sábado, 30 de noviembre de 2024

Mi vecino Radílov - Ivan Turgueniév

Mi vecino Radílov

En el otoño suele encontrarse chochaperdices en los bosquecillos de ancianos tilos. Existen muchos de esos bosquecillos en la provincia de Oriol. Nuestros antepasados, cuando tenían que elegir un lugar donde asentarse, siempre se decantaban por un par de desiatinas de buena tierra para un huerto de frutas bordeado por avenidas de tilos. Después de cincuenta años, como mucho setenta, estas fincas solariegas, estos “nidos de la alta burguesía”, han desaparecido uno por uno de la faz de la tierra, las casas han caído en un estado de abandono o bien sus tablones han sido vendidos a peso, las zonas construidas en piedra se han convertido en montones de escombros, los manzanos han sucumbido y se utilizan para leña, las verjas y las cancelas han desaparecido. Solo los tilos han continuado creciendo, como antes, en todo su esplendor y, rodeados por los campos arados, nos hablan a la generación actual de “todos los padres y hermanos ya muertos y enterrados”. Un tilo anciano es un árbol hermoso… Se salva hasta del hacha inmisericorde del campesino ruso. Sus hojas son pequeñas, sus ramas poderosas se extienden en todas direcciones y hay una sombra eterna debajo de ellas.

Una vez, vagabundeando con Yermolái por los campos en busca de perdices, vi una huerta en estado de abandono, y allí me dirigí. Apenas había entrado cuando una chochaperdiz levantó vuelo desde detrás de unos arbustos. Justo cuando disparaba, a pocos pasos de mí, se oyó un grito, y el rostro acongojado de una muchacha joven se asomó desde detrás de los árboles para desvanecerse al instante. Yermolái corrió hasta mí: «¿Por qué dispara? ¡Aquí vive un terrateniente!».

Apenas tuve tiempo de responderle, mi perro apenas había tenido tiempo de traerme la presa con digno orgullo, cuando se oyeron pasos presurosos y un hombre alto y bigotudo emergió de detrás de un arbusto grueso, contemplándome con desaprobación. Me disculpé lo mejor que pude, le di mi nombre y le ofrecí la presa que había abatido en su tierra.

—Como guste —dijo con una sonrisa—. Aceptaré su presa, con la condición de que se quede y cene conmigo.

Confieso que su oferta no me satisfacía, pero me era imposible rechazarla.

—Soy Radílov, un terrateniente de esta zona, y vecino suyo: es posible que haya oído hablar de mí —continuó mi recién conocido—. Hoy es domingo y deberíamos tener una buena cena, o no lo habría invitado.

Respondí como se debe en dichas circunstancias y me dispuse a seguirlo. Un camino recientemente despejado de hierba nos condujo directamente fuera del bosquecillo de tilos y entramos en una huerta doméstica.

Entre viejos manzanos y arbustos de grosellas crecidos más de la cuenta, había innumerables coles redondas y verdes; los lúpulos se retorcían alrededor de sus largos tallos; sobresaliendo de los parterres había filas muy juntas de palos marrones enredados entre sí por guisantes resecos; había enormes y gordas calabazas esparcidas por todas partes; los pepinos colgaban amarilleándose bajo hojas angulosas y polvorientas; altas ortigas se columpiaban sobre la verja; en dos o tres lugares crecían montones de madreselvas, saúco y escaramujo, o lo que quedaba de lo que habían sido “parterres”. Cerca de un estanque para peces de reducidas dimensiones, Heno de un agua aceitosa y rojiza, había un pozo rodeado de charcos. Los patos chapoteaban en ellos con afán y los removían; un perro, tembloroso y con ojos entrecerrados, roía un hueso sobre la hierba; en el mismo lugar, una vaca pastaba con desgana, moviendo la cola de vez en cuando sobre su lomo flaco.

El camino giraba y desde más allá de unos altos sauces y abedules nos miraba una pequeña y anticuada casa de color gris, con tejado de tablillas y porche torcido. Radílov se detuvo.

—Por supuesto —dijo mirándome con simpatía y directamente a la cara— se me acaba de ocurrir que tal vez no desee acompañarme en la cena, en cuyo caso…

No le dejé terminar, asegurándole que, al contrario, sería muy agradable cenar con él.

—Bueno, como desee.

Entramos en la casa. Un joven con un caftán largo de paño azul nos recibió en el zaguán. Radílov le ordenó de inmediato que sirviera vodka a Yermolái; mi compañero de cacería se dobló en una respetuosa reverencia hacia el amable anfitrión.

Del vestíbulo, empapelado con varias pinturas coloridas y en donde colgaban varias jaulas, pasamos a una pequeña habitación, el gabinete de Radílov. Me desprendí de mis ropas de caza y dejé mi escopeta en una esquina. El joven con la larga levita me cepilló a conciencia.

