Agatha Christie |
La señorita de compañía
—Ahora usted, doctor Lloyd —dijo la señorita Helier—, ¿no conoce alguna historia espeluznante?
Le sonrió con aquella sonrisa que cada noche embrujaba al público que acudía al teatro. Jane Helier era considerada la mujer más hermosa de Inglaterra y algunas de sus compañeras de profesión, celosas de ella, solían decirse entre ellas: claro que Jane no es una artista. No sabe actuar, en el verdadero sentido de la palabra. ¡Son esos ojos…!
Y esos ojos estaban en aquel momento mirando suplicantes al solterón y anciano doctor que durante los cinco últimos años había atendido todas las dolencias de los habitantes del pueblo de St. Mary Mead.
Con un gesto inconsciente, el médico tiró hacia abajo de las puntas de su chaleco (que empezaba a quedársele estrecho) y buscó afanosamente en su memoria algún recuerdo para no decepcionar a la encantadora criatura que se dirigía a él con tanta confianza.
—Esta noche me gustaría sumergirme en el crimen —dijo Jane con aire soñador.
—Espléndido —exclamó su anfitrión, el coronel Bantry—. Espléndido, espléndido. —Y lanzó su potente risa militar—. ¿No te parece, Dolly?
Su esposa, reclamada tan bruscamente a las exigencias de la vida social (mentalmente estaba planeando qué flores plantaría la próxima primavera), convino con entusiasmo:
—Claro que es espléndido —dijo de corazón, aunque sin saber de qué se trataba—. Siempre lo he pensado.
—¿De veras, querida? —preguntó la señorita Marple cuyos ojos parpadearon rápidamente.
—En St. Mary Mead no tenernos muchos casos espeluznantes… y menos en el terreno criminal, señorita Helier —dijo el doctor Lloyd.
—Me sorprende usted —dijo don Henry Clithering, excomisionado de Scotland Yard, vuelto hacia la señorita Marple—. Siempre he pensado, por lo que he oído decir a nuestra amiga, que St. Mary Mead es un verdadero nido de crímenes y perversión.
—¡Oh, don Henry! —protestó la señorita Marple mientras sus mejillas enrojecían—. Estoy segura de no haber dicho nunca semejante cosa. Lo único que he dicho alguna vez es que la naturaleza humana es la misma en un pueblo que en cualquier parte, sólo que aquí uno tiene oportunidad y tiempo para estudiarla más de cerca.
—Pero usted no ha vivido siempre aquí —dijo Jane Helier dirigiéndose al médico—. Usted ha estado en toda clase de sitios extraños y en diversas partes del mundo, lugares donde sí ocurren cosas.
—Es cierto, desde luego —dijo el doctor Lloyd pensando desesperadamente—. Sí claro, sí… ¡Ah! ¡Ya lo tengo!
Y se reclinó en su butaca con un suspiro de alivio.
—De esto hace ya algunos años y casi lo había olvidado. Pero los hechos fueron realmente extraños, muy extraños. Y también la coincidencia que me ayudó a desvelar finalmente el misterio.
La señorita Helier acercó su silla un poco más hacia él, se pintó los labios y aguardó impaciente. Los demás también volvieron sus rostros hacia el doctor.
—No sé si alguno de ustedes conoce las Islas Canarias —empezó a decir el médico.
—Deben de ser maravillosas —dijo Jane Helier—. Están en los Mares del Sur, ¿no? ¿O están en el Mediterráneo?
—Yo las visité camino de Sudáfrica —dijo el coronel—. Es muy hermosa la vista del Teide, en Tenerife, iluminado por el sol poniente.
—El incidente que voy a referirles —continuó el médico— sucedió en la isla de Gran Canaria, no en Tenerife. Hace ahora muchos años ya. Mi salud no era muy buena y me vi obligado a dejar mi trabajo en Inglaterra y marcharme al extranjero. Estuve ejerciendo en Las Palmas, que es la capital de Gran Canaria. En cierto modo, allí disfruté mucho. El clima es suave y soleado, hay excelentes playas (yo soy un bañista entusiasta) y la vida del puerto me atraía sobremanera. Barcos de todo el mundo atracan en Las Palmas. Yo acostumbraba a pasear por el muelle cada mañana, más interesado que una dama que pasara por una calle de sombrererías.
Como les decía, barcos procedentes de todas las partes del mundo atracan en Las Palmas. Algunas veces hacían escala unas horas y otras un día o dos. En el hotel principal, el Metropol, se veían gentes de todas las razas y nacionalidades, aves de paso. Incluso los que se dirigían a Tenerife se quedaban unos días antes de pasar a la otra isla.
