viernes, 12 de octubre de 2018

Concierto de piano (unplugged) - Adolfo Pérez

James Rhodes

La crónica de cómo un pianista inglés, enamorado de España, regaló a un centenar de personas un concierto íntimo en el barrio de Lavapiés.

Al mediodía del sábado 22 de septiembre de 2018 iba conduciendo, cuando escuché en la radio que James Rhodes invitaba a los cien primeros que llegaran al Centro Cultural Función Lenguaje a escuchar un concierto de piano a partir de la 9 de la noche. La regla principal era que a las 20 horas abrirían las puertas del local que estaba en la calle del Dr. Fourquet 18.

Teresa, mi mujer, había quedado con dos amigas a comer por el centro de Madrid, le pedí si podía acercarse a husmear el asunto e intentar pillar una entrada. Y la fortuna nos sonrió, sobre las 18:30 pasó por la puerta y vio que estaban entregando números (uno por persona) a los  interesados en asistir. Pidió uno ella y otro cada una de sus amigas, en un pispás se había agenciado tres entradas con los números del 58 al 60. Me telefoneó muy alegre para comunicarme la buena nueva y planificamos la tarde-noche para poder asistir al concierto.

A las ocho menos diez éramos los últimos de una larga cola que subía calle arriba hacia Argumosa. Teresa comentó a los que estaban delante que teníamos una entrada de más, que no iba a ser usada, debido a la premura  de tiempo, ni por sus amigas ni por ningún familiar al que telefoneamos para invitarle al evento. La pareja de delante dijo que necesitaban dos y otra señora aparentemente sola esperaba a una amiga y tampoco le encajaba bien la solitaria entrada. El caso es que un varón que estaba detrás se metió en la conversación diciendo que él iba a entrar solo y que aceptaba la entrada si nadie la iba a querer. Y con ella se quedó, así de chiripa. La cara de los de delante se tornó adusta, quizás pudieron pensar que pretendíamos sacarles algo de dinero, y más cuando estimaran que cual pandilla de timadores hacíamos el simulacro de haber regalado la entrada a un cómplice, con la oscura intención de espolearles el apetito de entrar al espectáculo. Así que empezaron a salirse de la fila temiendo que les fuéramos a pedir una cifra desmesurada por una entrada que sabían a ciencia cierta que habíamos conseguido unos minutos antes por la cara. De modo que su suspicacia les llevó a encontrarse compuestos pero sin novio.  Al falso compinche, el que se llevó el gato al agua, luego le vi entre el público disfrutando, como todos los presentes, del virtuosismo del intérprete.

A las 8 en punto empezó a avanzar la cola en dirección a la puerta, la gente que no tenía pase, no entraba y entonces se quedaban petrificados, con cara de vaqueta y el cuello encogido, como esperando una segunda oportunidad. Adelantamos a los indocumentados y al entrar en la sala ya estaban ocupadas la mayoría de las sillas, dispuestas en varias filas frente a un gran piano de cola Steinway que llenaba un espacio iluminado por un foco y aireado por un ventilador de pie que era incapaz de refrescar, por sí solo, el cada vez más caldeado ambiente. Solo quedaban asientos aislados y estábamos pensando en ponernos en lugares separados cuando alguien del staff nos sugirió ocupar un sillón de dos plazas que estaba en un rincón, justo a la espalda de la posición del pianista. Allí nos instalamos Teresa y yo, dispuestos a aguantar una hora de espera hasta que comenzase la función. Solo se levantaban de su butaca aquellos que dejaban otro acompañante en la de al lado, porque no era plan volver del servicio y encontrar tu silla ocupada sin derecho a reclamación. La barra del bar estaba muy cerca y me levanté a pedir unos refrescos que bebimos uno a morro de la lata y el otro en un genuino vaso de plástico blanco.

Durante la espera me incorporé para admirar el piano con calma, de la misma manera que lo hago ante una obra de arte. Distribuidas sobre su metro y medio de anchura, destaca la alternancia de teclas blancas y negras, todas tan idénticas, tan enrasadas, esperando ser pulsadas por unos dedos ya delicados, ya impetuosos que, escalonando ese plano perfecto que forman cuando están en reposo, desencadenan el movimiento de un enrevesado mecanismo cuya finalidad es percutir, con extraordinaria precisión, sobre una cuerda que vibrará con una frecuencia específica emitiendo la nota deseada de la escala musical. La tapa abierta era un plano inclinado de dos metros de longitud, apoyado sobre el soporte para que el sonido se extendiera por toda la sala. Por debajo se veía el arpa de acero que sujeta las 88 cuerdas en paralelo, que se alojan sobre la caja de resonancia. Todos los mecanismos estaban a la vista porque habían quitado el atril. Era evidente que James no necesitaba las partituras de las piezas que iba a interpretar, se las tendrá tan machacadas que estarán tatuadas en las circunvoluciones de su cerebro. También esperaba paciente la banqueta rectangular donde se aposentaría el artista, que sin duda había sido regulada, por él mismo, a la altura correcta. Finalmente la escena era iluminada por un foco portátil centrado en dar luz al teclado, pero que proyectaba unas sombras envueltas en claroscuros.


Impaciente por el comienzo me dirigí al baño para estirar las piernas. Al salir observé, a través de una ventana, la habitación que hacía las veces de camerino. Dentro estaba James sentado, mirando su móvil con aspecto relajado, llevaba un pantalón vaquero y una original camiseta blanca luciendo el dibujo de una cabeza de vaca de las Highlands escocesas, esos adorables bovinos dotados de enorme cornamenta, pero que al ser peludos recuerdan a la oveja de Norit y te transportan inmediatamente a los años de inocencia y seguridad de la infancia, alejando de tu cabeza toda sensación de peligro. Le robé una foto tras la ventana en el momento que le traían agua y refrescos. El virtuoso necesitaba hidratarse antes de afrontar el encuentro con un público que estaba rendido ante él y empezaba a disfrutar solo pensando en lo que se avecinaba. Yo me retiré a mi rincón a esperar, tan contento con el doble trofeo, la instantánea y la cabeza de vaca.

Los espectadores eran una muestra de biodiversidad, desde familias con niños hasta individuos entrados en años de aspecto taciturno, buen número de parejas maduras y grupos de jóvenes de ambos sexos interesados en dejarse llevar por el embrujo de la música. Entre todos ellos me llamó la atención una cara conocida, era una profesora nativa de francés que relacioné con mi lugar de trabajo. Nunca había tratado con ella, pero la complicidad que da asistir a un acto tan singular me llevó a pensar que haría por saludarla cuando terminara la función. Necesitaba compartir con alguien conocido la sensación de privilegio que produce este tipo de acontecimientos tan imprevistos, tan formidables y tan mágicos. 


A las nueve en punto de la noche, apareció el anfitrión de la sesión, comentó la alegría que le producía haber podido organizar un concierto benéfico bastante improvisado. También nos recordó que afuera se había quedado un buen número de personas, algunas muy enfadadas. Buscó nuestra complicidad para corroborar que el reparto de entradas se había hecho sin trampa ni cartón y después de recordarnos que íbamos a gozar de la distinción de asistir a un concierto de piano en una sala en la que apenas cabían 100 personas, nos sugirió que al igual que en los «free-tours» turísticos aportáramos la cantidad que nuestra voluntad considerara adecuada, dentro de una caja de cartón con una ranura en su parte superior para introducir el dinerito. Antes de presentar a la estrella de la noche nos rogó que, por el bien del espectáculo, no se hicieran fotos ni grabaciones de video, nos sugirió dejarnos llevar por los etéreos brazos de la música que iba a brotar del majestuoso instrumento emplazado allí para la ocasión.