—Bien, entremos en la salita —dijo Radílov con amabilidad—. Le presentaré a mi madre.

Lo seguí. En la salita estaba sentada en un diván en el centro de la sala una anciana diminuta con vestido marrón y cofia blanca, de rostro minúsculo y arrugado y expresión modesta y apocada.

—Madre, me gustaría presentarle a nuestro vecino.

La anciana se puso de pie y me hizo una reverencia sin soltar una bolsa de estambre grande como un saco.

—¿Lleva usted mucho tiempo por esta zona? —preguntó en un tono triste y débil, parpadeando.

—No señora, no hace mucho.

—¿Y tiene la intención de quedarse mucho tiempo?

—Creo que hasta el invierno.

La anciana guardó silencio.

—Y aquí —repiqueteó Radílov, apuntando a un hombre alto y delgado en el que no había reparado cuando entré— tiene a Fiódor Mijéich… Ven, Fedia, ofrece a nuestro invitado un poco de tu arte. ¿Por qué te escondes en esa esquina?

Fiódor Mijéich saltó de inmediato de su silla, cogió del asiento de la ventana un violín de aspecto burdo, agarró un arco, no como suele hacerse, por el extremo, sino por la mitad, apoyó el violín sobre el pecho, cerró los ojos y se lanzó a bailar, cantando una cancioncilla y rascando las cuerdas. Parecía tener unos setenta años; una levita larga de nankeen flotaba tristemente sobre sus extremidades huesudas. Bailaba, bien arrancándose en movimientos intrépidos o bien, como si estuviera a punto de desmayarse, balanceando su diminuta cabeza calva, estirando el cuello venoso, dando golpecitos con los pies y, a ratos, con evidente dificultad, doblando las rodillas. Una voz débil y vacilante salía de su boca desdentada. Radílov debió de haber juzgado por mi expresión que el “arte” de Fedia me gustaba bien poco.

—Ya vale, viejo —dijo—, puedes ir por tu “recompensa”.

Fiódor Mijéich depositó de inmediato su violín en el asiento de la ventana, me hizo una reverencia a mí primero en calidad de invitado, después a la anciana, después a Radílov, y a continuación abandonó la sala.

—Él también fue terrateniente —continuó mi amigo—, y muy rico; pero se arruinó y ahora vive conmigo… En sus tiempos se lo consideraba el mayor mujeriego de la provincia. Robó dos esposas a sus maridos, solía mantener a cantantes, él mismo cantaba y era un excelente bailarín… ¿Tal vez desearía un trago de vodka? La cena ya está servida.

Una muchacha joven, la misma que había visto brevemente en el jardín, entró en la habitación.

—¡Ah, aquí está Olga! —observó Radílov, volviendo su cabeza—. Le ruego que sea amigo suyo… Muy bien, vamos a cenar.

Entramos en el comedor y nos sentamos. Mientras íbamos ocupando nuestros sitios, Fiódor Mijéich, cuyos ojos relucían y cuya nariz había enrojecido por la “recompensa”, cantó “¡Que resuene el sonido de la victoria!”. Tenía un lugar asignado especialmente para él en una mesa pequeña sin servilleta. El pobre viejo no podía presumir de buenas maneras, así que se lo mantenía a cierta distancia de la sociedad educada. Se persignó con un suspiro y comenzó a comer como un tiburón. La cena de hecho no era mala: siendo domingo, no habría podido limitarse a unas gelatinas temblorosas y empanadas españolas. En el transcurso de la cena Radílov, que había servido en el ejército durante diez años en un regimiento de infantería y había estado en Turquía, se puso a contar historias; escuché con atención mientras observaba a Olga sin que ella lo notase. No era muy bonita, pero la expresión resuelta y tranquila de su rostro, su amplia frente, el pelo abundante y, en particular, sus ojos color avellana, pequeños pero inteligentes, claros y vivarachos, habrían causado impresión en cualquiera en mi lugar. Daba la impresión de seguir cada palabra que decía Radílov con especial atención, y no era la simpatía lo que se mostraba en su expresión, sino más bien la atención pasional. Por la edad, Radílov podría haber sido su padre; la tuteaba, pero de inmediato supuse que no podía tratarse de su hija. En el curso de la conversación mencionó a su difunta esposa, “su hermana”, añadió, señalando a Olga. Ella no tardó en enrojecer y bajó los ojos. Radílov hizo una pausa y cambió de conversación. La anciana no dijo ni una palabra durante toda la comida, apenas probó bocado y no me prestó atención. De sus rasgos emanaba una suerte de expectación tímida y desesperada, ese tipo de tristeza de los mayores que puede sobrecargar tanto el corazón de quien la observa. Hacia el final de la comida Fiódor Mijéich se levantó con la intención de “cantar las alabanzas” de su anfitrión y su invitado; pero Radílov me miró y le dijo que lo dejara para otra ocasión. El anciano se pasó las manos por los labios, parpadeó, hizo una nueva reverencia y volvió a sentarse, pero esta vez al borde de la silla. Después de la cena Radílov y yo nos dirigimos a su gabinete.

Siempre hay algún rasgo común que no pasa desapercibido en las personas que se encuentran constante y gravemente preocupadas por una idea fija o por una única pasión, alguna forma similar de comportarse, cualesquiera sean sus cualidades, sus habilidades, su posición en sociedad y su educación. Cuanto más observaba a Radílov, más me parecía que pertenecía a esta categoría de persona. Hablaba sobre la organización de su finca, sobre las cosechas, sobre la producción de heno, sobre la guerra, sobre los cotilleos en la ciudad y las elecciones venideras, sin azoro, implicándose en lo que relataba, pero de pronto se le escapaba un suspiro y se hundía en el sillón, se pasaba las manos por la cara y parecía un hombre exhausto por una dura labor física. Como si toda su alma, generosa y amable, estuviera enteramente inundada por un sentimiento único. Me sorprendió el no ser capaz de encontrar en él pasión alguna por la comida, ni el vino, ni la caza, ni los ruiseñores de Kursk, ni las palomas epilépticas, ni la literatura rusa, ni los caballos de paseo, ni las chaquetas de corte húngaro, ni los naipes o billares, ni ir a bailes por la noche, ni hacer visitas a la ciudad cercana o a la capital, ni las fábricas de papel, ni las azucareras o cenadores decorados en colores chillones, ni tardes de té, ni carreras de encuartes mal conducidos o incluso cocheros orondos con cinturones que les llegan a los sobacos, esos cocheros majestuosos cuyos movimientos de cuello, Dios sabrá por qué, hace que sus ojos salten literalmente de sus cabezas…

«¡Qué clase de terrateniente tan raro es este!», pensé. Además, no daba la más mínima impresión de estar triste o insatisfecho con su destino. Al contrario, radiaba buena voluntad indiscriminada, cordialidad y una casi servil disposición a trabar amistad con todo el mundo. Es cierto que, al mismo tiempo, se tenía la impresión de que no se lograría fraguar una amistad auténtica con él, puesto que no podría mantener una relación íntima con nadie; y esto no porque no necesitara de los demás, sino más bien porque su vida entera había sido vuelta del revés. Observando a Radílov de cerca no podía imaginarlo feliz, ni ahora ni en ningún otro momento. No había sido bendecido con un físico atractivo, al contrario, sus ojos abogaban el secretismo, aunque en su sonrisa y en conjunto existiera algo agradable, pero que permanecía escondido. De manera que uno imaginaba que quería conocerlo mejor y convertirse en su amigo. Por supuesto, de cuando en cuando se comportaba como el terrateniente y el habitante de la estepa que era, pero nunca dejaba de ser buena persona.

Acabábamos de iniciar una conversación sobre el nuevo comisario provincial de la nobleza cuando, de pronto, la voz de Olga, al otro lado de la puerta, anunció: «El té está listo». Nos dirigimos a la salita. Fiódor Mijéich estaba como antes en su esquina, entre la ventana y la puerta, con sus piernas modestamente juntas. La madre de Radílov tejía un calcetín. Por las ventanas abiertas entraba la frescura otoñal y un aroma a manzanas. Olga se ocupó de servir el té. Ahora tuve oportunidad de observarla con mayor atención que durante la cena. Hablaba muy poco, como era costumbre entre las muchachas de provincia, pero en ella, al menos, no vi inclinación alguna a proferir comentarios sin pensar, vacuos y estúpidos; tampoco se dedicaba a suspirar como si la embargara un exceso de sentimientos inexplicables, ni tampoco ocultaba los ojos, ni sonreía de forma vaga y misteriosa. Tenía un aspecto calmo y tranquilo, como el de alguien que descansa después de una gran alegría o de una gran congoja. Su modo de andar y sus gestos eran seguros y confiados. Me gustó de inmediato.

Radílov y yo retomamos nuestra conversación. No recuerdo cómo nos pusimos de acuerdo en que a veces son las cosas más insignificantes las que producen mayor impresión, en lugar de las más importantes.

—Así es —dijo Radílov—, yo mismo lo experimenté una vez. Estuve casado, como sabe. No duró mucho… a los tres años mi esposa murió al dar a luz. Pensé que nunca me recuperaría; mi tristeza no conocía límites, me golpeó de lleno, pero no era capaz de llorar, iba por ahí como un loco. La vistieron con ropas apropiadas y la pusieron sobre la mesa, ahí mismo, en esta habitación. Vino el sacerdote, vinieron los sacristanes, comenzaron a cantar, a rezar, a quemar incienso; yo hice todo lo que se debía, me doblé en reverencias hasta el suelo, y aun así era incapaz de soltar una lágrima. Mi corazón se había vuelto literalmente de piedra, y también mi cabeza, y no sentía nada. Así transcurrió el primer día. ¿Puede creerlo? Pude dormir aquella noche. A la mañana siguiente entré para verla. Era verano y el sol brillaba sobre ella de la cabeza a los pies, y relucía tanto. De repente vi… —En este momento, Radílov se estremeció—. ¿Qué cree que era? Uno de sus ojos no estaba cerrado del todo, y había una mosca caminando sobre él… Me derrumbé como el trigo, y cuando recobré la conciencia me puse a gritar, y ya no pude detenerme…

Radílov dejó de hablar. Lo miré, después a Olga, y nunca olvidaré la expresión de sus rostros. La anciana dejó el calcetín sobre sus rodillas, sacó un pañuelo de su bolso y se secó una lágrima. Fiódor Mijéich se puso de pie de un salto, agarró su violín, y comenzó a cantar con su voz temblorosa y sin formación. Era muy probable que quisiera animarnos, pero todos nos estremecimos desde que emitió el primer sonido, y Radílov le pidió que parase.

—Además —continuó—, ya ha pasado todo; el pasado no puede regresar, y al final, ya sabe, todo es para mejor en el mejor de los mundos posibles… Como dijo Voltaire, o eso creo —añadió a toda prisa.

—Sí, por supuesto —accedí—. Y lo que es más, uno puede soportar la infelicidad, y no existe ninguna situación tan horrible de la que uno no pueda salir de alguna forma.

—¿De veras lo cree? —preguntó Radílov—. Bien, tal vez esté en lo cierto. Recuerdo una vez en Turquía, estaba medio muerto en un hospital: tenía fiebre tifoidea. No podíamos enorgullecemos de nuestro hospital, después de todo estábamos en guerra. De repente nos trajeron muchos más enfermos, pero ¿dónde ponerlos? El doctor iba como loco de un lugar a otro, pero no había sitio. Entonces se acercó hasta mí y preguntó al ordenanza: «¿Vivo?». El ordenanza respondió: «Lo estaba por la mañana». El doctor se agachó sobre mi cuerpo y me oyó respirar. El tipo no pudo evitar decir: «La naturaleza es idiota. Aquí hay un hombre muriéndose, es absolutamente cierto que se muere, que solo está agarrándose a la vida, y todo lo que hace es ocupar un sitio y evitar que entren otros». «Pues bien», pensé yo, «no estás tan mal después de todo, Mijail Mijáilich…». Pero mejoré, y hasta hoy estoy vivo, como puede ver. Así que parece que tiene usted razón.

—Oh, siempre tengo razón —respondí—. Y si usted hubiera muerto, también habría dejado atrás una situación difícil.

—Muy bien, sí —añadió, de repente golpeando con fuerza la mesa con su mano—. ¡Todo lo que uno debe hacer es decidirse! ¿Por qué soportar una situación difícil? ¿De qué sirve agarrarse a la vida, continuar…?

Olga se puso de pie y salió con rapidez al jardín.

—¡Venga, Fedia, toca algo! —gritó Radílov.

Fedia se puso de pie de un salto y anduvo por la habitación como si fuera un niño ante un oso, y cantó: “Una vez, a nuestras puertas…”.

Se oyó desde el porche el ruido de un carro, y al cabo de un rato entró en la habitación un hombre bien formado, viejo y de gran estatura, el granjero Ovsiánikov… Pero Ovsiánikov es una persona tan extraordinaria y poco usual que, con el permiso del lector, hablaremos de él en nuestra siguiente nota. En lo que concierne a la historia actual, diré simplemente que al día siguiente Yermolái y yo salimos de caza tan pronto como amaneció, y después de cazar volvimos a casa, y una semana más tarde fui de nuevo a visitar a Radílov, pero me encontré con que ni él ni Olga estaban en casa: un par de semanas antes, como después me enteraría, se había esfumado abandonando a su madre y marchándose a algún sitio con su cuñada. La provincia al completo estaba sorprendida por aquello, y no dejó de hablar del suceso, y solo entonces comprendí el significado de la mirada en la cara de Olga durante la narración de Radílov. No había sido una mirada de compasión, sino de ardiente envidia.

Antes de dejar el campo visité a la anciana madre de Radílov. La encontré en la salita jugando al durachki con Fiódor Mijéich.

—¿Tiene alguna noticia de su hijo? —le pregunté al cabo.

La anciana rompió a llorar. Ya nunca más volví a preguntarle sobre Radílov.

Ivan Turgueniév, 1847

Publicado por Antonio F. Rodríguez.

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