Mi historia comienza allí, en el hotel Metropol, un jueves por la noche del mes de enero. Se celebraba un baile y yo contemplaba la escena, sentado en una mesa con un amigo mío. Había algunos ingleses y gentes de otras nacionalidades, pero la mayoría de los que bailaban eran españoles. Cuando la orquesta inició los compases de un tango, sólo media docena de parejas de esta nacionalidad permanecieron en la pista. Todos bailaban admirablemente mientras nosotros los contemplábamos. Una mujer en particular despertó vivamente nuestra admiración. Alta, hermosa e insinuante, se movía con la gracia de una pantera. Había algo peligroso en ella. Así se lo dije a mi compañero, que se mostró de acuerdo conmigo.
—Las mujeres como ésta —me dijo— suelen tener historia. No pasan por la vida sin pena ni gloria.
—La hermosura es quizá la riqueza más peligrosa —repliqué.
—No es sólo su belleza —insistió—. Hay algo más. Mírela de nuevo. A esa mujer han de sucederle cosas o sucederán por su causa. Como le digo, la vida no pasa de largo junto a una mujer así. Estoy seguro de que se verá rodeada de sucesos extraños y excitantes. Sólo hay que mirarla para comprenderlo.
Hizo una pausa y luego agregó con una sonrisa.
—Igual que sólo hay que mirar a esas dos mujeres de ahí, para saber que nada extraordinario puede sucederles a ninguna de ellas. Han nacido para llevar una existencia segura y tranquila.
Seguí su mirada. Las dos mujeres a las que se refería eran dos viajeras que acababan de llegar. Un buque holandés había entrado en el puerto aquella noche y sus pasajeros llegaban al hotel.
Al mirarlas comprendí en el acto lo que quiso decir mi amigo. Eran dos señoras inglesas, el tipo clásico de viajera inglesa que se encuentra en el extranjero. Las dos debían rayar los cuarenta años. Una era rubia y un poco… sólo un poco llenita. La otra era morena y un poco… también sólo un poco exageradamente delgada. Estaban lo que se ha dado en llamar bien conservadas: vestían trajes de buen corte poco ostentosos y no llevaban ninguna clase de maquillaje. Tenían la tranquila prestancia de la mujer inglesa, bien educada y de buena familia. Ninguna de las dos tenía nada de particular. Eran iguales a miles de sus compatriotas: verían lo que quisieran ver, asistidas por sus guías Baedeker, y estarían ciegas a todo lo demás. Acudirían a la biblioteca inglesa y a la iglesia anglicana en cualquier lugar donde se encontrasen, y era probable que una de las dos pintara de vez en cuando. Como mi amigo había dicho, nada excitante o extraordinario habría de ocurrirle nunca a ninguna de las dos por mucho que viajaran alrededor de medio mundo. Aparté mis ojos de ellas para mirar de nuevo a nuestra sensual española de provocativa mirada y sonreí.
—¡Pobrecillas! —dijo Jane Helier con un suspiro—. Me parece estúpido que las personas no saquen el mayor partido posible de sí mismas. Esa mujer de Bond Street, Valentine, es realmente maravillosa. Audrey Denman es cliente suya, ¿y la han visto ustedes en La Pendiente? En el primer acto, en el papel de una colegiala está realmente maravillosa. Y, sin embargo, Audrey tiene más de cincuenta años. En realidad, da la casualidad de que sé de muy buena tinta que anda muy cerca de los sesenta.
—Continúe —dijo la señora Bantry al doctor Lloyd—. Me encantan las historias de sensuales bailarinas españolas. Me hacen olvidar lo gorda y vieja que soy.
—Lo siento —dijo el doctor Lloyd a modo de disculpa—, pero, a decir verdad, mi historia no se refiere a la española.
—¿No?
—No. Como suele suceder, mi amigo estaba equivocado. A la belleza española no le ocurrió nada excitante. Se casó con un empleado de una compañía naviera y, cuando yo abandoné la isla, tenía ya cinco hijos y estaba engordando mucho.
—Igual que la hija de Israel Peters —comentó la señorita Marple—. La que se hizo actriz y tenía unas piernas tan bonitas que no tardó en lograr el papel de protagonista. Todo el mundo decía que acabaría mal, pero se casó con un viajante de comercio y sentó la cabeza.
—El paralelismo pueblerino —murmuró don Henry.
—Efectivamente —continuó el médico—, mi historia se refiere a las dos damas inglesas.
—¿Les ocurrió algo? —preguntó la señorita Helier.
—Sí, y precisamente al día siguiente.
—¿Sí? —dijo la señora Bantry intrigada.
—Al salir aquella noche, sólo por curiosidad, miré el libro de registro del hotel y encontré sus nombres con facilidad. Eran la señora Mary Barton y la señorita Amy Durrant, de Little Paddocks, Caughton Weir, Bucks. Poco imaginaba entonces lo pronto que iba a encontrar de nuevo a las propietarias de aquellos nombres y en qué trágicas circunstancias.
