domingo, 27 de septiembre de 2020

La hectárea - Giovanni Guareschi


La hectárea

Margherita —dije, mientras me sentaba a la mesa—, ¿te acuerdas de aquel terreno del que te hablé el año pasado?

—No —respondió Margherita—, ¿por qué?

—Porque lo he comprado.

Margherita me miró estupefacta; y explicó a los niños:

—No le bastan los disgustos que se busca como periodista; ¡ahora quiere tener más como granjero!

Le dije que no había por qué exagerar la cosa.

—Es un terreno de una hectárea —precisé.

Pero eso, en vez de tranquilizar a Margherita, aumentó su excitación.

—Hace seis o siete años que en los periódicos no se habla más que de hectáreas, y él va y preci­samente compra una hectárea de terreno.

Este es uno de los famosos razonamientos de Margherita; ya me había habituado a esa clase de lógica, pero aquella vez no pude evitar el enfadarme y la invité a no decir tonterías.

—¿Tonterías? —replicó Margherita—. Ocupaciones de tierras, discusiones sobre los latifundios y las reformas agrarias, inundaciones y demás; dime: ¿están o no están mezcladas las hectáreas en todos los líos políticos que se refieren al campo?

Aquella noche la cosa quedó así, porque me retiré de la lucha. Pero al día siguiente, Margherita me preguntó:

—Y esa hectárea, ¿dónde está?

Después quiso saber si en el terreno crecía hierba y si había alguna planta.

Y así llegó el día en que oí a la Pasionaria que hablaba por teléfono con su amiguita y le explicaba:­

—No, mañana no puedo. Mañana vamos a ver la hectárea de papá…

Nos detuvimos en el restaurante del pueblo y nos sentamos a la mesa para comer algo. En la estancia contigua a aquella en que nos hallábamos había gente que bebía y charlaba. Entró un recién llegado y dijo:

—Parece ser que ha venido el que compró el pequeño terreno del cruce.

—¿Qué pinta tiene? —preguntó alguien.

—No lo he visto. Pero, tal como están las cosas, solo puede tener pinta de estúpido.

—Ya —añadió un tercero—. Si ha pagado por ese terreno del tamaño de un pañuelo más del doble de lo que vale, a la fuerza tiene que ser un estúpido.

Intervino un viejo:

—No, no. Todo lo más, un pobre desgraciado. Quién sabe cómo lo habrán pescado.

—Si uno no entiende de estas cosas, es mejor que se quede en casa y se dedique a lo suyo —res­pondió el de antes—. Para mí, es un estúpido.

—Naturalmente —saltó otro—. Será uno de esos macacos de la ciudad que en cuanto hacen una excursión al campo les da por la manía del aire puro, la vida sencilla y otras imbecilidades. Entonces, compran un pedazo de tierra y después lo venden por la mitad de lo que pagaron.

Rieron. Después, uno dijo:

—¡Menuda mercancía! A lo mejor, en la ciudad, para ir al retrete tienen que salir fuera del barrio, porque en el suyo no lo hay, y después, cuando vienen al campo, empiezan en seguida a decir que sin termo y sin baño con agua caliente y fría no pueden vivir. En la ciudad llevan la vida más tonta y retirada posible, y cuando están aquí se las dan de grandes señores, toman el té en el jardín y, si asoman la nariz por la taberna, se las dan de demócratas, pagan la bebida a todos y jue­gan a los bolos con los campesinos. Apuesto el cuello a que esos que han comprado el terreno del cruce se construyen su casita con baño y termosi­fón y un jardín con sombrilla para tomar el té.

—Sí, tienes razón; verás como edifican una casa.

—Veremos a la señora ir de un lado a otro en bragas, como si fuera a la playa.

Rieron otra vez. Después, uno comenzó de nuevo:

—¡Desgraciados! Son los horteras de siempre, de la ciudad; esos que en cuanto tienen un huerto, se creen propietarios y vienen en automóviles lle­nos de amigos de la ciudad para ver un campo de tréboles.

—¡Lo que nos vamos a reír si hace la casa! —exclamó un jovencito—. El que ha sido capaz de pagar tanto dinero por ese terreno, debe de ser de esos que aquí, a cuatro pasos del Po, construye un chalet al estilo suizo.

—Sí, ya conozco a esa gente. Construyen la casa; después, de vez en cuando, aparecen de im­proviso: «Por favor, trasládeme esa puerta un poco más allá… Tapie esa ventana y abra una a la otra parte… Derribe esta pared y levante otra ahí…» A esos tipos les gusta que se diga de ellos que son originales y que están un poco chiflados… ¡Des­pués, cuando llega la hora de pagar, se dan cuenta de lo que vale todo eso!

Intervino el viejo:

—Al fin y al cabo, el comprador tiene razón; si tiene dinero, puede gastárselo como mejor le parezca…

—¡Dinero! ¿Qué dinero quieres que tenga? Si fuera un verdadero señor, no vendría aquí a cons­truir una casa. Ni habría comprado un terreno que no llega siquiera a una hectárea. Ese debe de ser un tipo de medio pelo…

Margherita movió la cabeza.

—Y ahora, ¿qué vas a hacer? ¿Volverás a vender la hectárea? —preguntó.

—No, Margherita. En cuanto tenga dinero, construiré una casa con baño, termosifón y un pequeño jardín con flores. Y de vez en cuando, mientras duren las obras, apareceré por aquí y diré: «Por favor, esa puerta trasládenla medio metro más a la derecha… Cierre esa ventana y abra otra en la pared de enfrente…» Es el destino de nosotros, los de medio pelo…

Margherita suspiró y después dijo que, a pesar de todo, aquello no le disgustaba.

—En el fondo, es bonito poder estar lejos de la ciudad, disfrutando de esta paz, entre esta gente tan sencilla y cordial. Entre esta gente que nos comprende…

Giovanni Guareschi (1908-1958)

Publicado por Antonio F. Rodríguez.

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