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El gran pintor José Gutiérrez-Solana fue también un destacado escritor. Su estilo era bronco, exagerado y de gran fuerza descriptiva. Solana deambuló por los rincones más desagradables de la España negra, que en su tiempo era mucho más negra que ahora. Es un pintor difícil de encajar dentro de cualquier movimiento artístico, porque se trató de un tipo ferozmente independiente. Según ciertos testimonios, estaba medio loco (lo que no explica su genio, pero sí ciertas inclinaciones y gustos extravagantes). En él influyeron las pinturas negras goyescas, los lienzos agusanados del barroco sevillano Valdés Leal y algunos pintores contemporáneos como Nonell o Zuloaga.
A Solana se le suele considerar como un expresionista celtibérico, obsesionado con la muerte y con una fuerte carga de crítica social. Si Sorolla representa el amable impresionismo del Mediterráneo, su enemigo Solana fue el energúmeno apasionado por las gentes de la meseta requemada.
Entre la obra escrita de Solana destaca esta clásica España negra, libro publicado por primera vez en 1920. Los viajes del pintor oscilaban entre la realidad y el sueño. Comienzan, muy propiamente, con una pesadilla (todo lo de este hombre era pesadillesco), que para mí es uno de los mejores relatos terroríficos de la literatura española. En este prólogo onírico se establecen algunas fijaciones solanescas: la omnipresencia de la muerte, la descripción minuciosa de innumerables cachivaches, las cosas muertas y las casas vacías, la cera de los cirios cayendo lentamente como almas condenadas al infierno, el populacho que parece salido de un aguafuerte de Goya y una perspectiva parecida a la que tendría Gregorio Samsa cuando su padre le arrojó la manzana.
Solana viaja por Santander, Valladolid, Medina del Campo, Segovia, Ávila... los lugares dan un poco igual, porque el maestro siempre encuentra lo que busca morbosamente o se imagina su mente calenturienta: una España de personajes anacrónicos y deformes, con callejuelas polvorientas, edificios descascarillados, tabernas costrosas, niños raquíticos y panzudos, prostitución y sucios comercios saturados de todo tipo de porquerías.
No es una imagen realista de la España del momento, sino el reflejo distorsionado que de una parte de ella tiene un artista singular, que sabe utilizar la pluma con la misma habilidad que el pincel y con idéntica intención: reflejar la España profunda en los espejos deformantes del Callejón del Gato. Solana critica la barbarie nacional, pero también está fascinado por sus costumbres, su roña y su ignorancia. El artista tiene alma de bárbaro. Le atrae lo más brutal porque estimula su creatividad. Como propuesta artística tiene su miga. La estética solanesca era parecida a la de Valle-Inclán.
La España negra tiene pasajes inolvidables. Los caballos destripados que agonizan al sol en un campo calcinado de Castilla, después de una corrida de toros. Un palacio de justicia en Medina del Campo, instalado en un caserón desvencijado por donde corretean los ratones, se agitan los murciélagos y vegetan unos funcionarios fantasmagóricos entre nubes de polvo y rimeros de papel amarillento. El juez avanza por el pasillo. Se trata de un individuo viejo y altísimo que arrastra la toga por el suelo. Ni Kafka hubiera imaginado algo más absurdo. Solana visita una feria en Santander. Allí se deleita con escenas grotescas que parecen sacadas de Freaks de Tod Browning. En una farmacia encuentra una colección de tenias cuidadosamente conservadas en frascos de formol. Cada frasco lleva el nombre del individuo en cuyo cuerpo se alojó el repugnante parásito. Solana, de modo increíble, intenta individualizar a los bichos, describiendo sus expresiones.
Una de las pasiones del artista eran los muñecos, lo inanimado, que él dotaba de una extraña vida con sus colores terrosos. En cambio, los vivos en Solana parecen muertos que esperan el regreso a la tumba. En La España negra su atención se fija en maniquíes, muñecos, títeres, figuras de cera, figuritas elaboradas con garbanzos, escaparates roñosos, juguetes de cartón o madera abandonados en el patio de un trapero, flores marchitas, la llave de un ataúd infantil blanco como la nieve, perros agonizantes, fiestas sanguinolentas y crueles, mendigos que enseñan sus muñones azulados, viejos cubiertos de ronchas, ancianas dobladas como pergaminos o chulos con faja y faca, que escupen tabaco negro por las comisuras de los labios y tienen un mal mirar. Muy delicado todo.
En definitiva, creo que se debe leer esta alucinante España negra, obra de don José Gutiérrez-Solana, pintor español de rompe y rasga, verdadero Goya necrómano, como lo llamó acertadamente Antonio Machado. Solana tenía un estilo literario bronco y expresivo que alcanzaba el mal gusto o la caricatura, al igual que ocurría con su pintura. Sus libros han sido elogiados por escritores como Gómez de la Serna, quien le dedicó un libro, Camilo José Cela o Andrés Trapiello. Solana merece ser descubierto, desempolvado y disfrutado.
José Gutiérrez-Solana (1886-1945) fue un pintor, grabador y escritor español nacido en Madrid durante el Carnaval. Su familia era oriunda de Santander. Tuvo varias malas experiencias de niño que le marcaron para siempre. El joven Solana estudió bellas artes y en 1906 le dieron un premio. Durante muchos años viajó por España en busca de inspiración. También hizo sus pinitos como torero. Se relacionó con la mayor parte de los intelectuales y artistas de la época: Ricardo Baroja, Valle-Inclán, Zuloaga, Romero de Torres y Gómez de la Serna. Tiene un gran valor documental, además de artístico, su cuadro de la cripta del café Pombo, titulado Mis amigos (1920).
Solana desarrolló un estilo peculiar, ajeno a las vanguardias, pero nada bien visto por el arte oficial de bandas y charreteras. Pinturas de corte expresionista, trazo grueso, colores oscuros y temas macabros. Su obra literaria es abundante. Durante la Guerra Civil se refugió en Valencia. Volvió a España en 1939 y falleció en 1945. Pío Baroja lo comparaba con Picasso: «Picasso es un alquimista y Solana era como un droguero». No se llevaban bien.


 
 
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