Título: Danza macabra Autor: Stephen King
Páginas: 640
Editorial: Valdemar
Precio: 29 euros
Año de edición: 2020
Stephen King es un apasionado erudito de lo truculento. No solo escribe, también lee con atención lo que escriben sus colegas. «Danza Macabra» (1981) es un magnífico repaso del horror literario norteamericano desde los años 50. Este largo estudio tiene un claro matiz autobiográfico. La transformación del género fue paralela a la formación de King como escritor. Hacia 1955 el niño Stephen descubrió en un desván un cajón olvidado con cuentos de Lovecraft. Los devoró. También se alimentó de películas de serie B o Z, tebeos macabros y seriales radiofónicos. Con semejante educación sentimental es casi inevitable acabar siendo Stephen King.
Los 50 fueron años de Guerra Fría y paranoia generalizada. King recuerda con nostalgia las películas de marcianos que veía durante su infancia. Algunas, no todas, eran malísimas. No dejaban de ser un reflejo distorsionado y casi cómico del miedo social del momento. El espanto viene del exterior. En la era del senador McCarthy, muchos buenos yankis creían que un agente comunista acechaba detrás de cada seto. En realidad, en esos años el mundo estuvo unas cuantas veces al borde del desastre. King se crió en la América floreciente de Eisenhower. Pero el american way of life estaba amenazado por un posible conflicto nuclear. En el jardín, al lado de la barbacoa, se construían refugios antiatómicos. Por esa grieta se colaron marcianos, científicos locos y criaturas mutantes. Los monstruos de cartón piedra son un paliativo de horrores reales o posibles.
Otra clave de la ficción de horror sería su carácter conservador. El mal que altera el equilibrio rompiendo el tabú es el extraño, siempre se simboliza con el extranjero. El guardián de la norma que restablece el orden moral es el bien. Abraham van Helsing versus Drácula.
Stephen King estudia los grandes mitos: el hombre lobo, el vampiro, el fantasma y el monstruo de Frankenstein. Criaturas noctámbulas que son el reverso de la vida cotidiana bañada por la luz del día. Dionisos contra Apolo. Se trata de arquetipos de los miedos profundos que acompañan al hombre desde la gruta prehistórica. El miedo a la muerte es universal. El vampiro parece vencerla gracias a un elixir de la eterna juventud: la sangre. Drácula posee un poder erótico, carismático y fascinante. El no muerto codificado por Bram Stoker es un superhombre: guapo, aristócrata, con éxito entre las señoras e inmortal. El mal es atractivo sin dejar de ser peligroso. Un reflejo distorsionado de nuestros miedos y anhelos más profundos.
El hombre lobo es la bestia que todos llevamos dentro. King identifica perspicazmente al Mr. Hyde de Stevenson con un licántropo urbano. El monstruo peludo de la noche muerde la yugular de la sociedad burguesa a la que pertenece el doctor Jekyll. Hyde se deja llevar por la ira, el deseo y la pasión. Es una rebelión de la naturaleza contra la civilización. Frente a la mojigatería victoriana, Edward Hyde es intensamente sexual.
El fantasma es etéreo e indefinido. Se asocia con cementerios, casas abandonadas y antros con resonancias siniestras. El fantasma es un residuo psíquico del pasado que sigue latiendo en el presente. La vida fantasmagórica supone una forma descafeinada de inmortalidad. Nada que ver con la carnalidad exacerbada del vampiro.
La extraordinaria creación de Mary Shelley, Frankenstein, nos remite al mito de Prometeo. El hombre se iguala a los dioses. Crea vida. No obstante, esa vida consciente es infeliz y busca venganza. Frankenstein es el nombre del científico y no el de su criatura. Esto es importante. Víctor Frankenstein es un hombre porque tiene un pasado familiar, una genealogía y un nombre. El monstruo no tiene nada de eso. No tiene padres. No tiene estirpe. No tiene nombre. Es un remedo de hombre, perseguido y desgraciado. Frankenstein es quizá la más patética de las criaturas terroríficas porque pese a todo es la más humana. Cualquier desgraciado se puede identificar con ella.
El horror contemporáneo juega con esos cuatro mitos. King desmenuza magistralmente los distintos iconos terroríficos, analizando series televisivas, películas y novelas. Esencial en el negocio del horror es conseguir lo que el autor llama la «suspensión de la incredulidad». En un mundo progresivamente descreído el mito debe administrarse con cuidado. Resulta absurdo, por ejemplo, que resuenen las cadenas de un viejo fantasma dentro de un centro comercial. King advierte del grave riesgo que supone para el terror la caída en lo ridículo. Sin embargo, en lo cotidiano anidan muchos misterios. Cosas inexplicables. Mitos modernos. Supersticiones de barrio. Leyendas urbanas. Horrores vulgares. Esos que este autor ha sabido explorar tan bien. Una buena creación terrorífica siempre implica un subtexto, aunque sea inconsciente. La alegoría brota de la historia y no al revés.
La «Danza Macabra» conduce a una inquietud escondida dentro de cada uno de nosotros: «Esos momentos extraordinarios en los que el creador de una historia de horror es capaz de unir la mente consciente con la inconsciente mediante una idea poderosa».
King establece tres categorías de lo desagradable. La superior es el terror. Una emoción puramente mental en la que nada se ve. Por eso la imaginación se ve perturbada hasta el límite: un golpe seco en la puerta durante la noche. El horror es de categoría inferior. Se trata de una perturbación física ante algo desagradable. Lo revulsivo es lo más bajo, el asco. Naturalmente, los grandes maestros como Henry James se mueven en el ámbito más excelso del terror cerebral. En cambio, los titiriteros de la barraca de feria exhiben a la mujer barbuda, el ternero con tres patas y cosas semejantes. Ahora bien, grandes maestros como Poe, Lovecraft o Bierce no han dudado en recurrir a lo repulsivo.
Conclusión: disfruten con esta enciclopedia de los horrores favoritos del señor King. La amenidad, gracia y desenvoltura del maestro se dan por descontado. El desenfado potencia la fuerza analítica de «Danza Macabra». Stephen King demuestra que se puede enseñar sin aburrir. La cultura popular también es arte y merece ser estudiada con el garbo de este espléndido ensayo.
Stephen King (Maine,1947) es un monstruo con todas las letras. Desde sus años mozos se dedicó a pergeñar historias macabras que vendía a las revistas. Fue profesor de enseñanza media. Vivió la existencia de los pobres en el país de los ricos. Acabó triunfando con su literatura. Docenas de novelas y cuentos han salido de su pluma mojada en los miedos universales. Algunas de las adaptaciones de sus libros son joyas del cine. Pese a todo, Stephen King tiene en contra a la crítica encopetada que confunde lo legible con lo deleznable y lo aburrido con lo valioso. Seguramente, lo más deleznable es aburrir con falsas pretensiones intelectuales. King sigue a lo suyo, imperturbable.
Publicado por Alberto.
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