Al final anunció a James Rhodes, que apareció por la puerta del improvisado camerino rebrincando para acercarse al piano. Era alto, longilíneo y nervioso, sus poco más de cuarenta años se revelaban en las canas que poblaban su barba y su cabeza. Comenzó dirigiéndose a la audiencia en «guiri-spanish» para decirnos que llevaba un año viviendo en Madrid y se encontraba muy a gusto. Pensé: Esta ciudad le ha sentado tan bien que a pesar de su pasado, descrito con crudeza y sin concesiones en el libro autobiográfico «Instrumental», se muestra como una persona corriente y de ademanes tiernos. Se  expresaba con tanta gracia que agradecí su esfuerzo de acercamiento a través de la lengua. Después pasó a hablar en inglés, y automáticamente decidí que aunque no entendiera absolutamente todo yo me iba a dejar llevar por el lenguaje de la música, que no es traducible porque es el más comprensible de todos.

Entonces se quitó sus gafas de pasta negra, las depositó a la derecha del teclado, se sentó sobre la banqueta, aproximó las manos a las teclas y empezó a expandir el hechizo. Se trataba de una pieza lenta, como para calentar los dedos. Desde mi posición podía ver muy bien como tocaba, me fijé en los movimientos de sus manos, de sus dedos, como se inclinaba hacia la derecha o la izquierda según el lado del teclado sobre el que actuara, con qué delicadeza y precisión pulsaba los pedales del instrumento con sus zapatillas «Converse» blancas. Mientras, la sucesión de notas iba entrando directa desde el oído al cerebro y seguía hasta el corazón de cada uno de los asistentes que a fuerza de permanecer inmóviles como estatuas de mármol, íbamos cayendo en un éxtasis colectivo que solo acabó cuando cesó el sonido y James se levantó a agradecer el explosivo aplauso. Tras la lenta melodía bromeó diciendo que le gustaba empezar los conciertos con mucha marcha, pero pidió paciencia, porque si estábamos esperando una exhibición de ejercicio físico en la ejecución, lo presenciaríamos a continuación. La segunda era una pieza de Bach, nos había avisado de que íbamos a ver como cruzaba sus manos sobre el teclado, porque la mano derecha interpretaba una melodía mientras la izquierda retozaba sobre las teclas ora a la derecha, ora justo encima de la otra mano con una forma que recordaba un pulpo, ora hacia su espacio natural de la izquierda y para hacerlo James se levantaba del asiento intentando llegar a los rincones inhóspitos del blanco y negro teclado de marfil. Una interpretación muy brava, como para adolescentes enérgicos, donde el intérprete debía localizar el lugar exacto de las «fucking notes» salteadas a lo largo y ancho del teclado. Sin embargo, lo importante era la música y pudimos comprobar que Johann Sebastian nunca decepciona, porque estuvieron vibrando más las células nerviosas de nuestro cuerpo que las cuerdas del piano.

Había que calmar la euforia y entonces vino Chopin, James nos introdujo en la timidez adolescente del polaco. Su falta de comunicación con las compañeras de estudios la suplía componiendo canciones que evidenciaban su espíritu enamorado. Es una música conmovedora, plagada de vaivenes sentimentales, durante la interpretación las manos se movían como dos arañas independientes que se acercaban y alejaban entre sí, al ritmo de los sentimientos del autor.

La cuarta obra era un Preludio de un Chopin más maduro, James nos refirió que había ido a Mallorca y que allí Chopin pasó un periodo de convalecencia en la cartuja de Valldemosa, un sitio aislado para no contagiar su enfermedad, donde solo se podía llegar montado en burro, James aprovechó para reproducir un rebuzno tocando tres teclas y nos dijo que estuviéramos atentos a la aparición de ese sonido en la siguiente interpretación. Chopin la compuso mientras estaba acompañado por George Sand y sus hijos. Creó una pieza impregnada de un sonido envolvente, logrado apretando el pedal «sustain» para mantener la vibración de las cuerdas, que te transporta como en un viaje astral a un mundo de ingravidez. Me rememoró la sensación de un baño termal, donde flotas como si estuvieras inmerso en líquido amniótico. 


