sábado, 20 de abril de 2019

Sabina y el sentido de las palabras


Comprenderán ustedes, que entre tanto poeta y erudito, me siento un poco impostor. Pero siempre me ha gustado sentirme impostor. Asistir a fiestas a las que se supone que no tendría que ser invitado.

No estoy en absoluto dotado para la teoría ni para la erudición, aunque con el auge de los pequeños nacionalismos que por desgracia estamos sufriendo en el mundo, yo me considero de una patria mucho más grande, que es mi lengua, la lengua española.

Creo que es un milagro que ustedes se hayan reunido hoy para oír poesías y oír palabras. Palabras que llenan de magia, porque la misma lengua que sirve para pelearse con alguien en algún bar o para cualquier cosa, sirve para darles una gotita de magia.

Así que como no teorizaré, leeré un trocito de prosa que explica un poco, y un par de poemas.

A los catorce, parece que fue ayer, el rey Melchor se lo hizo bien conmigo y me trajo, por fin, una guitarra. Aquel adolescente ensimismado que era yo, con granos y complejos, en lugar de empollar física y química, mataba las horas rimando, en un cuaderno a rayas, versos llenos de odio contra el mundo y los espejos.

El mundo, lejos de sentirse aludido, seguía girando, que es lo suyo, desdeñoso, sin importarle un carajo mi existencia. Y los espejos, cabrones, en vez de consolarme con mentiras más o menos piadosas, me sostenían cruelmente la mirada. Vivía en un sitio que se llamaba Úbeda.

Algunas noches, mientras mis padres dormían, me daban las diez y las once y las doce y la una practicando con sordina, en mi flamante guitarra, los acordes de Blanca y radiante va la novia, o iniciándome en el furtivo y noble arte de la masturbación.

O suspirando por mi vecina, una rubia de bote que suspiraba por un idiota moreno que tenía una bici de carreras y jugaba al baloncesto. Sólo se me ocurrían tres maneras de atraer su atención: triunfar en el toreo, atracar un banco o suicidarme. Lo malo es que las tres exigían una sobredosis de valor que yo -¡ay de mí!- no poseía.

Yo poseía mi cuaderno a rayas cada vez más lleno de ripios contra el mundo, mi guitarra, cada vez más desafinada… Y un plano del paraíso, que resultó ser falso. Y la vida, previsible y anodina, como una tarde de lluvia en blanco y negro.

Pero en la pantalla del Ideal Cinema, cuando no daban una de romanos, el viento golfo de Manhattan le subía la falda a Marilyn y era domingo, y no había clase, y los niños de provincias soñábamos despiertos y en technicolor con pájaros que volaban y se comían el mundo.

Y el mundo que quería comerse los pájaros que anidaban en mi cabeza, pongamos que se llamaba Madrid. Así que un día me subí, sin billete de vuelta, al vagón de tercera de uno de aquellos sucios trenes que iban hacia el Norte, me apeé en la estación de Atocha y aprendí que las malas compañías no son tan malas y que se puede crecer al revés de los adultos; y supe, al fin, a qué saben los aplausos y los besos y el alcohol y la resaca y el humo y la ceniza, y lo que queda después de los aplausos y los besos y el alcohol y la resaca y el humo y la ceniza.

Tal vez por eso mis canciones quieren ser un mapamundi del deseo, un inventario de la duda, siete crisantemos con espinas. Y cuando las cartas vienen malas y amenaza tormenta y los dioses se ponen intratables y los hoteles no son dulces y todas las calles se llaman Melancolía, todavía fantaseo con debutar sin picadores o con desvalijar sucursales de Banesto o con probar mi suerte a la ruleta rusa, pero ahora, en lugar de tirarme en Las Ventas de espontáneo, o de escribirle una carta póstuma a Garzón, o de ahorrar para una Smith & Wesson del Especial, escribo en technicolor la canción de las noches perdidas, para vengarme de tantas tardes de lluvia en blanco y negro, de tantos hombres de traje gris, de tantas rubias de bote que se van con idiotas morenos que juegan al baloncesto, de tantas bocas adorables que nunca fueron mías, que nunca serán mías.

Aquellos granos trajeron estas cicatrices y aquellos Mihuras que nunca toreé me cosieron a cornadas el alma. Pero no me quejo; tengo amigos y memoria y risas y trenes y bares y una salud de hierro y un puñado de canciones recién salidas del horno que me tienen (dejadme que os lo cuente) orgulloso como un padre primerizo que babea.

