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F. Marion Crawford, 1904 |
Pues la sangre es vida
Habíamos cenado al anochecer en el espacioso
techo de la gran torre porque durante los grandes calores del verano allí se
estaba más fresco. Además, la cocinita estaba en una esquina de la gran
plataforma cuadrada, por lo que era más cómodo comer allí que verse obligado a
bajar los platos por la empinada escalera de piedra, que tenía algún peldaño
roto y, en conjunto, estaba muy desgastada por la edad. La torre era una de
aquellas construidas a lo largo de toda la costa oeste de Calabria por el
Emperador Carlos V a comienzos del siglo dieciséis para mantener alejados a los
piratas de Berbería, cuando los infieles estaban aliados con Francisco I contra
el Emperador y la Iglesia. Casi todas se han convertido en ruinas, pero algunas
siguen intactas y la mía es una de las grandes. Cómo llegó a ser propiedad mía
hace diez años y por qué paso una parte de cada año en ella son asuntos que no
guardan relación con esta historia. La torre se encuentra en uno de los parajes
más solitarios del sur de Italia, en la extremidad de un promontorio rocoso que
se curva formando un pequeño pero seguro puerto natural en la extremidad sur
del Golfo de Policastro, justo al norte de Cabo Escalea, que según la vieja
leyenda local es el lugar donde nació Judas Iscariote. La torre se alza en esa
espuela de rocas, y no hay ni una sola casa visible en un radio de seis
kilómetros a la redonda. Cuando voy allí me hago acompañar por un par de
marineros, uno de los cuales es bastante buen cocinero, y cuando estoy fuera la
torre queda a cargo de un pequeño ser parecido a un duende que en tiempos fue
minero y que lleva mucho tiempo a mi servicio.
Después la luna asomó de repente sobre la
cresta del promontorio, inundando la plataforma con su resplandor e iluminando
todas las rocas y lomas cubiertas de hierba que había bajo nosotros hasta allí
donde empezaban las tranquilas e inmóviles aguas. Mi amigo encendió su pipa y
se dedicó a contemplar un punto de la ladera. Sabía qué estaba mirando, y
llevaba mucho tiempo preguntándome si llegaría a ver algo que atrajera su
atención. Conocía muy bien ese lugar. Estaba claro que por fin le interesaba,
aunque pasó un buen rato antes de que hablara. Mi amigo tiene una gran
confianza en sus ojos, como les ocurre a la mayoría de los pintores, igual que
un león confía en su fortaleza y un ciervo en su velocidad, y el hecho de no
poder reconciliar lo que ve con lo que cree que debería ver siempre le pone
nervioso.
—Es extraño —dijo—. ¿Ves ese montículo que hay
a este lado del peñasco?
—Sí —dije yo, y adiviné lo que vendría a
continuación.
—Parece una tumba —observó Holger.
—Cierto. Parece una tumba.
—Sí —siguió diciendo mi amigo sin apartar los
ojos de aquel lugar—. Pero lo extraño es que veo el cuerpo que yace sobre ella.
Naturalmente —añadió, ladeando la cabeza tal y como suelen hacer los artistas—,
debe ser un efecto de la luz. En primer lugar, no es una tumba. En segundo
lugar, si lo fuera el cuerpo estaría dentro y no fuera. Por lo tanto, es un
efecto de la luz lunar. ¿No lo ves?
—Perfectamente; siempre lo veo en las noches de
luna.
—No parece interesarte mucho —dijo Holger.
—Al contrario. Me interesa, aunque ya estoy
acostumbrado. Y no te equivocas. Ese montículo es realmente una tumba.
—¡Tonterías! —exclamó Holger poniendo cara de
incredulidad—. ¡Supongo que ahora me dirás que lo que veo sobre ella es
realmente un cadáver!
—No —respondí—, no lo es. Lo sé porque me he
tomado la molestia de ir hasta allí y echarle una mirada.
—Entonces, ¿qué es? —me preguntó.
—No es nada.
—Supongo que quieres decir que es un mero
efecto de la luz.
—Quizá lo sea. Pero la parte inexplicable del
asunto es que no importa si la luna está saliendo o si se oculta, o si está
creciendo o menguando. Basta con que haya un poco de luz de luna, venga del
este, del oeste o de lo alto, y que caiga encima de la tumba para que puedas
ver los contornos del cuerpo que yace sobre ella.
