miércoles, 3 de enero de 2018

Solo a través del Atlántico - Alain Gerbault


Título: Solo a través del Atlántico
Autor: Alain Gerbault

Páginas: 128

Editorial: Noray

Precio: 13,46 euros

Año de edición: 2014 

La mañana del 15 de septiembre de 1923, el francés Alain Gerbault echó en el ancla en el puerto de Nueva York entre vítores y aplausos, después de 101 días de navegación en solitario desde Gibraltar. Llevaba 72 horas sin dormir y era la primera vez que una sola persona completaba el recorrido en un velero en dirección oeste, en contra de los vientos alisios.

El Firecrest

Este libro es un resumen, reescrito y comentado, de su diario de a bordo durante la travesía, la historia de un aventurero enamorado del mar que realizó una hazaña increíble en la que recorrió más de 7000 km a vela y sin escalas, sin radio ni GPS, sin utilizar ni siquiera un pequeño motor auxiliar para maniobrar en los puertos. 

El lenguaje es sencillo, periodístico, expresivo y eficaz, se adapta muy bien a lo que cuenta el autor y no se nota el estilo, lo cual es lo mejor que se puede decir en un libro como este. La narración es increíble y apasionante, desde la primera página me he visto abducido y transportado a un velero muy marinero de once metros, el Firecrest, un balandro inglés prácticamente insumergible por lo que aquí se cuenta.

El libro se lee de un tirón y todo lo que cuenta es muy interesante, desde la selección de 200 libros que embarcó para el viaje, con Jack London, Stevenson, Víctor Hugo, Kipling, Conrad y Pierre Loti como favoritos, y el cálculo de provisiones para el viaje, hasta las reacciones y las cartas de todo tipo que recibió tras su hazaña, pasando por las más increíbles y peligrosas peripecias. 

Fué un viaje muy duro, en el que Gerbault tuvo que superar varios huracanes espeluznantes, tormentas de 20 días de duración, calmas chicha, y reparar varias averías del barco; se quedó sin provisiones y tuvo que sobrevivir pescando utilizando sus propios pies como cebo y recogiendo agua de lluvia. Llama la atención la frecuencia con la que se vió obligado a coser las velas porque los vientos se las rompían y la docilidad de Firecrest, que le dejaba dormir algunas horas mientras navegaba solo manteniendo el rumbo.

Alain Gerbault en su barco

También es curioso que a pesar de las penalidades sufridas y de la dureza de la travesía, el marinero francés parece que era completamente feliz en el mar y navegando, hasta el punto de que después de poco más de un año en tierra, se volvió a embarcar y completó una vuelta el mundo. Finalmente, tras la tristeza de ver tierra, cuenta que una de las cosas más penosas fué tener que volver a calzarse unos zapatos.

El relato de una aventura real, increíble y apasionante, que se vive hasta en sus últimos detalles. Un libro maravilloso en el que no faltan las reflexiones («Hay que desconfiar cuando la lluvia llega antes que el viento», «En un velero, la línea recta no es el camino más corto para ir de un punto a otro»), las citas jugosas («El juego vence siempre al jugador y el barco, a la tripulación», Kipling) y se aprende mucho sobre el carácter de esas personas dotadas de una determinación sin límites que les permite realizar hazañas que parecen sobrehumanas. Muy interesante.

El volumen se completa con un pequeño glosario de términos marineros, aunque la terminología técnica no entorpece la lectura, y un apéndice para entendidos sobre las reformas que plantea en la estructura del balandro y su velamen para mejorar su rendimiento. Es un libro difícil de encontrar (véase ¿Cómo encontrar un libro?).

Alain Gerbault

Alain Gerbault (Laval, 1893-1941) nació en una familia de varias generaciones de empresarios industriales de éxito y, siguiendo la tradición, se hizo Ingeniero de Caminos. Durante la Primera Guerra Mundial se presentó como voluntario y fué un notable piloto de caza. Fué también un notable tenista y llegó a disputar la final de Roland Garros.

Una excesiva sensibilidad, la temprana pérdida de su madre, la traumática experiencia de la guerra y una cadena de decepciones sentimentales hicieron de él una persona solitaria, introvertida y negativa, que encontró su gran pasión en la vida marinera, hasta el extremo de estar deprimido en tierra y feliz en el mar.

Después de su viaje transatlántico y de la posterior vuelta al mundo, se enamoró de la Polinesia Francesa, especialmente de su querida isla Bora Bora. Allí vivió durante nueva años, rechazando la colonización francesa, estudiando y defendiendo la cultura local hasta que, huyendo de los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, murió de malaria. Está enterrado en Bora Bora.

Llegada del Firecrest a El Havre en 1929

Publicado por Antonio F. Rodríguez.     

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