Y, de cuando en cuando, una rubia de bote me tira un beso, desde el público, aprovechando un despiste de su novio; ese idiota moreno que juega al baloncesto. Lo peor del amor, cuando termina, son las habitaciones ventiladas, el puré de reproches con sardinas, las golondrinas muertas en la almohada.

Lo malo del después son los despojo que embalsaman el humo de los sueños. Los teléfonos que hablan con los ojos. El sístole sin diástole ni dueño. Lo más ingrato es encalar la casa, remendar las virtudes veneales, condenar a la hoguera los archivos. Lo atroz de la pasión es cuando pasa. Cuando al punto final de los finales, no les quedan dos puntos suspensivos.

Mi amigo Javier Krahe decía que la superioridad de la canción sobre el teatro era que en el teatro la gente aplaudía después de dos horas y en la canción cada tres minutos. El moño, las pestañas, las pupilas, el peroné, la tibia, las narices, la frente, los tobillos, las axilas, el menisco, la aorta, las varices.

La garganta, los párpados, las cejas, las plantas de los pies, la comisura, los cabellos, el coxis, las orejas, los nervios, la matriz, la dentadura. Las encías, las nalgas, los tendones, la rabadilla, el vientre, las costillas, los húmeros, el pubis, los talones. La clavícula, el cráneo, la papada, el clítoris, el alma, las cosquillas Esa es mi patria, alrededor no hay nada.

– –
Este ya no camufla un hasta luego, esta manga no esconde un quinto as.

Este precinto no juega con fuego, este ciego no mira para atrás.

Este notario avala lo que escribo, estas vísperas son del que se fue.

Ahórrate el acuse de recibo, esta letra no la protestaré.  
A este escándalo huérfano de padre, no voy a consentirle que taladre un corazón falto de ajonjolí.

Este pez ya no muere por tu boca, este loco se va con otra loca. Este masoca no llora más por tí.
– –
Yo tenía un botón sin ojal, un gusano de seda, medio par de zapatos de clown y un alma en almoneda.

Una hispano olivetti con caries, un tren con retraso, un carné del Atleti, una cara de culo de vaso.

Un colegio de pago, un compás, una mesa camilla, una nuez, o bocado de Adán, menos una costilla.

Una bici diabética, un cúmulo, un cirro, un strato, un camello del rey Baltasar, 
una gata sin gato.

Mi Annie Hall, mi Gioconda,
mi Wendy, las damas primero, mi Cantinflas, mi Bola de Nieve, mis tres Mosqueteros.

Mi Tintín, mi yo-yo, mi azulete, mi siete de copas, el zaguán donde te desnudé sin quitarte la ropa.
Mi escondite,
mi clave de sol, mi reloj de pulsera, una lampara de Alí Babá dentro de una chistera.

No sabía que la primavera duraba un segundo, yo quería escribir la canción más hermosa del mundo.
Les presento a mi abuelo bastardo, a mi esposa soltera,
al padrino que me apadrinó en la legión extranjera.

A mi hermano gemelo, patrón de la merca ambulante, a Simbad el marino que tuvo un sobrino cantante.

Al putón de mi prima Carlota y su perro salchicha, a mi chupa de cota de mallas contra la desdicha.

Mariposas que cazan en sueños los niños con granos cuando sueñan que abrazan a Venus de Milo sin manos.

Me libré de los tontos por ciento, del cuento del ‘bisnes’, dando clases en una academia de cantos de cisne.

Con Simón de Cirene  hice un tour por el monte Calvario, ¿qué harías tú si Adelita se fuera con un comisario?
Frente al cabo de poca esperanza arrié mi bandera, si me pierdo de vista esperadme en la lista de espera, heredé una botella de ron de un clochard moribundo, olvidé la lección a la vuelta de un coma profundo.

Nunca pude cantar de un tirón la canción de las babas del mar, del relámpago en vena, de las lágrimas para llorar cuando valga la pena.

De la página encinta en el vientre de un bloc trotamundos, de la gota de tinta en el himno de los iracundos.

Yo quería escribir la canción más hermosa del mundo.


Si queréis saber dónde, cuándo, cómo y por qué Joaquín Sabina (Úbeda, 1949) leyó ese trozo de prosa y esos versos, lo mejor es que leáis esta crónica de mi amigo José María Ciampagna, más conocido como El profe José. Él estuvo allí y lo cuenta mucho mejor que yo.


Publicado por Antonio F. Rodríguez.

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