Al día siguiente, había planeado ir de excursión con unos amigos. Teníamos que atravesar la isla en automóvil, llevándonos la comida hasta un lugar llamado (apenas lo recuerdo, ¡ha pasado tanto tiempo!) Las Nieves, una bahía resguardada donde podíamos bañarnos si ése era nuestro deseo. Seguimos el programa tal como habíamos pensado, si exceptuamos el hecho de que salimos más tarde de lo previsto y nos detuvimos por el camino para comer, por lo que llegamos a Las Nieves a tiempo para bañarnos antes de la hora del té.
Al aproximarnos a la playa, percibimos en seguida una gran conmoción. Todos los habitantes del pequeño pueblecito parecían haberse reunido en la orilla y, en cuanto nos vieron, corrieron hacia el coche y empezaron a explicarnos lo ocurrido con gran excitación. Como nuestro español no era demasiado bueno, me costó bastante entenderlo, pero al fin lo logré.
Dos de esas chaladas inglesas habían ido allí a bañarse y una se alejó demasiado de la orilla y no pudo volver. La otra acudió en su auxilio para intentar traerla a la playa, pero le fallaron las fuerzas y se hubiera ahogado también de no ser porque un hombre salió en un bote y las recogió, aunque la primera estaba más allá de toda ayuda.
Tan pronto como supe lo que ocurría, aparté a la multitud y corrí hasta la playa. Al principio no reconocí a las dos mujeres. El traje de baño negro en que se enfundaba la figura rolliza y la apretada gorra de baño verde me impidieron reconocerla cuando alzó la cabeza mirándome con ansiedad. Estaba arrodillada junto al cuerpo de su amiga tratando de hacerle unos torpes remedos de respiración artificial. Cuando le dije que era médico lanzó un suspiro de alivio y yo le mandé que fuera en seguida a una de las casas a darse una buena fricción y a ponerse ropa seca. Una de las señoras que venía con nosotros la acompañó. Me puse a trabajar para devolver la vida a la ahogada, pero fue en vano. Era evidente que había dejado de existir y al fin tuve que darme por vencido.
Me reuní con los otros en la casita de un pescador, donde tuve que dar la mala noticia. La superviviente se había vestido ya y entonces la reconocí inmediatamente como una de las recién llegadas de la noche anterior. Recibió la mala nueva con bastante calma y era evidente que el horror de lo ocurrido la había impresionado más que cualquier otro sentimiento personal.
—Pobre Amy —decía—. Pobre, pobrecita Amy. Había deseado tanto poderse bañar aquí. Y era muy buena nadadora, no lo comprendo. ¿Qué cree usted que puede haber sido, doctor?
—Posiblemente un calambre. ¿Quiere contarme exactamente lo que ha ocurrido?
—Habíamos estado nadando las dos durante un rato, unos veinte minutos. Entonces dije que iba a salir ya, pero Amy quiso nadar un poco más. Luego la oí gritar y, al comprender que pedía ayuda, nadé hacia ella tan deprisa como pude. Cuando llegué a su lado aún flotaba, pero se agarró a mí con tanta fuerza que nos hundimos las dos. De no haber sido por ese hombre que se acercó con el bote, me hubiera ahogado yo también.
—Suele ocurrir muy a menudo —dije—. Salvar a una persona que se está ahogando no es tarea fácil.
—Es horrible —continuó la señorita Barton—. Llegamos ayer y estábamos encantadas con el sol y nuestras vacaciones. Y ahora ocurre esta horrible tragedia.
Le pedí los datos personales de la difunta, explicándole que haría cuanto pudiese por ella, pero que las autoridades españolas necesitarían disponer de cuanta información tuviera. Ella me dio todos los datos que pudo con presteza.
La fallecida era la señorita Amy Durrant, su señorita de compañía, que había entrado a su servicio cinco meses atrás. Se llevaban muy bien, pero la señorita Durrant le habló muy poco de su familia. Se había quedado huérfana desde muy tierna edad y fue educada por un tío, ganándose la vida desde los veintiún años.
—Y eso fue todo —continuó el doctor.
Hizo una pausa y volvió a decir, esta vez con cierta intención:
—Y eso fue todo.
—No lo comprendo —dijo Jane Helier—. ¿Es eso todo? Quiero decir que es muy trágico, pero no… bueno, no es precisamente lo que yo llamo espeluznante.
—Yo creo que la historia no acaba ahí —intervino don Henry.
—Sí —replicó el doctor Lloyd—, sí que continúa. Desde el principio me di cuenta de que había algo extraño. Desde luego interrogué a los pescadores sobre lo que habían visto. Ellos eran testigos presenciales. Y una de las mujeres me contó una historia bastante curiosa a la que entonces no presté atención, pero que recordé más tarde. Insistió en que la señorita Durrant no se encontraba en ningún apuro cuando gritó. La otra nadadora se había acercado a ella, según esta mujer, y deliberadamente le sumergió la cabeza debajo del agua. Como les digo, no le presté mucha atención. Era una historia fantástica y las cosas pueden verse de manera muy distinta desde la playa. Tal vez la señorita Barton había tratado de dejarla inconsciente al ver que la otra, presa del pánico, se agarraba a ella con desesperación y que podían ahogarse las dos. Y según la historia de aquella mujer española, parecía como… como si la señorita Barton hubiera intentado en aquel momento ahogar deliberadamente a su compañera.
Como les digo, presté poca atención a aquella historia por aquel entonces, pero más tarde acudió a mi memoria. Nuestra mayor dificultad fue averiguar algo de aquella mujer, Amy Durrant. Al parecer no tenía parientes. La señorita Barton y yo revisamos juntos sus cosas. Encontramos una dirección a la que escribimos, pero resultó ser la de una habitación que había alquilado para guardar algunas de sus pertenencias. La patrona nada sabía y sólo la vio al alquilarle la habitación. La señorita Durrant había comentado entonces que le gustaba tener un lugar al que poder llamar suyo y al que poder regresar en un momento dado. Había allí un par de muebles antiguos, algunos cuadros y un baúl lleno de esas cosas que se adquieren en las subastas, pero nada personal. Había mencionado a la patrona que sus padres habían muerto en la India cuando ella era una niña y que fue educada por un tío sacerdote, pero no dijo si era hermano de su padre o de su madre, de modo que el nombre no nos sirvió en absoluto de guía.
No es que fuese un caso precisamente misterioso, pero sí poco satisfactorio. Debe de haber muchas mujeres solas y orgullosas, en su misma posición. Entre sus cosas encontramos en Las Palmas un par de fotografías, bastante antiguas y desvaídas y que fueron recortadas para que cupieran en sus marcos respectivos, de modo que no constaba en ellas el nombre del fotógrafo, y también había un daguerrotipo antiguo que pudo haber sido de su madre o con más probabilidad de su abuela.
La señorita Barton tenía, según dijo, la dirección de dos personas que le dieron referencias suyas. Una la había olvidado, pero la otra logró recordarla tras algunos esfuerzos. Resultó ser la de una señora que ahora vivía en Australia. Se le escribió y su respuesta, que naturalmente tardó bastante en llegar, no sirvió de gran ayuda. Decía que la señorita Durrant había sido señorita de compañía suya por un determinado espacio de tiempo, cumpliendo su cometido del modo más eficiente, que era una mujer encantadora, pero nada sabía de sus asuntos particulares ni de sus parientes.
De modo que, como les digo, no era nada extraordinario en realidad, pero fueron las dos cosas juntas las que despertaron mis recelos. Aquella Amy Durrant de quien nadie sabía nada y la curiosa historia de la española que presenció la escena. Sí, y añadiré otra cosa: cuando me incliné por primera vez sobre el cuerpo de la ahogada y la señorita Barton se dirigía hacia las casetas de los pescadores, se volvió a mirar con una expresión en su rostro que sólo puedo calificar de intensa ansiedad, una especie de duda angustiosa que se me quedó grabada en la mente.
Entonces no me pareció extraño. Lo atribuí a la terrible pena que sentía por su amiga, pero más tarde comprendí que no era por eso. Entre ellas no existía relación alguna y por ello no podía sentir un hondo pesar. La señorita Barton apreciaba a Amy Durrant y su muerte la había sobresaltado, eso era todo.
Pero entonces, ¿a qué se debía aquella inmensa angustia? Ésa es la pregunta que me atormentaba. No me equivoqué al interpretar aquella mirada y, casi contra mi voluntad, una respuesta comenzó a tomar forma en mi mente. Supongamos que la historia de la mujer española fuese cierta. Supongamos que Mary Barton hubiera intentado ahogar a sangre fría a Amy Durrant. Consigue mantenerla bajo el agua mientras simula salvaría y es rescatada por un bote. Se encuentra en una playa solitaria, lejos de todas partes, y entonces aparezco yo, lo último que ella esperaba. ¡Un médico! ¡Y un médico inglés! Sabe muy bien que personas que han permanecido sumergidas en el agua más tiempo que Amy Durrant han vuelto a la vida gracias a la respiración artificial. Pero ella tiene que representar su papel y marcharse dejándome solo con su víctima. Y cuando se vuelve a mirar por última vez, una terrible angustia se refleja en su rostro. ¿Volverá a la vida Amy Durrant y contará lo que sabe?”
—¡Oh! —exclamó Jane—. Estoy emocionada.
—Desde este punto de vista, el caso parece más siniestro y la personalidad de Amy Durrant se hace más misteriosa. ¿Quién era Amy Durrant? ¿Por qué habría de ser ella, una insignificante señorita de compañía a quien se paga por su trabajo, asesinada por su ama? ¿Qué historia se escondía tras la fatal excursión a la playa? Había entrado al servicio de Mary Barton unos pocos meses antes. Ésta la lleva consigo al extranjero y, al día siguiente de su llegada, ocurre la tragedia. ¡Y ambas eran dos refinadas inglesas de lo más corriente! La sola idea resultaba fantástica y tuve que reconocer que me estaba dejando llevar por la imaginación.
