Desnudo de Balzac en bronce, de Auguste Rodin (1893)
Honoré de Balzac (Tours, 1799-1850) es un autor que no deja de sorprenderme. Escribió tanto y con tanta inventiva que se puede encontrar casi de todo entre sus escritos. Me he topado por casualidad con un relato curiosísimo que narra una historia que roza la zoofilia. Aquí os la dejo por si os interesa. A mí me ha encantado.
Una pasión en el desierto
¡Este
espectáculo es espantoso! -exclamó ella saliendo del circo del señor Martín.
Acababa de contemplar aquel especulador audaz que trabajaba con su hiena, por
decirlo con el estilo de los anuncios.
-¿De
qué manera -me preguntó enseguida- puede haber domado estos animales hasta el
punto de estar seguro de su afecto por...?
-Eso,
que os parece un problema, -le respondí interrumpiéndola- asimismo es una cosa
natural.
-¡Oh!
-exclamó dejando errar por sus labios una sonrisa de incredulidad.
-¿Creéis,
entonces, que las bestias están totalmente desprovistas de pasiones? -le
pregunté yo-. Habéis de saber que les podemos dar todos los vicios debido a
nuestro estado de civilización.
Me
miró con aire extraño.
-Pero
-añadí-, viendo al señor Martín por primera vez, reconozco que se me escapó,
como a vos, una exclamación de sorpresa. Me encontraba entonces cerca de un
viejo militar mutilado de la pierna derecha, que había entrado conmigo. Aquella
cara me había impresionado. Era una de aquellas cabezas intrépidas, marcadas
por el sello de la guerra y en las cuales hay escritas todas las batallas de
Napoleón. Aquel viejo soldado tenía sobre todo un aire de franqueza y
exaltación que siempre me predisponen favorablemente. Sin duda era uno de aquellos
soldados a los que nada sorprende, que encuentran materia para reír en el
último gesto de un camarada, a quien sepultan o desnudan con alegría y que
interpela a las balas con autoridad, en fin, alguien de decisiones rápidas, que
fraternizan con el diablo.
Después de haber mirado muy atentamente al
propietario del circo en el momento en que salía del escenario, mi compañero
plegó los labios de manera que formulaba un desdén burlón, con esa especie de
risa significativa que se permiten los hombres superiores cuando quieren
distinguirse de los ingenuos. Así, cuando yo me maravillé del coraje del señor
Martín, el sonrió y me dijo, presuntuoso y moviendo la cabeza:
-¡Obvio...!
-¿Cómo
que obvio? -le respondí-. Si me queréis explicar este misterio os estaría muy
agradecido.
Después
de unos instantes durante los cuales nos presentamos, fuimos a comer en el
primer restaurante con vimos. A los postres, una botella de vino de Champaña
me devolvió los recuerdos de aquel curioso soldado con toda su claridad. Me contó su
historia y vi que tenía razón en exclamar «¡Obvio!».
Volviendo
a su casa, me hizo tantas incitaciones, tantas promesas, que consentí en
redactar la confidencia de aquel soldado. A la mañana siguiente, me contó este
episodio de una epopeya que se podría titular «Los franceses en Egipto».
Durante
la expedición del alto Egipto emprendida por el general Desaix, un soldado
provenzal, caído en el poder de los magrebíes, fue llevado por los árabes a
los desiertos situados más allá de las cascadas del Nilo. Para poner entre
ellos y la armada francesa un espacio suficiente para su tranquilidad, los
magrebíes forzaron el paso y no pararon hasta la noche. Acamparon alrededor de
un pozo oculto por las palmeras, cerca de las cuales habían enterrado antes
algunas provisiones. Sin suponer que el prisionero tuviera la idea de huir, se
contentaron con atarle las manos, y se durmieron después de haber comido
algunos dátiles y dado cebada a los caballos.
Cuando el audaz provenzal vio a sus
enemigos poco dispuestos a vigilarlo, se hizo servir de los dientes para
hacerse con una cimitarra y después, ayudándose de las rodilla para sujetar la
hoja, cortó las cuerdas que le imposibilitaban el uso de las manos y se
encontró libre. Tan rápido como pudo agarró una carabina y un puñal, se equipó
de una provisión de dátiles secos, de un pequeño saco de cebada, de pólvora y de
balas, se ciñó la cimitarra, montó a caballo y lo espoleó vivamente hacia la
dirección donde se suponía que estaba la armada francesa. Impaciente por volver
a ver un vivac, espoleó tanto al caballo ya fatigado que el pobre animal murió
con los flancos rasgados, dejando al francés en medio del desierto.
Después
de caminar durante algún tiempo por la arena con todo el coraje de un
prisionero que se escapa, el soldado se vió forzado a detenerse cuando el día
acababa. A pesar de la belleza del cielo en las noches de Oriente, no tenía
fuerzas para continuar su camino. Felizmente había podido llegar a un altura,
encima de la cual se elevaban algunas palmeras y sus hojarascas, avistadas
desde mucho tiempo antes, habían despertado en su corazón la más dulce de las
esperanzas. Su cansancio era tan grande que se tumbó en una piedra de granito,
caprichosamente esculpido como una cama de campaña, y se durmió sin tomar
ningún tipo de precaución para defenderse durante el sueño. Había sacrificado
su vida. Su último pensamiento fue de contrición. Se arrepintió de haber dejado
a los magrebíes, cuya vida errante le empezaba a sonreír, ahora que se
encontraba lejos de ellos y sin auxilio.
El Sol le despertó, con sus rayos
despiadados cayendo a plomo sobre el granito y produciendo un calor
intolerable. Ahora bien, el provenzal haba tenido la desgracia de colocarse en
sentido inverso a la sombra proyectada por las copas verdosas y majestuosas de
las palmeras. Fue a mirar a esos árboles solitarios y se estremeció. Le
recordaron los troncos elegantes y coronados de largas hojas que distinguían
las columnas sarracenas de la catedral de Arlés. Pero, después de haber contado
las palmeras, cuando dio un vistazo a su entorno, su alma se deshizo en la más
horrible desesperación. Veía un océano sin límites. Las arenas negras del
desierto se extendían hasta que la vista se perdía en todas las direcciones y
fulguraban como una hoja de acero golpeado por una luz viva. No sabía si era un
mar de hielo o lagos unidos como un espejo. Traído por las olas, un vapor de
fuego se arremolinaba sobre aquella tierra inestable. El cielo tenía un
resplandor oriental de una pureza desesperadora porque no deja nada al deseo de
la imaginación. El cielo y la tierra quemaban. El silencio atemorizaba por su
majestad salvaje y terrible. El infinito y la inmensidad sobrecogían el alma
por todas partes: ni una nube en el cielo, ni un soplo de aire, ni una
irregularidad en la arena agitada por olas menudas; en fin, el horizonte
acababa como el mar en bonanza con una línea de luz tan fina como el tallo de
un sable. El provenzal apretó el tronco de una de las palmeras, como si hubiera
sido el cuerpo de un amigo; después, al abrigo de la sombra delgada se quedó contemplando
con tristeza profunda la escena implacable que se ofrecía a su mirada. Gritó,
como para tantear la soledad. Su voz, perdida en la cavidad de la elevación,
producida lejos un sonido débil que no despertó nada de eco; el eco era en su
corazón: el provenzal tenía veintidós años y se cargó la carabina.
-¿Siempre
habrá tiempo! -se dijo, dejando a tierra el arma liberadora.
Mirando
alternativamente al espacio negro y al cielo azul, el soldado soñaba con Francia.
Sentía con placer los ríos de París, recordaba los pueblos por donde había
pasado, las caras de sus compañeros y las más pequeñas circunstancias de su
vida. En fin, su imaginación meridional le hizo entrever las piedras de su
querida Provenza en los juegos del calor que ondeaba sobre la superficie
extendida como una tela en el desierto. Temiendo todos los peligros de aquel
cruel espejismo, descendió por el lado opuesto de aquel por donde había subido
a la colina el día anterior. Su alegría fue grande al descubrir una especia de
gruta tallada de forma natural en los inmensos fragmentos de granito que
formaban la base del montículo. Los restos de una alfombra denotaban que ese
refugio ya había sido habitado. Después de algunos pasos se dio cuenta de que las
palmeras estaban cargadas de dátiles. Entonces, el instinto que nos liga a la
vida se rebeló en su corazón. Esperó vivir lo suficiente como para esperar el
paso de algunos magrebíes o posiblemente, sentiría bien pronto el estruendo de
los cañones, porque en aquel momento Bonaparte recorría Egipto. Reanimado por
este pensamiento, el francés hizo caer algunas ramas de frutos maduros, bajo el
peso de los cuales las datileras parecían doblarse, i se convenció, comiendo
aquel maná inesperado, de que el habitante de la gruta había cultivado las
palmeras. La carne sabrosa y fresca de los dátiles ciertamente denotaban las
atenciones de su predecesor. El provenzal pasó de golpe de una desesperación
sombría a una alegría casi loca.
Escaló a la colina y se dedicó durante el
resto del día a cortar una de las palmeras infecundas que durante la vigilia le
habían servido de techo. Un recuerdo vago le hizo pensar en los animales del
desierto y, previniendo que podrían venir a beber de la fuente perdida entre
las arenas que aparecía bajo los bloques de granito, decidió asegurarse de las
nuevas visitas poniendo una barrea a la entrada del refugio. A pesar de su
ardor, a pesar de las fuerzas que le prestó el miedo a ser devorado durante su
descanso, le fue imposible cortar la palmera en muchos trozos aquel día; pero
consiguió hacerla caer. Cuando, al anochecer, se desplomó aquella reina del
desierto, el ruido de su caída resonó por la lejanía, y fue como un gemido en
la solitud; el soldado se estremeció como si hubiera oído una voz que le
hubiera previsto la desgracia. Pero, como un heredero que no se apiada durante
mucho tiempo de la muerte de un pariente, desnudó aquel bello árbol de las
hojas verdes, anchas y altas, que son su poético ornamento y se hizo servir de
ellas para preparar la alfombra sobre la cual iba a sentarse. Fatigado por el
calor y el trabajo, se durmió en su gruta húmeda. Pero en plena noche, su sueño
fue turbado por un ruido extraordinario.
Se
incorporó, el silencio profundo que
reinaba le permitió reconocer una respiración alternada, una salvaje energía no
podía pertenecer a una criatura humana. Un miedo profundo, aumentado por la
oscuridad, por el silencio y por las fantasías del sueño le heló el corazón. Apenas
pudo oír la contracción dolorosa de su cabellera cuando, a fuerza de dilatar
las pupilas, percibió en la oscuridad dos lucecitas débiles y amarillas. En
principio atribuyó aquellas luces a algún reflejo de sus pupilas, pero el bello
destello de la noche le ayudo poco a poco a distinguir los objetos que se encontraban
en la gruta y a un enorme animal alargado a dos pasos de él. ¿Era un león, un
tigre o un cocodrilo?
El
provenzal no tenía la educación suficiente para saber con toda seguridad en qué
clase de género estaba clasificado su enemigo, pero su espanto fue más terrible
que su ignorancia y le hizo suponer todas las desgracias de golpe. Soportó
aquel cruel suplicio de escuchar, captar los caprichos de aquella respiración,
sin perderse detalle y sin permitirse el más leve movimiento. Un olor tan
fuerte como la que exhalan los zorros, pero más penetrante, más grave, por decirlo
así, llenaba la gruta; cuando el provenzal lo sintió en la nariz, su terror
llego al máximo, porque no podía abandonar, dada la cercanía del terrible
compañero, el cubil que estaba usando como campamento. Los reflejos de la Luna,
que apareció en el horizonte, iluminaban la madriguera y poco a poco hicieron
resplandecer la piel manchada de una pantera.
Aquel
león de Egipto dormía, enroscado como un gran perro, plácidamente como un
guardián a la puerta de un palacio; sus ojos, abiertos durante un momento,
ahora volvían a estar cerrados. Tenía la cara girada hacia el francés. Mil
pensamientos confusos pasaron por el alma del prisionero de la pantera; en
principio, la quiso matar de un disparo con el fusil, pero se dio cuenta de que
no había suficiente espacio entre los dos para apuntarla, el cañón habría
sobrepasado el animal. ¿Y si se despertaba? Esta hipótesis le dejo inmóvil.
Escuchando batir su corazón en medio del silencio, maldecía las pulsaciones
demasiado fuertes que producían la afluencia de la sangre, temiendo turbar
aquel descanso que le permitía buscar una manera de salvarse. Puso la mano dos
veces a la cimitarra con el deseo de cortar la cabeza a su enemigo, pero la
dificultad de cortar el pellejo liso y duro le obligo a renunciar su atrevido
proyecto.
«¿Fracasar?
Seguramente sería morir», pensó. Prefería las posibilidades de un combate y
resolvió a esperar el día. Y el día no se hizo esperar mucho tiempo. El francés
pudo examinar entonces a la pantera: tenía la boca manchada de sangre. «Ha
comido bien», pensó sin inquietarse por si el festín había sido de carne
humana, «no tendrá hambre cuando despierte».
Era
una hembra. La piel del vientre y de los muslos resplandecían de blancor, muchas
manchas pequeñas, parecidas al terciopelo, formaban bonitas pulseras entorno a
las patas. La cola musculosa también era blanca, pero rematada por anillos
negros. En el pelaje, amarillo como el oro, pero bien liso y suave, tenia
aquellas manchas características, matizadas en forma de rosas, que servían para
distinguir las panteras de las otras especies de felinos. Aquella belleza,
tranquila y temible, roncaba en una postura tan graciosa como la de un gato
arropado en un cojín otomano. Las patas ensangrentadas, nerviosas y bien
armadas, estaban delante de su cabeza, donde reposaban, y de donde salían
aquellas barbas esclarecidas y rectas, parecidas a hilos de plata. Si hubiera
estado en una jaula, el provenzal ciertamente habría admirado la gracia de
aquella bestia y los vigorosos contrastes de vivos colores que daban a su
vestido un resplandor imperial, pero en aquel momento sentía la vista
enturbiada por aquella aparición siniestra.
La presencia de la pantera, incluso
dormida, le hacía experimentar el efecto que, dicen produce los ojos magnéticos
de una serpiente en un ruiseñor. El coraje del soldado acabó por deshacerse
durante un momento delante de aquel peligro, mientras que sin duda se habría
exaltado delante de la boca de los cañones vomitando metralla. Asimismo, un
pensamiento intrépido surgió en su alma y se secó el sudor frio que le bajaba
por la frente. Actuando como los hombres que, puestos en el límite de la
desgracia, llegan a desafiar a la muerte y se ofrecen a sus embestidas, vio sin
darse cuenta su papel en aquella aventura y resolvió interpretarlo hasta el
final con honor.
«Antes
de ayer lo árabes me habrían podido matar», se decía a sí mismo. Considerándose muerto, esperó
con coraje y con una curiosa inquietud el despertar de su enemigo. Cuando el
sol salió, la pantera abrió los ojos de repente; después alargo violentamente
las patas, para espabilarse y disipar los calambres. En fin, bostezo, mostrando
el aparato espantoso de sus dientes y una lengua partida y tan dura como una
lima.
«Es
una belleza», pensó el francés viendo como se revolcaba y hacia los movimientos
más dulces y atractivos. Lamio la sangre que teñía las patas y el muslo, y se
rasco la cabeza con gestos reiterados y llenos de gentileza.
«Bien.
Haz tus abluciones», se dijo el francés, que encontró alegría cuando le volvió
el coraje, «que ya te daré yo un buen día». Y cogió el puñal pequeño y corto
que había robado a los magrebíes.
En
aquel momento, la pantera su tumbó hacia el francés y lo miro fijamente sin
acercarse. La severidad de aquellos ojos metálicos y su claridad insoportable
hicieron estremecer al provenzal, sobre todo cuando la bestia se le acercó;
pero le contemplaba con aire manso y le miraba de manera furtiva, como para
hipnotizarle, y dejó que se acercara. Después, con un movimiento muy dulce, muy
amoroso, como si hubiera estado acariciando la mujer más hermosa, le paso la
mano por todo el cuerpo, de la cabeza a la cola, excitando con aquellas uñas
las vertebras flexibles que dividen el lomo amarillo del animal. La bestia enderezó
voluptuosamente la cola y sus ojos se endulzaron. Cuando, por tercera vez, el
francés le hizo aquella adulación interesada, ella le hizo uno de aquellos «rau-raus»
como los que nuestros gatos nos hacen como muestra de placer. Aquel murmullo
surgía de una garganta tan vigorosa y profunda que resonó en la gruta como uno
de los últimos ronquidos del órgano de una iglesia.
El
provenzal, comprendiendo toda la importancia de sus caricias, las redobló de
manera que aturdiera y sorprendieran a aquella cortesana imperiosa. Cuando
creyó haber apaciguado seguro la ferocidad de su caprichosa compañera, el
hambre del que estaba felizmente satisfecho la víspera le levantó y volvió a
salir de la gruta. La pantera le dejo partir, pero cuando hubo descendido el
monte, saltó con la ligereza de los monos que van de rama en rama y fue a restregarse
contra las piernas del soldado, arqueando todo el lomo al estilo de los gatos.
Después, mirándole con ojos cuyo resplandor se había hecho menos implacable,
lanzó aquel grito salvaje que los naturalistas comparan con el sonido de una
sierra.
«¡Es
exigente!» -exclamo el francés risueño. Probó a jugar con las orejas, a
acariciarle el vientre y rascarle con vigor la cabeza con las uñas. Y viendo
sus éxitos, le pellizco el cráneo con la punta del puñal, esperando el momento
para matarla, pero la dureza del hueso le hizo temer un fracaso.
La
sultana del desierto agradeció la competencia de su esclavo levantando la
cabeza, estirando el cuello, revelando su embriaguez en la tranquilidad de su
actitud. El francés de repente pensó que, para asesinar de un solo golpe
aquella princesa salvaje, le valdría apuñalarla en la garganta, y levanto el
arma cuando la pantera, sin duda saciada, se agachó graciosamente a sus pies
dirigiéndole de tanto en tanto miradas donde, a pesar de su rigor natural, se
dibujaba confusamente la benevolencia.
El
pobre provenzal se comió sus dátiles apoyado en una de las palmeras; pero
dirigía alternativamente un ojo escrutador hacia el desierto para buscar
liberadores y otro hacia su terrible compañera para espiar su clemencia. La
pantera miraba el lugar donde caían los piñones de dátil y cada vez que caía
uno sus ojos experimentaban una desconfianza increíble. Examinó al francés con
una prudencia comercial, pero el examen le fue favorable, porque cuando él se
acabo su comida ligera, ella le lamio los zapatos con una lengua ruda y fuerte,
que quitó maravillosamente bien el polvo incrustado en los pliegues.
«
¿Pero cuándo tenga hambre...?», pensó el provenzal. A pesar del estremecimiento
que le causó la idea, el soldado se puso a medir con curiosidad las dimensiones
de la panetera, ciertamente uno de los más bellos ejemplares de la especia:
tenía tres pies de altura y cuatro de longitud, sin contar la cola. Ese
apéndice poderoso, redondo como una porra, casi hacia tres pies de longitud. La
cabeza, tan grande como la de una leona, se distinguía por una extraña
expresión de finura: la fría crueldad de los tigres predominaba, pero también
tenía una vaga semblanza con la fisionomía de una mujer astuta. En fin, la cara
de aquella reina solitaria revelaba en aquel momento un tipo de alegría
parecida a la de Nerón embriagado: estaba saciada de sangre y tenía ganas de
jugar. El soldado probó a ir y venir, y la pantera le dejo libre; se contentaba
con seguirlo con la vista, y se parecía menos a un perro fiel que a un gato grande,
inquieto por todos los movimientos de su amo.
Cuando
se giro vio al costado de la fuente los restos de su caballo: la pantera había
arrastrado hasta allí su cadáver. En torno a dos tercios habían sido devorados.
Aquel espectáculo calmó al francés. Entonces le fue fácil explicar la
distracción de la pantera y el respecto que había tenido con él durante el
descanso. Aquel primer éxito le tentó a tantear el futuro y concibió la loca
esperanza de estar a buenas con la pantera durante todo el día, sin negar
ningún medio para amansarla y conseguir sus favores. Volvió a su lado y tuvo la
suerte inefable de verla menear la cola con un movimiento casi imperceptible. Entonces,
se sentó a su lado y se pusieron a jugar los dos. Él le presiono la patas, el
muslo, le retorció las orejas, la giró de espaldas y le rascó con fuerza los
flancos cálidos y sedosos. Ella le dejaba hacer y cuando el soldado probó a
alisarle la piel de las patas, escondió cuidadosamente sus curvas uñas, como
hacen las damas. El francés, que tenía una mano en el puñal, pensaba aún en
hundirlo en el vientre de la demasiada confiada fiera, pero temió ser inmediatamente
estrangulado por una última convulsión. Y, por otra parte, escuchó en su
corazón el tipo de remordimiento que obliga a respetar a una criatura inofensiva.
Parecía que hubiera encontrado una amiga en aquel desierto sin límites. Pensó
involuntariamente en su primera amante, a quien había llamado Mignonne por una antífrasis, y es que
ella era de unos celos tan atroces que durante todo el tiempo que duró su
pasión temió el cuchillo con el que lo tenía siempre amenazado. Aquel recuerdo
de juventud le inspiro la idea de ponerle aquel nombre a la joven pantera, de
quien admiraba, ahora con menos temor, la agilidad, la gracia y la dulzura.
Hacia
la tarde, estaba ya familiarizado con su peligrosa situación, y casi disfrutaba
de sus miedos. En fin, su compañera había acabado de coger la costumbre de
mirarlo cuando él le decía con voz en falsete: «Mignonne». Cuando el sol se iba poniendo, Mignonne dejó oír muchas veces un grito profundo y melancólico.
«
¡Está bien educada...!» -pensó el feliz soldado- «¡Reza sus oraciones!». Esta
broma mental no se le ocurrió sino cuando vio la actitud pacífica en la cual
permanecía su compañera.
-Venga,
pequeña rosa, dejo que te duermas primero -le dijo él, contando con la función
de sus piernas para escapar lo más rápido posible cuando ella estuviese dormida
para a buscar otra madriguera durante la noche. El soldado esperó con
impaciencia la hora de su huida y, cuando llego, marchó vigorosamente en
dirección al Nilo, pero apenas había recorrido un cuarto de legua por las
arenas cuando sintió la pantera venir detrás de él, dejando oír a intervalos
aquel grito de sierra, más atemorizador aún que el ruido pesado de sus
zancadas.
«¡Vaya!»
-se dijo él- «¡Me ha cogido cariño! Esta joven pantera puede ser que no haya
encontrado a nadie y es halagador haber sido su primer amor». En aquel momento,
el francés cayó en una de esas arenas movedizas tan temidas por los viajeros, donde
es imposible salvarse. Sintiéndose apresado, lanzó un grito de alarma y la
pantera lo agarró con los dientes por el cuello de la ropa y, saltando con
vigor hacia atrás, lo sacó del abismo como por encantamiento.
-¡Ah!
Mignonne -exclamó el soldado,
acariciándola con entusiasmo- ahora estaremos juntos para siempre. Pero basta
de bromas.
Y
volvió sobre sus pasos.
Desde
entonces el desierto estuvo como poblado. Contenía un ser con quien el francés
podía hablar, en quien la ferocidad había desaparecido, sin que él pudiese
explicar las razones de aquella amistad increíble. Se durmió, por muy poderoso
que fuera el deseo del soldado de estar de pié y en guardia. Al despertarse, no
vio a Mignonne; pero subió a la
colina y, lejos, la vio corriendo a saltos, como es la costumbre de esos
animales a los cuales les está vetado correr a causa de la extrema flexibilidad
de su columna vertebral. Mignonne
llegó con los morros sucios de sangre y recibió las caricias que le hizo su
compañero, mostrando con «rau-raus» muy graves, lo feliz que estaba. Sus ojos
llenos de fatiga se giraron con más dulzura aún que la vigilia anterior hacia
el provenzal, que le hablaba como a un animal doméstico.
-¡Ah!
