Enrique Jardiel Poncela, el genial dramaturgo y humorista español, escribió a lo largo de 1926 y 1927 cinco liprogramas, que fueron publicados en el periódico La voz. Un lipograma es un texto en el que se omite intencionadamente una letra del alfabeto. Jardiel Poncela evitó usar cada una de la vocales en sus cinco relatos y para que disfrutéis con el resultado, aquí tenéis el más difícil, el que está redactado sin usar la letra «a», la más frecuente en español:
El chofer nuevo
Me lo cedió mi tío Hermenegildo, y me lo recomendó de un modo muy expresivo, diciéndome:
-¡Es un chofer único en el globo, créeme! Si dispone de un buen
coche, este hombre consigue prodigios enormes, que en un circo le
hubiesen hecho rico. Obedéceme y sírvete de él; tú tienes un coche
estupendo y te mueres de tedio ¿no es cierto? Pues te juro, querido
sobrino, que cediéndote un chofer como Melecio te pongo en condiciones
de ser testigo, e incluso intérprete, de emociones inconcebibles, sin
precedentes en el mundo de lo locomotivo. Porque como este chofer no
existen dos.
Melecio Volodio, el chofer propuesto, que presenció el momento
descrito, sonrió entonces con gesto misterioso. Y no bien concluyó mi
tío su elogio, el chofer rozó levemente el borde izquierdo de su
sombrero frégoli, color crepúsculo griego, se inclinó con un gentil
movimiento y murmuró:
-Tómeme el señor, que conozco mi oficio…
Y sin otros incidentes que mereciesen ser escritos, Melecio Volodio
quedó elegido chofer de mi «dieciséis cilindros», con cien duros de
sueldo.
Doce excursiones, que tuvieron un epílogo tristemente quirúrgico, me
convencieron en un solo mes de que como Melecio no existió en el
Universo chofer ninguno.
Prescindo, diciendo esto, de su dominio peregrino del motor: Volodio
no sólo conservó de continuo en los extremos de sus dedos los secretos
de mi «Mercedes», sino que en el tiempo que vivió conmigo domesticó el
motor de un modo mirífico, y el coche corrió, frenó y retrocedió
obedeciendo como un perrito lulú los gestos de su chofer.
Pero éste mérito resultó pequeño y ridículo enfrente de otros méritos
inconcebibles de Melecio Volodio. Uno, sobre todo, me preocupó en
extremo, y se convirtió de súbito en obsesión terrible de mis nervios.
El mérito en cuestión estribó, señores, en el frío desdén con que
Melecio Volodio miró siempre el peligro. ¿Fue el desprecio de los bienes
terrenos? ¿Fue un deseo de morir, fruto de desilusiones y de dolores
ocultos? ¿Fue, simplemente, heroísmo? ¿O fue el gusto de servirme y el
prúrito de divertir, con emociones fuertes, mi vivir tedioso? Lo ignoro;
no lo sé… Pero es lo cierto que siempre que el chofer nuevo puso en
movimiento el motor de mi coche; ejecutó sorprendentes ejercicios llenos
de riesgos y sembró el terror en los sitios por donde metió el coche;
destrozó los vidrios de infinitos comercios, derribó postes telefónicos y
luminosos, hizo cisco trescientos coches del servicio público,
pulverizó los esqueletos de miles de individuos, suprimiéndoles del
mundo de los vivos, en oposición con sus evidentes deseos de seguir
existiendo; quitó de en medio todo lo que se le puso enfrente; hendió,
rompió, deshizo, destruyó; encogió mi espíritu, superexcitó mis nervios;
pero me divirtió de un modo indecible, porque Melecio Volodio no fue un
chofer, no; fue un «simún» rugiente. ¿Por qué este furor, este
estropicio continuo? ¿Por qué, si Volodio dominó el coche como no lo
dominó ningún chofer de los que tuve después?
Hice lo posible por conocer el fondo del misterio, y lo logré por fin.
-¡Melecio!- le dije, volviendo de un terrible circuito que produjo
horrendos efectos destructores-. Es preciso que expliques lo que ocurre.
Muchos infelices, muertos por nuestro coche, piden un desquite… ¡Que yo
mire en lo profundo de tus ojos, Melecio Volodio!… Di… ¿Por qué
persistes en ese feroz proceder, en ese cruel ejercicio?
Melecio inspeccionó el horizonte, medio sumido en el crepúsculo, y moderó el correr del coche. Luego hizo un gesto triste.
-No soy cruel ni feroz, señor -susurró dulcemente-. Destrozo, destruyo, y rompo, y siembro el terror… de un modo instintivo.
-¡De un modo instintivo! ¡Eres entonces un enfermo, Melecio!
-No, pero me ocurre, señor, que he sido muchísimo tiempo chofer de
bomberos. Un chofer de bomberos es siempre el dueño del sitio por donde
se mete. Todo el mundo le permite correr, no se le detiene; el sonido
estridente e inconfundible del coche de los bomberos, de esos héroes con
cinturón, es suficiente, y el chofer de bomberos corre, corre… ¡Qué
vértigo divino!
Concluyó diciendo:
-Y mi defecto es que me creo que siempre voy conduciendo el coche de
bomberos. Y como esto no es cierto como hoy no soy, señor, el dueño del
sitio por donde me meto pues ¡pulverizo todo lo que pesco!
Y Melecio prorrumpió en sollozos.
Enrique Jardiel Poncela (Madrid, 1901-1952) fué un escritor y drmaturgo español, dotado de un gran sentido del humor. Su obra está relacionada con el teatro del absurdo.
Era hijo de un matemático y periodista, y de una pintora notable. Fué educado por su madre, rodeado de libros, pinturas y esculturas. Estudió en la Institución Libre de Enseñanza. No era un alumno modelo, fué siempre un poco calavera y trasnochador, pero eso no impidió que a los diez años escribiese sus primero versos y a los once, su primera novela. Su vecino, Manuel Machado, le animó a seguir escribiendo.
Enrique sigió el consejo al pié de la letra y comenzó a trabajar como periodista, mientras seguía escribiendo novela y teatro. Se hizo habitual en la tertulia de Ramón Gómez de la Serna y comenzó a publicar en varios semanarios de humor. En 1927 estrenó con gran éxito su primera obra de teatro, con su humor rompedor, «Una noche de primavera sin sueño», escrita en las mesas del Café Gijón. Siguió escribiendo teatro en los cafés y encadenando éxitos.
Viajó a Hollywood, contratado por la Fox como guionista y al estallar la Guerra Civil, se exilió en Argentina, donde también trabajó escribiendo teatro y guiones para el cine. En 1938 regresó a Madrid y durante los años 40 atravesó una época de una creatividad desbordante. Escribió más de 50 obras de teatro, 38 novelas cortas, relatos y poesía. En los años 50 le abandonó el éxito, muchos de sus amigos y murió arruinado cuando no había cumplido aún los ciencuanta y un años. Su epitafio dice:
«Si queréis los mayores elogios, moríos».
Enrique Jardiel Poncela
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
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