—Entonces, ¿no hizo nada? —preguntó la señorita Helier.
—Mi querida jovencita, ¿qué podía hacer yo? No existían pruebas. La mayoría de los testigos refirieron la misma historia que la señorita Barton. Yo había basado mis sospechas en una mera expresión pasajera que bien pude haber imaginado. Lo único que podía hacer, y lo hice, era procurar que se continuasen las pesquisas para encontrar a los familiares de Amy Durrant. La siguiente vez que estuve en Inglaterra fui a ver a la patrona que le alquiló la habitación, con los resultados que ya les he referido.
—Pero usted presentía que había algo extraño —dijo la señorita Marple.
El doctor Lloyd asintió.
—La mitad del tiempo me avergonzaba pensar así. ¿Quién era yo para sospechar que aquella dama inglesa simpática y de trato amable hubiera cometido un crimen a sangre fría? Hice cuanto me fue posible por mostrarme cortés con ella durante el corto espacio de tiempo que permaneció en la isla. La ayudé a entenderse con las autoridades españolas e hice todo lo que pude como inglés para ayudar a una compatriota en un país extranjero. No obstante, tengo el convencimiento de que ella sabía que me desagradaba y que sospechaba de ella.
—¿Cuánto tiempo permaneció allí? —preguntó la señorita Marple.
—Creo que unos quince días. La señorita Durrant fue enterrada allí y, unos días después, la señorita Barton tomó un barco de regreso a Inglaterra. El golpe la había trastornado tanto que no se sentía capaz de pasar el invierno allí, como había planeado. Eso es lo que dijo.
—¿Y parecía afectada? —quiso saber la señorita Marple.
—Bueno, no creo que aquello la afectara personalmente —replicó el doctor con cierta reserva.
—¿No engordaría por casualidad? —insistió la señorita Marple.
—¿Sabe? Es curioso que diga eso. Ahora que lo pienso, creo que tiene razón. Sí, si en algo cambió, fue en que pareció engordar un poco.
—Qué horrible —dijo Jane Helier con un estremecimiento—. Es como… como engordar con la sangre de la propia víctima.
—Y a pesar de todo, en cierto modo, no podía dejar de sentir que tal vez la estaba haciendo víctima de una injusticia —prosiguió el doctor Lloyd—. Sin embargo, antes de marcharse me dijo algo que parecía indicar lo contrario. Debe de haber, y yo creo que las hay, conciencias que obran muy lentamente y que tardan algún tiempo en despertar de la monstruosidad del delito cometido.
Fue la noche antes de que partiera de las Canarias. Me había pedido que fuera a verla y me agradeció calurosamente todo lo que había hecho por ella. Yo, como es de suponer, quité importancia al asunto diciéndole que había hecho únicamente lo normal dadas las circunstancias, etc. etc. Después hubo una pausa y, de pronto, me hizo una pregunta.
—¿Usted cree —me dijo— que alguna vez puede estar justificado tomarse la justicia por propia mano?
Le respondí que era una pregunta difícil de contestar, pero que en principio yo pensaba que no, que la ley era la ley y que debíamos someternos a ella.
—¿Incluso cuando es impotente?
—No la comprendo.
—Es difícil de explicar, pero uno puede hacer algo que esté considerado como completamente equivocado, que sea considerado incluso un crimen, por una razón buena y justificada.
Le repliqué secamente que algunos criminales habían pensado eso al cometer sus crímenes y se horrorizó.
—Pero eso es horrible —murmuró—, horrible.
Y luego, cambiando de tono, me pidió que le diera algo que la ayudara a dormir, ya que no había podido hacerlo últimamente desde… desde que sufrió aquel terrible golpe.
—¿Está segura de que es eso? ¿No le ocurre nada? ¿No hay algo que torture su mente?
—¿Qué supone usted que puede torturar mi mente? —me contestó furiosa y con recelo.
—Las preocupaciones son muchas veces la causa del insomnio —dije sin darle importancia.
Pareció reflexionar unos momentos.
—¿Se refiere a las preocupaciones del porvenir o a las del pasado que ya no tienen remedio?
—A cualquiera de ellas.
—Sería inútil preocuparse por el pasado. No puede volver… ¡Oh!, ¿de qué sirve? No debemos pensar más, no se debe pensar en ello.
Le receté un somnífero y me despedí. Cuando me iba pensé en lo que acababa de decirme. «No puede volver…» ¿Qué? ¿O quién?
Creo que esta última entrevista me predispuso en cierto modo para lo que iba a suceder después. Yo no lo esperaba, por supuesto, pero cuando ocurrió no me sorprendí. Porque Mary Barton me había dado la impresión de ser una mujer consciente, no una débil pecadora, sino una mujer de convicciones firmes, que actuaría según ellas y que no cejaría mientras siguiera creyendo en ellas. Imaginé que durante nuestra última conversación empezó a dudar de sus propias convicciones. Sus palabras me hicieron creer que empezaba a sentir la comezón de ese terrible hostigador del alma: el remordimiento.
Lo siguiente sucedió en Cornualles, en un pequeño balneario bastante desierto en aquella época del año. Debía ser, veamos, a finales de marzo, y lo leí en los periódicos. Una señora se había hospedado en un pequeño hotel de aquella localidad, una tal la señorita Barton, cuyo comportamiento fue muy extraño, cosa que fue observada por todos. Por la noche paseaba de un lado a otro de su habitación, hablando sola y sin dejar dormir a las personas de los dormitorios contiguos al suyo. Un día llamó al vicario y le dijo que tenía que comunicarle algo de la mayor importancia y que había cometido un crimen. Y luego, en vez de continuar, se puso en pie violentamente diciéndole que ya regresaría otro día. El vicario la consideró una perturbada mental y no tomó en serio su grave auto acusación.
A la mañana siguiente se descubrió que había desaparecido de su habitación, donde había dejado una nota dirigida al coronel y que decía lo siguient
Ayer intenté hablar con el vicario para confesarme, pero no pude. Ella no me deja. Sólo puedo remediarlo de una manera: dando mi vida por la suya, y debo perderla del mismo modo que ella. Yo también debo ahogarme en el mar. Creí que lo hacía justificadamente. Ahora comprendo que no era así. Si quiero obtener el perdón de Amy debo ir con ella. No se culpe a nadie de mi muerte.
MARY BARTON
Sus ropas fueron encontradas en una cueva cercana a la playa. Al parecer se había desnudado allí y nadado resueltamente mar adentro, donde la corriente era peligrosa ya que la arrastraría a los acantilados.
El cadáver no fue recuperado, pero al cabo de un tiempo se la dio por muerta. Era una mujer rica, resultó tener más de cien mil libras. Puesto que murió sin hacer testamento, todo fue a parar a manos de sus parientes más próximos, unos primos que vivían en Australia. Los periódicos hicieron alguna discreta alusión a la tragedia ocurrida en las Islas Canarias y expusieron la teoría de que la muerte de la señorita Durrant había trastornado la razón de su amiga. En la encuesta judicial se pronunció el acostumbrado veredicto de «suicidio cometido en un ataque de locura».
Y de este modo cayó el telón sobre la tragedia de Amy Durrant y Mary Barton.
Hubo una larga pausa y luego Jane Helier dijo con expresión agitada:
—Oh, pero no debe detenerse ahí, precisamente en el momento más interesante. Continúe.
—Pero comprenda, señorita Helier, esto no es un folletín, sino la vida real, y en la vida real las cosas se detienen inesperadamente.
—Pero yo no quiero que se detengan —dijo Jane—, quiero saber.
—Ahora es cuando debe hacer uso de su inteligencia, señorita Helier —explicó don Henry—. ¿Por qué asesinó Mary Barton a su señorita de compañía? Ése es el problema que nos ha planteado el doctor Lloyd.
—Oh, bueno —replicó la aludida—, pudo ser asesinada por muchísimas razones. Quiero decir… oh, no lo sé. Tal vez se saliera de sus casillas o tuviera celos, aunque el doctor Lloyd no haya mencionado a ningún hombre, pero es posible que durante el viaje en barco… bueno, ya sabe usted lo que dice todo el mundo de los cruceros y los viajes por mar.
La señorita Helier se detuvo por falta de aliento, mientras todo su auditorio pensaba que el exterior de su encantadora cabeza superaba en mucho a lo que tenía dentro.
—A mí me gustaría hacer mil sugerencias —dijo la señora Bantry—, pero supongo que debo limitarme a una. Yo creo que el padre de la señorita Barton haría fortuna arruinando al de Amy Durrant y Amy determinó vengarse. ¡Oh, no! Tendría que haber sido al revés. ¡Qué fastidio! ¿Por qué la rica dama asesinó a su humilde señorita de compañía? Ya lo tengo. La señorita Barton tenía un hermano menor que se enamoró perdidamente de Amy Durrant. La señorita Barton espera su oportunidad. Cuando Amy sale al mundo, la toma como señorita de compañía y la lleva a Canarias para llevar a cabo su venganza. ¿Qué tal?
—Excelente —dijo don Henry—. Sólo que ignoramos que la señorita Barton tuviera un hermano.
—Eso lo he deducido —replicó la señora Bantry—. A menos que tuviera un hermano menor, no veo el motivo. De modo que debía tener uno. ¿No lo ve usted así, Watson?
—Todo esto está muy bien, Dolly —dijo su esposo—, pero es solo una mera conjetura.
—Claro —respondió la señora Bantry—. Es todo lo que podemos hacer, conjeturar. No tenemos la menor pista. Adelante, querido, ahora te toca a ti.
—Les doy mi palabra de que no sé qué decir, pero creo que es acertada la sugerencia de la señorita Helier acerca de que debía haber un hombre de por medio. Mira, Dolly, seguramente debía ser un párroco. Por un decir, las dos le tejen una capa a medida, pero él acepta la de la señorita Durrant primero. Puedes estar segura de que tuvo que ser algo así. Es muy significativo que al final acudiera también a un párroco, ¿no? Ese tipo de mujeres siempre pierden la cabeza por los párrocos bien parecidos. Se oyen casos continuamente.
—Creo que debemos tratar de encontrar una explicación un poco más plausible —dijo don Henry—, aunque admito que también es sólo una conjetura. Yo sugiero que la señorita Barton fue siempre una desequilibrada mental. Hay muchos más casos así de los que pueden imaginar. Su manía fue agudizándose y empezó a creer que su obligación era librar al mundo de ciertas personas, posiblemente de las «mujeres desgraciadas». No sabemos gran cosa del pasado de la señorita Durrant. De modo que es muy posible que tuviera un pasado «desgraciado». La señorita Barton lo averigua y decide exterminarla. Más tarde, su crimen empieza a preocuparle y se siente abrumada por los remordimientos. Su fin demuestra que estaba completamente desequilibrada. Ahora dígame si está de acuerdo conmigo, señorita Marple.
—Me temo que no, don Henry —replicó la señorita Marple sonriendo para disculparse—. Creo que su final demuestra que había sido una mujer inteligente y resuelta.
Jane Helier la interrumpió lanzando un grito.
—¡Oh! ¡Qué tonta he sido! ¿Puedo probar otra vez? Claro que debió ser eso. ¡Chantaje! La señorita de compañía le estaba haciendo víctima de su chantaje. Sólo que no comprendo por qué dice la señorita Marple que fue una mujer inteligente por el hecho de que se suicidara. No lo comprendo en absoluto.
—¡Ah! —exclamó don Henry—. Seguro que la señorita Marple conoce un caso exactamente igual ocurrido en St. Mary Mead.
—Usted siempre se burla de mí, don Henry —contestó la señorita Marple con tono de reproche—. Debo confesar que me recuerda un poco, sólo un poco, a la anciana Trout. Cobró las pensiones de tres ancianas fallecidas en distintas parroquias.
—Me parece un crimen muy complicado y muy provechoso —dijo don Henry—, pero no veo que arroje ninguna luz sobre el problema que nos ocupa.
—Claro que no —replicó la señorita Marple—. Usted no, pero algunas de las familias eran muy pobres y la pensión de las ancianas representaba mucho para los niños. Sé que es difícil de entender para los extraños, pero lo que quiero hacer resaltar es que el fraude se apoyaba en el hecho de que una anciana se parece mucho a cualquier otra.
—¿Cómo? —preguntó don Henry intrigado.
—Siempre me explico mal. Lo que quiero decir es que, cuando el doctor Lloyd describió a esas dos señoras, no sabía quién era quién y supongo que tampoco lo sabía nadie del hotel. Desde luego, lo hubieran sabido al cabo de uno o dos días, pero al día siguiente una de las dos pereció ahogada y si la superviviente dijo que era la señorita Barton, no creo que a nadie se le ocurriera dudarlo.
—Usted cree… ¡Oh! Ya comprendo —dijo don Henry despacio.
—Es lo único que tendría un poco de sentido. Nuestra querida señora Bantry ha llegado a la misma conclusión hace tan solo unos momentos. ¿Por qué habría de matar una mujer rica a su humilde acompañante? Es mucho más lógico que fuera lo contrario. Quiero decir que es así como suelen suceder las cosas.
—¿Sí? —comentó don Henry—. Me sorprende usted.
—Pero claro —prosiguió la señorita Marple—, luego tuvo que usar la ropa de la señorita Barton, que probablemente debía quedarle un tanto estrecha, por lo que daría la impresión de haber engordado un poco. Por eso hice esa pregunta. Un caballero seguramente pensaría que estaba aumentando de peso y no que la ropa le quedaba pequeña, aunque no sea éste el modo correcto de explicarlo.
—Pero si Amy Durrant asesinó a la señorita Barton, ¿qué ganaba con ello? —quiso saber la señorita Bantry—. No podía mantener la ficción indefinidamente.
—Sólo la mantuvo por espacio de un mes aproximadamente —indicó la señorita Marple—. Y durante este tiempo supongo que viajaría, manteniéndose alejada de todo el que pudiera conocerla. Eso es lo que quise dar a entender al decir que una mujer de cierta edad resultaba muy parecida a cualquier otra. No creo siquiera que notaran que la fotografía del pasaporte era distinta, ya saben ustedes lo malas que son. Y luego, en marzo, se marchó a ese balneario de Cornualles donde comenzó a actuar de un modo extraño, a atraer la atención de la gente para que cuando encontrasen sus ropas en la playa y leyeran su última carta no repararan en lo obvio.
