Título: Vacaciones en el Cáucaso Autora: María Iordanidu
Páginas: 208
Año de edición: 2020
Esta entretenida y agradable novelita, publicada originalmente en 1965, cubre un curioso arco en cuanto a género literario, porque empieza como chispeante comedia y acaba como terrible drama, eso sí, rematado con un final feliz y esperanzador.
Se trata en realidad de unas memorias noveladas, que cubren la primera juventud de la autora, desde los 17 hasta los 25 años. La protagonista y narradora es Ana, una chica griega que vive en Constantinopla con su abuela y en 1914 emprende un viaje de vacaciones a casa de sus tíos, en Stávropol, situada en pleno Cáucaso, al sur de Rusia. La situación política en Europa está llena de nubarrones, pero sus familiares no le dan importancia y piensan que no le puede pasar si viaja en tren y van a recogerla a la estación de destino. Sin embargo, lo que pasa es la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa. Casi nada, un verdadero caos, con trenes y estaciones abarrotados, movimientos de multitudes, desplazados, tropas, refugiados... un lío en el que la pobre chica se pierde, pasa mil aventuras hasta que llega dos meses más tarde a Stávropol y se queda allí atrapada durante cinco largos años. En ese tiempo se verá obligada a dar clases particulares de inglés sin saber ni papa de la lengua de Shakespeare, se adapta a la cultura rusa, sobrevive a inviernos terribles, disfruta de la cocina eslava, se enamora, conoce los horrores de la guerra, también a un artista y a la postre, madura.
Esta novela es muchas cosas, una obra histórica, una novela de crecimiento, unas memorias, un libro de humor al menos en la primera mitad y seguramente, algunas cosas más y como decíamos, una comedia y un drama. La primera parte está narrada con un ritmo vertiginoso, mucha acción un derroche de sentido del humor y ráfagas de ironía, que convierten a esos capítulos en realmente muy divertidos. El estilo es casi sincopado, algo infantil, directo y gracioso. Hay descripciones geniales, situaciones desternillantes y un tono general de comicidad encantador. Pero en la parte final del texto llegan la descripción de los desastres de la guerra y cómo afectan en un crescendo inquietante la vida cotidiana de los protagonistas. Y, por último, las consecuencias de la revolución de los soviets: abolición de clases, privilegios y de la propiedad privada, revanchismo, pelotones revolucionarios, ejecuciones... un horror.
A lo largo de la narración, aparecen muchos detalles del modo de vida de la época, tan interesantes como sorprendentes. Y desde luego, hay una excelente descripción de los hechos históricos del momento. En fin, una novela muy entretenida, instructiva y llena de buenas cualidades, todo en 200 páginas y sin dejar ni un resquicio de aburrimiento. Aquí aprendemos: cómo regalar una polvera a una princesa y que nos salga gratis; que nada se resiste a las palabrotas rusas; lo famoso que es el insoportable hedor corporal ruso; que por un lado está Cuido con sus flechas y por otro, la Muerte con su guadaña; que el primer samovar de té caliente de la mañana es para el que lo hace y la cocina, el segundo, para los niños y los hombres que salen temprano a trabajar, y el tercero para el resto de la familia; cómo se toma el té a la rusa, se coloca un terrón de azúcar en la lengua, se da un sorbo de té hirviendo y la habitación se llena de vaho y felicidad; que para ser libre, hay que ser económicamente independiente; lo calientes que son los abrigos de ardilla; que el kazachok es, efectivamente, un baile ruso; la historia de Rasputín y muchas otras cosas.
Vamos con una selección de citas que me han llamado la atención: «Cuando en Francia una cantante perdía la voz o una bailarina se fracturaba un tobillo, lo primero que hacían era tomar el tren hacia la provincia rusa y convertirse en profesoras de francés», «La vida es un dormir y el sueño es el amor», «La felicidad solo llama a la puerta que sonríe», «La cocinera siempre es gorda», «Inglaterra está decidida a combatir hasta la última gota de sangre... de los rusos», «Silencioso como el aceite se extendió el poder soviético a lo largo y ancho de Rusia».
Unas memorias noveladas, frescas, divertidas y realistas, llenas de detalles interesantes y también una descripción de lo que supone una guerra y una revolución. Una obra tan atractiva y divertida, con la que se aprenden muchas cosas. Un libro que debería ser un superventas.
La traducción del griego, que me ha parecido irreprochable, está amenizada por algunos americanismos francamente graciosos (como «achicopalado», «carpetitas», «las cosas se pusieron de color hormiga») , la verdad, tan válidos como las expresiones habituales en España. Es de la mexicana Selma Ancira, escritora, fotógrafa y prestigiosa eslavista, formada en las universidades de Moscú y de Atenas, traductora de ruso y griego, que ya conocemos por la versión en español de alguna novela de Kallifatides.
María Iordanidu (Constatinopla, 1897-1989) fue una escritora griega. Hija de un ingeniero naval, vivió durante 8 años en El Pireo y luego regresó a Estambul, donde estudió en el Colegio Americano. A los 17 años y estando de vacaciones en Batumi (Georgia), entonces perteneciente al Imperio Ruso, de vacaciones invitada en casa de sus tíos, se quedó atrapada allí durante 5 años debido a la Primera Guerra Mundial y a la Revolución de Octubre.
De vuelta en Estambul, trabajó para una empresa comercial estadounidense. A los 23 años se trasladó a Alejandría, se afilió al Partido Comunista Egipcio y se casó con un profesor del Victoria College. Al año siguiente, el matrimonio se estableció en Atenas y María trabajó en la Embajada Soviética. Después de tener dos hijos, se divorció a los 34 años. Durante la ocupación alemana su casa fue destruida, fue perseguida y enviada a varios campos de concentración.
En su ajetreada vida, aprendió un buen número de idiomas y a la edad de 65 comenzó a escribir y publicar libros novelando su azarosa biografía. Con solo cinco títulos alcanzó la fama y el aplauso de la crítica. Falleció a los 92 años y está enterrada en Nueva Esmirna (Grecia).
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
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