Holger removió el tabaco de la pipa con la
punta de su cuchillo, y después usó sus dedos para proteger la cazoleta. Cuando
el tabaco ardió bien se levantó de su asiento.
—Si no te importa, iré hasta allí y le echaré
una mirada —dijo.
Cruzó la plataforma y desapareció por los
oscuros peldaños. Seguí inmóvil en mi asiento mirando hacia abajo hasta que le
vi salir de la torre. Le oí entonar una vieja canción danesa mientras cruzaba
la explanada bajo la intensa luz de la luna, yendo en línea recta hacia el
montículo misterioso. Holger se detuvo cuando estaba a diez pasos de él, dio un
par de pasos hacia adelante y luego tres o cuatro hacia atrás: después volvió a
quedarse quieto. Yo sabía cuál era el significado de aquellos actos. Había llegado
al punto en el que la Cosa dejaba de ser visible; allí donde cambiaba el efecto
de la luz, como habría dicho él.
Después siguió avanzando hasta llegar al
montículo y subió a él. Yo seguía viendo a la Cosa, pero ahora ya no yacía
sobre el suelo; estaba arrodillada, rodeando el cuerpo de Holger con sus
blancos brazos y alzando la cabeza hacia su rostro. En ese instante el viento
de la noche empezó a bajar de las colinas y una brisa fresca me revolvió el
cabello, pero me pareció un hálito llegado de otro mundo.
La Cosa parecía estar intentando ponerse en
pie, ayudándose con el cuerpo de Holger mientras él permanecía inmóvil, sin
enterarse de nada y, aparentemente, con los ojos vueltos hacia la torre, que
resulta muy pintoresca cuando la luz de la luna cae sobre ella desde ese lado.
—¡Vuelve! —grité—. ¡No te quedes ahí toda la
noche!
Cuando bajó del montículo me pareció que se
movía de mala gana, o con cierta dificultad. Sí, eso era. Los brazos de la Cosa
seguían rodeándole la cintura, pero sus pies no podían abandonar la tumba.
Holger avanzó lentamente y la Cosa se fue estirando, alargándose como una
hilacha de niebla delgada y blanca, hasta que vi claramente cómo el cuerpo de
Holger se agitaba en el gesto del hombre que siente un escalofrío. En ese mismo
instante la brisa me trajo un leve gemido de dolor —podría haber sido el grito
del pequeño búho que vive entre las rocas—, y la presencia nebulosa abandonó
rápidamente la silueta de Holger para volver flotando al montículo y acostarse
cuan larga era sobre él.
Volví a sentir la brisa fresca en mis cabellos,
y esta vez un gélido cosquilleo de temor me recorrió la columna vertebral.
Recordaba muy bien haber ido al montículo bajo la luz de la luna; que cuando
estuve cerca de él no vi nada y que, como Holger, me había subido a él; y
recordaba que cuando volvía, seguro de que allí no había nada, había
experimentado la repentina convicción de que bastaría con que me volviera a
mirar para descubrir que sí había algo. Recordaba la fuerte tentación de mirar
hacia atrás, una tentación que había resistido, pensando que era indigna de un
hombre inteligente, hasta que me libré de ella haciendo el mismo gesto que
Holger.
Y ahora sabía que esos blancos brazos de niebla
también habían estado a mi alrededor; lo supe y me estremecí al recordar que
esa noche también había oído el grito del búho nocturno. Pero no había sido el
búho nocturno. Era el grito de la Cosa.
Volví a poner tabaco en mi pipa y llené mi copa
con el fuerte vino del sur; en menos de un minuto Holger estaba nuevamente
sentado junto a mí.
—Naturalmente, allí no hay nada, pero aun así
el lugar produce una impresión bastante siniestra —me dijo—. ¿Sabes una cosa?
Cuando volvía estaba tan seguro de que había algo a mi espalda que sentí el
deseo de darme la vuelta y mirar… Necesité un auténtico esfuerzo de voluntad
para no hacerlo.
Se rió, sacó las cenizas de la pipa dándole
golpecitos y se sirvió un poco de vino. Permanecimos en silencio durante un
rato. La luna siguió subiendo en el cielo y los dos contemplamos a la Cosa que
yacía sobre el montículo.
—Podrías inventarte una historia sobre eso
—dijo Holger cuando había pasado bastante tiempo.
—Ya hay una historia —repliqué—. Si no tienes
sueño te la contaré.
—Adelante —dijo Holger, al que le gustan las
historias.
—El viejo Alario estaba muriéndose en la aldea
que hay detrás de la colina. Estoy seguro de que le recuerdas. Dicen que hizo
mucho dinero vendiendo joyas falsas en el sur de África, y que cuando le
descubrieron logró escapar con sus ganancias. Cuando volvió hizo lo que hacen
todas esas personas si logran regresar de sus correrías con algo de dinero:
decidió reformar su casa para hacerla más grande, y como aquí no hay albañiles
hizo venir dos hombres de Paola. Eran un par de canallas de aspecto temible: un
napolitano que había perdido un ojo y un siciliano con una cicatriz de casi dos
centímetros de profundidad que le recorría la mejilla izquierda. Les veía a
menudo, pues los domingos solían venir hasta aquí para pescar en las rocas.
Cuando Alario contrajo las fiebres que le mataron los albañiles seguían
trabajando. Habían acordado que una parte de su paga consistiría en la comida y
el alojamiento, por lo que les hacía dormir en su casa. Su esposa había muerto,
y tenía un hijo llamado Angelo que era mucho mejor que él. Angelo iba a casarse
con la hija del hombre más rico de la aldea y, por extraño que parezca y aunque
su matrimonio había sido acordado por los padres, se decía que los dos jóvenes
estaban muy enamorados el uno del otro.
»La verdad es que toda la aldea estaba
enamorada de Angelo y entre los que le amaban había una hermosa criatura de
espíritu salvaje llamada Cristina, más parecida a una gitana que ninguna de las
chicas que he visto por aquí. Tenía los labios muy rojos y los ojos muy negros,
poseía la constitución de un lebrel y la lengua de un diablo. Pero Angelo ni
tan siquiera se fijaba en ella. Era un muchacho alegre y sencillo que no se
parecía en nada al canalla que tenía por padre, y bajo lo que debería llamar
circunstancias normales estoy realmente convencido de que jamás habría mirado a
ninguna chica salvo a la hermosa y regordeta joven provista de una considerable
dote con quien su padre tenía intención de casarle. Pero los acontecimientos
acabaron siguiendo un curso que no tuvo nada de normal ni de natural.
«Por otra parte, había un joven pastor de las
colinas que hay sobre Maratea, un muchacho muy apuesto que estaba enamorado de
Cristina, quien parece sentía la máxima indiferencia imaginable hacia él.
Cristina no tenía ningún medio regular de subsistencia, pero era buena chica y
estaba dispuesta a encargarse de cualquier trabajo o recorrer la distancia que
fuese haciendo un recado a cambio de una hogaza de pan o un plato de judías, y
el permiso para dormir bajo techado. Lo que más le alegraba era tener alguna
misión que le permitiera rondar por la casa del padre de Angelo. La aldea no
tiene médico, y cuando los vecinos comprendieron que el viejo Alario estaba
muriéndose mandaron a Cristina a Escalea para que volviera con uno. Eso ocurrió
a última hora de la tarde, y si habían esperado tanto tiempo era porque
mientras tuvo fuerzas para hablar aquel tacaño agonizante se negó a permitir
semejante despilfarro. Su estado empeoró rápidamente mientras Cristina estaba
fuera: el sacerdote fue llamado a su cabecera y cuando hubo hecho lo que podía
por él se volvió hacia los espectadores, les dijo que en su opinión el viejo
había muerto y se marchó de la casa.
»Ya conoces a estas gentes. Sienten un
auténtico horror físico a la muerte. Antes de que el sacerdote hablara la
habitación estaba abarrotada. Unos instantes después de que aquellas palabras
hubieran salido de su boca ya no quedaba nadie. Había anochecido. Todos bajaron
corriendo los oscuros peldaños y salieron a la calle.
»Angelo estaba fuera; como ya te he dicho,
Cristina aún no había regresado, la no muy espabilada sirvienta que había
cuidado del enfermo huyó con los demás y el muerto se quedó solo a la
parpadeante luz de la lamparilla de barro.
»Cinco minutos después dos hombres asomaron la
cabeza cautelosamente por el umbral y fueron hacia la cama. Eran el albañil
napolitano que sólo tenía un ojo y su compañero siciliano. Sabían muy bien lo
que buscaban. Les bastó un instante para sacar de debajo del lecho una pequeña
pero pesada caja con refuerzos de hierro, y mucho antes de que nadie pensara en
volver junto al muerto ya habían aprovechado la protección ofrecida por la
oscuridad para abandonar la casa y la aldea. Les resultó muy sencillo, pues la
casa de Alario es la última que da a la garganta que lleva hasta allí, y los
ladrones se limitaron a salir por la puerta trasera, treparon el muro de piedra
y después de aquello ya no corrieron riesgo alguno, dejando aparte la
posibilidad de encontrarse con algún aldeano que volviera tarde a su casa,
posibilidad muy pequeña dado que pocos aldeanos usaban ese camino. Llevaban
consigo un azadón y una pala, y llegaron hasta donde se proponían sin ningún
tropiezo.
»Te estoy contando la historia tal y como debió
ocurrir pues, naturalmente, no hubo nadie que fuera testigo de esta parte. Los
hombres transportaron la caja por la cañada con la intención de enterrarla
hasta que pudieran volver y llevársela en un bote. Debían ser lo bastante
listos para suponer que parte del dinero estaría en billetes, pues de lo
contrario habrían enterrado la caja en la arena húmeda de la playa, donde
habría estado mucho más segura. Pero si se hubieran visto obligados a dejarla
mucho tiempo en ese lugar el papel habría acabado pudriéndose, por lo que
cavaron su agujero allí abajo, cerca de ese peñasco. Sí, justo allí, donde está
el montículo…
»Cristina no encontró al doctor de Escalea,
pues éste había tenido que marcharse valle arriba, a un lugar que se encuentra
a medio camino de San Domenico. Si le hubiera encontrado, el doctor habría
acudido en mula por el camino de arriba, que es menos abrupto pero mucho más
largo. Pero Cristina tomó por el atajo que hay entre las rocas, que discurre a
unos quince metros por encima del montículo y hace una curva alrededor de ese
punto. Cuando pasó por allí los hombres estaban cavando y oyó el ruido que hacían.
No habría sido propio de ella marcharse sin averiguar qué era aquel ruido, pues
en toda su vida jamás le había tenido miedo a nada y, además, a veces los
pescadores atracan de noche en la orilla para coger una piedra que les sirva de
ancla o buscar ramas con que encender una pequeña hoguera. La noche era muy
oscura y Cristina probablemente se acercó bastante a los dos hombres antes de
poder ver lo que hacían. Les conocía, claro está, y ellos la conocían a ella, y
enseguida comprendieron que tenía sus vidas en su mano. Sólo podían hacer una
cosa para asegurarse de que no correrían peligro, y la hicieron. La golpearon
en la cabeza, ahondaron el agujero y la enterraron junto con la caja. Debieron
comprender que su única posibilidad de escapar a las sospechas estribaba en
volver a la aldea antes de que alguien se percatara de su ausencia, pues
volvieron inmediatamente, y media hora más tarde estaban conversando en voz
baja con el hombre encargado de fabricar el ataúd de Alario. Aquel hombre era
compinche suyo, y había estado trabajando en las reparaciones de la casa del
viejo. Por lo que he podido averiguar, las únicas personas que se suponía
sabían dónde guardaba Alario su tesoro eran Angelo y la sirvienta que he
mencionado antes. Angelo estaba lejos; fue la mujer quien descubrió el robo.
»Resulta bastante fácil comprender por qué
nadie más sabía dónde estaba el dinero. El viejo siempre cerraba la puerta con
llave y cuando salía de la casa se metía la llave en el bolsillo, y no dejaba
que la sirvienta entrara a limpiar a menos que él estuviera presente. Aun así,
toda la aldea sabía que tenía dinero escondido en algún sitio y los albañiles
debieron descubrir su paradero atisbando por la ventana durante su ausencia. Si
el viejo no hubiera estado delirando hasta que perdió el conocimiento habría
sufrido una espantosa agonía temiendo por sus riquezas. La fiel sirvienta sólo
olvidó su existencia durante unos momentos mientras huía con los demás,
abrumada por el horror a la muerte. Volvió cuando apenas habían pasado veinte
minutos acompañada por dos viejas horrendas que siempre eran llamadas para
preparar a los muertos antes del entierro. Al principio no tuvo el valor
suficiente para acercarse a la cama, ni siquiera estando acompañada por ellas,
pero fingió que se le caía algo al suelo, se puso de rodillas como para
encontrarlo y miró debajo de la cama. Las paredes del cuarto habían sido
encaladas recientemente hasta el suelo, y le bastó una mirada para darse cuenta
de que la caja había desaparecido. Por la tarde estaba allí, así que la habían
robado en el breve intervalo de tiempo transcurrido desde que abandonó la
habitación.
»La aldea no tiene puesto de carabineros; ni
siquiera hay un vigilante municipal, pues no hay municipio. Creo que jamás ha
existido. Se supone que Escalea cuida de la aldea de alguna forma misteriosa, y
se necesitan un par de horas para conseguir que alguien venga de allí. La
anciana había pasado toda su existencia en la aldea, y ni tan siquiera se le
ocurrió acudir a alguna autoridad civil para pedirle ayuda. Se limitó a lanzar
un alarido y echó a correr por las oscuras callejas del lugar, gritando a pleno
pulmón que habían robado en la casa de su amo. Muchos aldeanos se asomaron a
mirar, pero al principio ninguno pareció inclinado a ayudarla. La mayoría se
erigieron en jueces y murmuraron que probablemente era ella quien había robado
el dinero. El primero que hizo algo fue el padre de la chica con quien Angelo
iba a casarse; reunió a los que vivían en su casa, todos los cuales sentían un
interés personal por la riqueza que debía recaer en la familia, y declaró estar
convencido de que la caja había sido robada por los dos albañiles que se
alojaban en la casa. Encabezó su búsqueda, que naturalmente empezó en casa de
Alario y terminó en el taller del carpintero, donde se encontró a los ladrones
tomándose un poco de vino con el carpintero junto al ataúd a medio terminar,
alumbrados por una lamparilla de barro llena de aceite y sebo. El grupo de
búsqueda acusó inmediatamente a los delincuentes del crimen, y amenazó con
encerrarlos en el sótano hasta que se pudiera hacer venir a los carabineros de
Escalea. Los dos hombres se miraron el uno al otro durante un momento y
después, sin la más mínima vacilación, apagaron la única luz de la estancia,
agarraron el ataúd a medio terminar y, usándolo como si fuese una especie de
ariete, se lanzaron sobre sus acusadores amparados por la oscuridad. Unos pocos
instantes les bastaron para escapar.
»Ese es el final de la primera parte de la
historia. El tesoro había desaparecido y, como no pudo hallarse ni rastro de
él, los aldeanos, como es natural, supusieron que los ladrones habían
conseguido llevárselo consigo. El viejo fue enterrado y cuando Angelo volvió
por fin tuvo que pedir prestado dinero para pagar su miserable funeral, y se
encontró con ciertas dificultades para conseguirlo. No hacía falta que le
dijeran que al perder su herencia había perdido a su novia. En esta parte del
mundo los matrimonios se guían por las más estrictas razones comerciales, y si
el dinero prometido no aparece el día en que debe entregarse, la novia o el
novio cuyos padres no han podido cumplir su promesa ya puede olvidarse del
matrimonio, pues éste no llegará a celebrarse. El pobre Angelo lo sabía. Su
padre apenas si tenía tierras, y una vez esfumado el dinero que había traído
del sur de África, lo único que le quedaba eran las deudas contraídas a causa
de los materiales de construcción que habían sido utilizados para agrandar y
mejorar la vieja casa. Angelo quedó convertido en un mendigo, y la hermosa y
regordeta criatura que habría sido suya le dio la espalda con todo el desprecio
exigido en tales casos. En cuanto a Cristina, pasaron varios días antes de que
se la echara en falta, pues nadie recordaba que la habían enviado a Escalea
para que trajera al doctor, quien nunca llegó a presentarse. Siempre había
tenido la costumbre de esfumarse durante varios días seguidos cuando encontraba
algún trabajo en las pequeñas granjas que había esparcidas por las colinas.
Pero cuando pasó el tiempo y no volvió los habitantes de la aldea empezaron a
hacerse preguntas, y acabaron convenciéndose de que había estado de acuerdo con
los albañiles y se había escapado con ellos.
Hice una pausa y vacié mi vaso.
—Esta clase de cosas no podrían ocurrir en
ningún otro sitio —observó Holger volviendo a llenar su sempiterna pipa—. El
encanto natural que rodea al crimen y a la muerte repentina en un país tan
romántico como éste siempre me ha asombrado. