Leonora Carrington
Leonora Carrington (Lancashire, 1917-2011) fué una escritora y pintora inglesa, nacionalizada mexicana.
Como artista, formó parte del movimiento surrealista y conoció a Max Ernst, André Breton, Salvador Dalí y Joan Miró. Expuso en París, Ámsterdam y durante la Segunda Guerra Mundial se unió al Freier Künstlerbund, movimiento clandestino de intelectuales antifascistas.
Se casó con Max Ernst, pero poco después el fué detenido como enemigo del régimen de Vichy y Leonora tuvo que huir primero a España, luego a Lisboa y finalmente a México, donde vivió hasta el final de su vida.
En la última etapa se dedicó a la escultura en bronce. Publicó diez libros, uno de ellos es una recopilación de relatos titulada «Los conejos blancos» y éste es el cuento que da título al volumen.
Los conejos blancos
Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el
número 40 de la calle Pest. Parecía como si las casas, de color negro
rojizo, hubiesen surgido misteriosamente del incendio de Londres. El
edificio que había frente a mi ventana, con unas cuantas volutas de
enredadera, tenía el aspecto negro y vacío de una morada azotada por la
peste y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo me había
imaginado Nueva York.
Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar
una vuelta por las calles; así que me estuve sentada contemplando la
casa de enfrente, mojándome de cuando en cuando la cara empapada de
sudor.
La luz nunca era muy fuerte en la calle Pest. Había siempre una
reminiscencia de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin
embargo, era posible examinar la casa de enfrente con detalle, incluso
con precisión. Además, yo siempre he tenido una vista excelente.
Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de
movimiento pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de
desvestirme con total despreocupación delante de mi ventana abierta y
hacer optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de la calle
Pest. Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como las casas.
Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de
piedra que hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre
las rodillas, y me puse a observar una moscarda que chupaba el cadáver
de una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos
largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para
que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran
cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y
miró por la ventana vacía. Luego meció la cabeza debajo de un ala,
buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió
demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer.
Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve
graznido de agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en
su comida repugnante.
La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar
el plato. Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le
sonreí a mi vez y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la
cabeza para atrás con coquetería y me dedicó un elegante saludo a la
manera de una reina.
-¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? -me gritó.
-¿Un poco de qué? -grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído.
-De carne en mal estado. Carne en descomposición.
-En este momento, no -contesté, preguntándome si no estaría bromeando.
-¿Y tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me la trajera.
A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó el vuelo.
Mí curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran
trozo de carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un
periódico y esperé. En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió
tan fuerte que me vi obligada a realizar mis tareas diarias con una
pinza fuertemente apretada en la punta de la nariz. De cuando en cuando
bajaba a la calle a respirar.
Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de
color; así que, apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en
mi bolsa de malla y me dirigí a la casa de enfrente.
Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.
Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba
oculto bajo una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había
salido ni entrado por él desde hacía años. La campanilla era de esas
antiguas de las que hay que tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo
que era mi intención, me quedé con el tirador en la mano. Di unos golpes
irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un olor espantoso a
carne podrida. El recibimiento, que estaba casi a oscuras, parecía de
madera tallada.
La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.
-¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? -murmuró ceremoniosamente; y me
sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda
verde. Pero al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que
brillaba como si la tuviese salpicada de mil estrellitas diminutas.
-Es usted muy amable -prosiguió, tomándome del brazo con su mano
reluciente-. No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.
Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.
El último tramo de escalones daba a una alcoba decorada con oscuros
muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos
roídos y cráneos de animales.
-Tenemos visita muy pocas veces -sonrió la mujer-. Así que han corrido todos a esconderse en sus pequeños rincones.
Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un
centenar de conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos
rosas fijamente clavados en ella.
-¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! -canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y sacando un trozo de carne podrida.
Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la
carroña a los conejos, que se pelearon como lobos por la carne.
-Una acaba encariñándose con ellos -prosiguió la mujer-. ¡Cada uno
tiene sus pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que
son los conejos.
Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.
-Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi
marido hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.
Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi
atención, entonces me di cuenta de que había una tercera persona en la
habitación. Al llegarle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la
tez igual de brillante que ella; como oropel en un árbol de Navidad.
Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado muy tieso, y
de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra presencia,
ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla,
donde masticaba un trozo de carne.
La mujer siguió mi mirada y rió entre dientes.
-Ese es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro…
Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que tenía una venda en los ojos.
-¿Ethel? -preguntó con voz bastante débil-. No quiero que entren
visitas aquí. Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.
-Vamos, Laz; no empecemos -su voz era quejumbrosa-, no me puedes
escatimar un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía
una cara nueva. Además ha traído carne para los conejos.
La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.
-Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? -de repente me entró
miedo y sentí ganas de salir, de huir de estas personas terribles y
plateadas y de sus conejos blancos carnívoros.
-Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.
El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al
conejo que tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y
desapareció.
La mujer acercó tanto su cara a la mía que creía que su aliento nauseabundo iba a anestesiarme.
-¿No quiere quedarse y ser como nosotros? En siete años su piel se
volverá como las estrellas; siete años tan solo, y tendrá la enfermedad
sagrada de la Biblia: ¡la lepra!
Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad
malsana me hizo mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la
casa, y vi que la mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de
saludo. Y al agitarla, se le desprendieron los dedos y cayeron al suelo
como estrellas fugaces.
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario