Precio: 18,95 euros
Año de edición: 2007
«Mi relación con la señora Dempster, que duraría toda la vida, comenzó exactamente a las 17:58 de la tarde del 27 de diciembre de 1908, momento en el que yo contaba diez años y cinco meses de edad». Así comienza esta agradable novela, especificando minuciosamente horas y fechas. Es algo que vuelve a hacer muy de vez en cuando, para no cansar, con lo que crea una fuerte sensación de precisión y nitidez, reforzada por la propiedad y justeza con la que maneja siempre el lenguaje y con la costumbre de proporcionar meticulosamente todos los detalles útiles para narrar los acontecimientos que cuenta. Casi no hay descripciones, solo las mínimas imprescindibles para explicar la acción y lo mismo ocurre con los diálogos. No hay digresiones, ni nada superfluo, las frases son largas pero su estructura es sencilla, con lo que esta novela se lee con una buena velocidad de crucero y se tiene la impresión de estar ante un texto preciso, muy preciso, que se diría escrito por un científico aficionado a la literatura.
Por otro lado, se nota que Davies es un consumado autor teatral, porque sabe introducir sentido dramático en lo que cuenta, aprovechando lo que el lector espera, lo que desea y lo que teme, para hacer más interesante todo lo que cuenta. El título alude al concepto teatral de quinto en discordia, un personaje secundario en una obra que, sin ser el héroe ni la heroína, ni el confidente ni el villano, proporciona algo esencial para que avance la trama. El protagonista de esta historia se ve a sí mismo en ese papel en cierto momento fundamental de su vida.
Porque el narrador es el protagonista, un profesor jubilado, que tiene mucho del autor y que, tras 45 años de profesión, escribe este libro como justificación y descargo como respuesta a una carta desdeñosa. Cuenta su vida centrándose en la relación que estableció con la señora Dempster y un desgraciado accidente con una bola de nieve en el que se vio involucrado, pasa por una serie de peripecias de lo más curiosas y remata la narración con un final muy bueno y totalmente inesperado. Al contar, centra su atención en los hechos, analizando siempre las motivaciones, sentimientos y actitudes de los protagonistas, con especial atención a las relaciones que se establecen entre ellos. Y como efecto secundario, cuenta bastantes detalles de las costumbres y vida cotidiana en un pueblo canadiense con cuatro confesiones religiosas. Lo mejor es que estas páginas están animadas por un suave sentido del humor, una fina ironía que lo empapa todo y recuerda inevitablemente al gran Mark Twain, salvando las distancias. Comicidad ligera y blanca, que hace esta obra muy divertida y sumamente amena, salpicada de opiniones sobre lo humano y lo divino enfáticas y peculiares.
Por otro lado, el texto está lleno de frases memorables que se quedan grabadas en la mente del lector, como: «... porque tenía una satisfacción típicamente escocesa cuando se reprendía a alguien y se le ponía en su sitio», «Me gustan más las metáforas que la razón», «... un conocido loco estadounidense que pensaba que el trabajo puede ser un placer», «Ésa es una de las crueldades del teatro de la vida: todos pensamos que somos protagonistas y, cuando se hace evidente que somos simples personajes secundarios o figurantes, raramente lo reconocemos», «En mi infancia, la actitud común hacia las cuestiones del sexo era suficiente para convertir en un infierno la adolescencia de cualquier joven... », «... pertenecía a esa clase de ingleses que consideran que atenerse a los hechos y ser serio es de mala educación», «Cuando un hombre pierde la suerte, parece dispuesto a consumir todo el café y los bollos del mundo», «La compasión embota la inteligencia más deprisa que el coñac», «No tengo nada en contra del progreso educativo y económico; sólo me pregunto cuánto tendremos que pagar por ello y en qué moneda», «... sentía el habitual desprecio de toda mujer hacia los amigos que había hecho su esposo antes de conocerla»... y no sigo porque corro el riesgo de copiar aquí medio libro.
Robertson Davies (Thamesville, 1913-1995) fue un catedrático de literatura y escritor canadiense. Nació en una pequeña ciudad en la provincia de Ontario (Canadá). Hijo de un senador y periodista, sus dos progenitores eran lectores voraces y creció en una casa llena de libros por todas partes.
Siguiendo la tradición familiar fue un lector precoz y feroz, que leía todo lo que podía. A los diez años leyó «Frankenstein» y eso le produjo una gran impresión. El participar siendo niño en varias representaciones teatrales despertó en él una fuerte vocación por el teatro. Estudio literatura en la Universidad de Toronto, mientras escribía en el periódico universitario, y se doctoró en Oxford con una tesis sobre los actores infantiles en las obras de Shakespeare. Estuvo algún tiempo representando pequeños papeles y escribiendo textos en el teatro Old Vic de Londres y antes de volver a Canadá, se casó con una colega australiana que había conocido en la universidad.
Ya en su país, se dedicó a editar varios periódicos, dirigir otros y colaborar en algunos medios con artículos y ensayos sobre literatura. Mantuvo un vida literaria muy activa: escribió y estrenó obras de teatro con éxito, impulsó el nacimiento del Festival Stratford Shakespearean de Canadá, publicó novelas humorísticas sobre la vida cotidiana en las pequeñas ciudades canadienses, fue profesor de literatura en la Universidad de Toronto, autor teatral, crítico, ensayista y fue premiado varias veces por sus logros literarios.
Cuando se jubiló como profesor, se dedicó a tiempo completo a escribir novelas, publicó un total de once y se convirtió en toda una personalidad de la literatura canadiense.
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