Como preámbulo del tema siguiente nos enseñó un tatuaje de su antebrazo derecho donde figura el nombre de uno de sus ídolos, Сергій Рахманінов, un compositor, pianista y director de orquesta, con tres carreras sin despeinarse, igualito que los ingenieros de caminos, canales y puertos. Se trata del ruso Sergei Rachmaninoff, el influyente músico del siglo pasado, que dejó en James una huella más profunda de la que se ve en la superficie de su piel. Escucharle en bucle le sacó del infierno que vivió en su juventud. En el comentario previo nos contó que la composición original está escrita para piano y orquesta, pero él iba a interpretar una versión para ser tocada en un solo de piano y levantando las palmas el solista zanjó: «Y solo con dos manos».  Cuando el británico tocó dos acordes,  «#chan, #chin»  contó que en base a ellos se construyó la obra que los repite de modo recurrente para expresar las sacudidas emocionales y obsesivas producidas por las dudas amorosas que martillean por cada oído alternativamente «#te odio, #te amo». Esa alternancia a lo largo de la composición produce una extraordinaria tensión que va aumentando linealmente de intensidad conforme avanza el tiempo. En paralelo, los movimientos del intérprete eran imposibles para un mamífero bípedo, a juzgar por el aluvión de sonidos que emitía el instrumento, y generaban una energía absolutamente física que concordaba a la perfección con las vibraciones acústicas producidas por las notas musicales inundando la sala.

Los aplausos eran cada vez más fuertes y los saludos de James más agradecidos, se había producido desde el principio una comunión «público-artista» tan cercana que la noche apuntaba a terminar entre abrazos. La última delicia musical era una balada de Brahms que acabó hipnotizando a la mayoría de los oyentes. En un momento dado, la cadencia del sonido hizo presa y todos empezamos a mover la cabeza al compás, como lo hacían los perros que adornaban la ventanilla trasera de los Seat 600 de los años 70 cuando asentían al ritmo de las vibraciones producidas por los baches del pavimento. Y embelesados seguimos el camino  marcado por el londinense como hubiéramos seguido al flautista de Hamelín. Al terminar de agradecer los aplausos se retiró al camerino… Y regresó casi inmediatamente para deleitarnos con un bis.

Su vuelta al ruedo se convirtió en un homenaje a Beethoven, empezó con unas notas vibrantes y reconocibles, la composición transmitía alegría y viveza, James nos estaba invitando a salir del local con los corazones alegres y se empleó a fondo para conseguirlo. Tocaba saltarín sobre el piano y comunicaba una energía tan contagiosa que daban ganas de empezar a correr la maratón a la vuelta de la esquina. Volvió a hacer mutis y el respetable insistió en mantener un aplauso continuo hasta que reapareció encantado el inglés. Explicó que iba a tocar una canción de amor dedicada a su novia Mica, presente en la sala. Luego al sentarse advirtió: «¡La última, eh!».

Con esa interpretación nos estaba despidiendo de la manera más elegante posible, porque era una especie de nana que sirviera para mecer a su enamorada, como el paso previo a caer rendidos en brazos de Morfeo. Le agradecimos su generosidad al guiri con un caluroso aplauso de despedida. Después nos levantamos perezosos y nos rascamos el bolsillo para llenar de billetes la caja de cartón, aunque asumíamos que habíamos asistido a una ceremonia que no se podía pagar con dinero. Salimos del local con el espíritu bien alimentado y nos internamos en Lavapiés dispuestos a activar la epiglotis y movilizar el aparato digestivo en alguna terraza del barrio.
 
Madrid, 30 de septiembre. 

Publicado por Adolfo Pérez.

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