¡Ah! Señorita. Porque eres una señorita honesta, ¿no? ¿Veis esto? Nos gusta que
nos acaricien. ¿No os avergüenza?¿Os habéis comido algún magrebí? Asimismo los
animales como vos... Como mínimo no te vayas a comer a un francés. ¡Ya no os
amaría más!
Ella
jugaba como un cachorro con su amo y se dejaba tumbar, pegar y acariciar
alternativamente; a veces incitaba el soldado poniéndole una pata encima con gesto
suplicante.
Así
pasaron algunos días. Aquella compañía permitió al provenzal admirar las
sublimes bellezas del desierto. Desde aquel momento en que encontró horas de
temor y tranquilidad, alimentos y una criatura en que pensar, su alma estuvo
agitada por contradicciones. Era una vida llena de contrastes. La soledad le
rebeló todos sus secretos, lo envolvió con sus encantos. Descubrió en la salida
y en la puesta de sol espectáculos desconocidos por el mundo. Supo estremecerse
escuchando sobre su cabeza el dulce aleteo de un pájaro -¡precioso pasajero!-,
o viendo las nubes unirse -¿viajeros fluctuantes y coloridos! Estudió durante
la noche los efectos de la Luna en el océano de las arenas, donde el simún
producía olas, ondulaciones y cambios bruscos. Vivió con el día de Oriente,
admiró las suntuosidades y después de haber disfrutado el terrible espectáculo
de un huracán en aquella llanura donde las arenas excitadas producían nieblas
rojizas y secas, nubes mortales, veía llegar la noche con delicia, porque
entonces caía la benefactora frescura de las estrellas. Escuchó músicas
imaginarias en los cielos. Después, la soledad le enseñó a desplegar los
tesoros del ensueño. Se pasaba las horas pensando en nimiedades y comparando su
vida pasado con la presente. En fin, se apasionó por la pantera porque le
faltaba afecto. Fuese que su voluntad, vigorosamente propulsada, hubiera
modificado el carácter de su compañera o fuese que ella encontró alimentos en
abundancia gracias a los combates que libraba en los desiertos, el caso es que respetó
la vida del francés, que acabó por fiarse al verla tan bien domesticada. Él
ocupaba la mayor parte de su tiempo en dormir, pero estaba obligado a vigilar,
como una araña en su tela, para no dejar escapar el momento en que se libraría
si alguien pasaba por el círculo dibujado por el horizonte.
Había
sacrificado su camisa para hacerse una bandera, enarbolada en la copa de una
palmera desprovista de hojas. Aconsejado por la necesidad, supo encontrar la
manera de tenerla desplegada, mediante varillas porque el viento habría podido
no moverla en el momento en que algún viajero hubiera oteado el desierto.
Era
durante las largas horas en las que le abandonaba la esperanza, cuando se
divertía con la pantera. Había acabado por reconocer las diferentes inflexiones
de su voz, la expresión de sus miradas, había estudiado los caprichos de todas
las manchas que matizaban el oro de su vestidura. Mignonne no gruñía ni siquiera cuando él la cogía por la mata de
pelo en que acababa su cola para contar los anillos blancos y negros, gracioso
ornamento, que brillaban desde lejos al sol como piedras preciosas. Disfrutaba
contemplando las líneas suaves y finas de los contornos, la blancura de su
vientre, la gracia de su cabeza. Pero era sobre todo cuando ella estaba loca de
alegría cuando disfrutaba contemplándola; la agilidad, la juventud de sus
movimientos, le sorprendían siempre; admiraba su flexibilidad cuando se ponía a
saltar, a reptar, cuando se arrastraba, cuando se metía, cuando se enganchaba,
se revolcaba, se arropaba, cuando se lanzaba por todo. Por muy rápido que fuese
su impulso, por muy resbaladizo que fuese un bloque de granito, ella se paraba
de golpe al oír el nombre de Mignonne.
Un
día en el que el sol estallaba, un pájaro inmenso planeaba por los aires. El
provenzal dejo la pantera para examinar a aquel nuevo invasor, pero después de
un movimiento de espera, la sultana abandonada rugió sordamente.
-Creo,
y que Dios me perdone, que está celosa -exclamó al ver sus ojos que se habían quedado
fijos- ¡El alma de Virgilio le habrá entrado en el cuerpo, seguro!
El
águila desapareció en el cielo mientras el soldado admiraba la grupa redonda de
la pantera. ¡Había tanta gracia y juventud en sus contornos! Era bella como una
mujer. El pelaje rubio de su vestidura combinaba, con sus colores finos, con
los tonos blanco mate que se apreciaban en los muslos. La luz, profundamente
lanzada por el sol, hacia brillar aquel oro vivo, aquellas manchas brunas,
confiriéndole atractivos indefinibles. El provenzal y la pantera se miraron el
uno al otro con una expresión inteligente: la coqueta se estremecía cuando oía
las uñas de su amigo rascándole el cráneo y sus ojos brillaban como dos rayos.
Después los cerraba con energía.
-Tiene
una alma -dijo el estudiando la tranquilidad de aquella reina de las arenas,
dorada como ellas, blanca como ellas, y, como ellas, solitaria y ardiente...
Y
bien -me dijo ella-, ya he leído su alegato a favor de las bestias. Pero dos
personas que se comprendían tan bien, ¿cómo acabaron?
-¡Ah!,
he aquí... ¡Acabaron como acaban todas las grandes pasiones, con un
malentendido! Por una u otra parte se crea alguna traición, que no se explica
por orgullo y se acaba peleando por testarudez.
-Y
a veces, en los momentos más bellos -dijo ella-, una mirada, una exclamación,
bastan... Y bien, acabad la historia.
-Es
horriblemente difícil, pero comprenderéis lo que me dijo el viejo soldado
cuando, acabándose la botella de vino de Champaña, exclamó:
-No
sé qué mal hice, pero ella se giró como si estuviera enrabiada y con los
dientes afilados me cortó la pierna. Yo, creyendo que me quería devorar, le
hundí el puñal en el cuello. Se giró dejando ir un grito que me heló el corazón
y la vi debatirse, mirándome sin cólera. Habría querido, por todo el oro del mundo,
por la cruz que todavía no tenía, devolverle la vida. Era como si hubiera
muerto una persona de verdad. Y los soldados que habían visto la bandera, y que
corrieron en mi socorro, me encontraron llorando. Señor -añadió el mutilado
después de un momento de silencio-, después de hacer la guerra a Alemania, a
España, a Rusia, a Francia, he paseado bien mi cadáver, sí, no he visto nada
parecido al desierto... ¡Ah, qué bella era!
-¿Qué
sentíais? -le pregunté.
-Oh,
esto no se dice, joven. Por un lado, no añoro siempre mi ramo de palmeras y mi
pantera... basta que esté triste para añorarlos. En el desierto, fíjese, está
todo y a la vez no hay nada...
-Pero,
explíquemelo.
-Sí
-añadió dejando escapar un gesto de impaciencia-: el desierto es Dios sin los
hombres.Publicado por Antonio F. Rodríguez.
Un maravillo relato, da mucho que pensar y meditar, además ser una lectura para disfrutar. Es Honoré de Balzac. Y hay que agradecer que nos lo acerques.
ResponderEliminarDe nada. Es un placer ayudar a que se difunda un poco más la literatura Balzac, un autor enorme, que escribió muchísimo y que tiene algunas cosas realmente buenísimas.
ResponderEliminarSalud y libros.
es una traducción pésima! Si quereis os pongo ejemplos; uno de ellos: al principio:
ResponderEliminarVolviendo a su casa, me hizo tantas incitaciones, tantas promesas, que consentí en redactar la confidencia de aquel soldado. A la mañana siguiente, me contó este episodio de una epopeya que se podría titular «Los franceses en Egipto».
No es "me contó este episodio" (quién??) sino : "recibió este episodio" (el que el narrador escribe... lo cual produce un contrasentido enorme!!
si quieres leer una buena traducción y un sitio repleto de libros y cuentos completamente gratuitos te invito a pasarte por www.ellibrototal.com
Eliminar¡Gracias! Es una página muy cómoda y hay muchos libros para leer en línea. Genial.
EliminarSalud y libros.
muy largo >:(
ResponderEliminarpero dibertido h0rr18l3
Adoro este cuento desde que era niña, lo buscaba para releerlo, gracias por compartirlo
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