrima, lo miró con sus viejos ojos claros desde que lo encamaron hasta cerrar la caja.
Fue un entierro sin llantos, sin palabras. En el corralazo
aguardábamos los vecinos, mirando el pozo, la parra, la higuera, el desmonte
cubierto de hierba tierna, el carro desuncido, descansando en las lanzas.
Cuando sacaron la caja al coche que aguardaba en la calle, Paulina, ante el
asombro de todos, echó a andar tras el féretro. Los curas la miraban embobados,
sin dejar de cantar. Nadie se atrevió a disuadirla. Iba sola delante del duelo,
con las manos cruzadas, pañuelo de seda negro a la cabeza y los ojos fijos en
el arca de la muerte. Así llegó hasta la esquina de Martos con Independencia.
Cuando el coche dobló hacia la plaza, ella quedó parada en la esquina y, como
siempre, levantó el brazo.
Mamá y otras vecinas quedaron junto a la hermana Paulina, que seguía
moviendo la mano, hasta que el entierro y su compaña desembocó en la plaza.
Volvió entre los brazos de las vecinas completamente abandonada, llorando, al
fin, con un solo gemido interminable, sordo, sin remedio, que acabó con su
agonía muchos días después.
No sé por qué lío de
herederos, la casa de Paulina sigue abandonada. Alguna vez me he asomado por el
ojo de la cerradura y he visto el corralazo lodado de malas hierbas y
cardenchas. Y por más que esfuerzo mi memoria, no consigo rememorar en él la
dulce vida de Paulina, sino el quejido sordo, interminable, de animal herido,
que sonó en aquella casa hasta el ronquido final de la dulce.
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
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