Título: El búho ciego Autor: Sadeq Hedayat
Páginas: 166 pág.
Editorial: Hiperión
Precio: 12 euros
Año de edición: 1992
Hoy vamos a hablar del que puede ser seguramente el campeón de los libros olvidados, el injustamente postergado entre los postergados, a pesar de su enorme calidad y trascendencia. Hoy nos fijamos en «El búho ciego» del iraní Sadeq Hedayat, una obra tan buena como extraña y poco conocida, publicada en Bombay en 1936.
El título resulta especialmente siniestro, sobre todo en la cultura árabe, en la que el búho es un animal nocturno, siniestro y de mal agüero, de impresionante ulular y vuelo silencioso; más siniestro aún si es un animal ciego.
Un narrador misterioso, encerrado en una habitación y alejado de todos, quizás un demente, alguien que delira o está drogado, se dirige a su propia sombra, a la que compara con un búho ciego, una extraña historia, llena de obsesiones, en un largo monólogo alucinado y desesperado. Así arranca esta obra insólita, que ha sido compara con «El ruido y la furia» de Faulkner y que comienza así: «A lo largo de nuestra existencia hay heridas que nos corroen el alma, como si fuesen carcoma, en soledad. No podemos confesar esas dolencias increíbles a nadie, porque suelen ser consideradas anomalías extrañas, hechos insólitos...».
A partir de ahí, el protagonista va desgranando la historia de su vida, un discurso raro donde los haya, alucinado, en el que el lector no sabe qué parte es sueño, imaginación, recuerdo, deseo, ilusión, delirio o simple invención, en un juego que recuerda a Cărtărescu, el rumano barroco y florido, nuestro persa, escueto y ascético. Llaman especialmente la atención las repeticiones de motivos e imágenes, como el vino y el opio, una botella de bebida envenenada, las flores de dondiego, unos ojos que nos miran, un jarrón muy especial, un cuchillo con mango de hueso, una dama de negro que le ofrece una flor a un anciano sentado bajo un árbol, el zumo de uvas, carcajadas cavernosas que ponen los pelos de punta... repeticiones que hacen dudar del relato y lo hacen paranoico, rítmico y obsesivo. Es inevitable recordar aquí las reiteraciones de «El manuscrito encontrado en Zaragoza» de Potocki. Hay también cambios de personalidad, como en los sueños y las pesadillas, de pronto el narrador es el viejo al que una mujer ofrece una flor, más adelante, el chamarilero al que pocas páginas atrás espiaba por la ventana.
En fin, un texto lleno de trampas, en el que es fácil perderse si uno no anda muy atento, enloquecido y extraño, atormentado y doliente, misántropo y misógino a la vez, con influencia y resonancias de Kafka y de Poe, autores a los que Hedayat tradujo al persa, y quizás de Dostoyevski. Una novela perturbadora y chocante, que puede parecer que no tiene ni pies de cabeza, intensamente surrealista, no en vano le encantó a André Breton, que admite múltiples interpretaciones y puntos de vista. Con ella, el autor introdujo en la literatura iraní la modernidad y buena parte de las innovaciones literarias europeas.
La obra se divide en dos partes principales, más un par de páginas intermedias que hacen de bisagra y un epílogo que causa horror y espanto, también muy corto. La primera parte tiene la forma de un monólogo paranoico y desquiciado, como hemos dicho, y la segunda, tampoco muy centrada que digamos, en realidad es una precuela de la primera, a la que antecede, y parece explicar las obsesiones con las que arranca el libro. Aún así, el lector no sabe a ciencia cierta cómo interpretar esa primera parte ¿es un sueño, una alucinación, un delirio de locura, una alucinación causada por el alcohol y el opio? En cualquier caso, está marcada por la influencia del terrible final.
El lenguaje es sencillo y directo, seco y depresivo, puede decirse que descarnado en su concisión, casi despiadado con el lector, que recibe sorpresa tras sorpresa con estupefacción y, desde luego, no sale indemne después de leer esta locura de novelita que, por cierto, tan solo tiene 130 páginas de texto. En esa extensión, el autor consigue mucho más que otros escritores en miles de páginas.
El trabajo de traducción parece excelente y fue hecho al alimón por Zara Behnam, especialista en persa farsi, y el gallego Juan Abeleira (Maracay, Venezuela, 1963), poeta y traductor multilingüe, autor también de un breve prólogo sobre las claves del libro y las notas a pie de página.
En suma. un clásico casi desconocido, una obra maestra desconcertante y muy adelantada a su época, que vale la pena leer con atención, analizar en detalle y debatir entre amigos, porque tiene mucha, pero que mucha miga.
Sadeq Hedayat (Teherán, 1903-1951) fue un traductor y escritor iraní. Nació en una familia aristocrática de escritores y generales, estudió en el Liceo Francés y se hizo vegetariano siendo muy joven. A los 18 años fue elegido para formar parte de un selecto grupo de alumnos que debían viajar a Europa para continuar sus estudios. Viajó a París para estudiar arquitectura, pero luego cambió de idea y se trasladó a Bélgica para hacerse ingeniero, carrera que también abandonó. Volvió a la capital francesa, empezó a estudiar odontología e intento suicidarse tirándose al río Marne, pero le salvó un pescador.
Después de pasar cuatro años en Europa sin acabar ninguna licenciatura, regresó a su país natal y tuvo varios trabajos en la banca, como traductor y en el Ministerio de Cultura. Durante todos esos años, se dedicó a leer en profundidad literatura europea y a estudiar el folclore persa. Siendo estudiante del liceo, publicó sus primeros relatos. Dejó cuentos, novelas cortas, dos dramas históricos y varias colecciones de parodias y escenas satíricas, todo ello impregnado de un hondo pesimismo. Era muy crítico con la situación política de su país, especialmente con la indiferencia de los dos principales poderes, la monarquía y el clero, ante los sufrimientos del pueblo. También tradujo un buen número de obras del francés.
Viajó a la India para aprender el persa sasánida o pahlavi y tradujo varias obras de Ardeshire Pakan al persa. Estando en Bombay, publicó a los 33 años su obra maestra, «El búho ciego», que había empezado a escribir en París a los 27 años. Apareció con una nota que prohibía su publicación en Irán. Consiguió que se editase en su país en 1941, lo que causó un enorme escándalo e hizo que fuese prohibida hasta 2006, pero aún así, circulan pocos ejemplares en el país y no es fácil de encontrar.
Volvió a la ciudad de la luz a los 48 años y se suicidó, después de quemar todos sus manuscritos aún sin publicar ―¿qué habría en aquellas páginas?―, inhalando monóxido de carbono en su apartamento. Está enterrado en el cementerio de Père-Lachaise.
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
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