—¿Que era? —preguntó don Henry.
—Que no había cuerpo —replicó la señorita Marple—. Eso es lo que hubiera saltado más a la vista de no ser por la cantidad de pistas falsas puestas para apartarlos de la verdadera pista, incluyendo el detalle de la comedia del arrepentimiento: No había cuerpo, ése era el hecho más importante.
—¿Quiere usted decir…? —preguntó la señorita Bantry—. ¿Quiere decir que no hubo tal arrepentimiento? ¿Y que… que no se ahogó?
—¡Ella no! —replicó la señorita Marple—. Igual que la señora Trout. Ella también supo preparar muchas pistas falsas, pero no había contado conmigo. Yo sé ver a través del fingido remordimiento de la señorita Barton. ¿Ahogada ella? Se marchó a Australia y no temo equivocarme.
—No se equivoca, señorita Marple —dijo el doctor Lloyd—. Tiene razón. Otra vez me deja usted sorprendido. Vaya, aquel día en Melbourne casi me caigo redondo de la impresión.
—¿Era eso a lo que se refería usted al hablar de una coincidencia?
El doctor Lloyd asintió.
—Sí, tuvo muy mala suerte la señorita Barton o la señorita Amy Durrant o como quieran llamarla. Durante algún tiempo fui médico de un barco y, al desembarcar en Melbourne, la primera persona que vi cuando paseaba por allí fue a la señora que yo creía que se había ahogado en Cornualles. Ella comprendió que su juego estaba descubierto por lo que a mí se refería e hizo lo más osado que se le ocurrió, convertirme en su confidente. Era una mujer extraña, desprovista de toda moral. Era la mayor de nueve hermanos, todos muy pobres. En una ocasión pidieron ayuda a su prima rica, que vivía en Inglaterra, pero fueron rechazados y la señorita Barton se peleó con su padre. Necesitaban dinero desesperadamente, ya que los tres niños más pequeños estaban delicados y necesitaban un costoso tratamiento médico. Parece ser que entonces Amy Barton planeó su crimen a sangre fría. Se marchó a Inglaterra, ganándose el pasaje como niñera, y obtuvo su empleo de señorita de compañía de la señorita Barton haciéndose llamar Amy Durrant. Alquiló una habitación en la que puso algunos muebles para crearse una cierta personalidad. El plan del ahogamiento fue una inspiración repentina. Había estado esperando que se le presentara alguna oportunidad. Después de representar la escena final del drama, regresó a Australia y, a su debido tiempo, ella y sus hermanos heredaron todo el dinero de la señorita Barton como parientes más próximos.
—Un crimen osado y perfecto —dijo don Henry—. Casi el crimen perfecto. De haber sido la señorita Barton quien muriera en las Canarias, las sospechas hubieran recaído en Amy Durrant y se hubiese descubierto su parentesco con la familia Barton. Pero el cambio de identidad y el doble crimen, como podemos llamarlo, evitó esa posibilidad. Sí, casi fue un crimen perfecto.
—¿Qué fue de ella? —preguntó la señora Bantry—. ¿Cómo actuó en el asunto, doctor Lloyd?
—Me encontraba en una posición muy curiosa, señora Bantry. Pruebas, tal como las entiende la ley, tenía muy pocas todavía. Y también, como médico, me di cuenta de que, a pesar de su aspecto vigoroso y robusto, aquella mujer no iba a vivir mucho. La acompañé a su casa y conocí al resto de los hermanos, una familia encantadora que adoraba a su hermana mayor, completamente ajenos al crimen que había cometido. ¿Por qué llenarlos de pena si no podía probar nada? La confesión de aquella mujer no fue oída por nadie más que por mí y dejé que la naturaleza siguiera su curso. La señorita Amy Barton falleció seis meses después de mi último encuentro con ella. Y a menudo me he preguntado si vivió alegre y sin arrepentimiento hasta que le llegó su fin.
—Seguramente no —dijo la señora Bantry.
—Yo creo que sí —dijo la señorita Marple—. Como la señora Trout.
Jane Helier se estremeció.
—Vaya —dijo—, es muy emocionante. Aunque aún no entiendo quién ahogó a quién y qué tiene que ver esa señora Trout con todo eso.
—No tiene nada que ver, querida —replicó la señorita Marple—. Fue sólo una persona, y no precisamente agradable, que vivía en el pueblo.
—¡Oh! —exclamó Jane—. En el pueblo. Pero si en los pueblos nunca ocurre nada, ¿no es cierto? —suspiró—. Estoy segura de que si viviera en un pueblo sería tonta de remate.
Agatha Christie
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
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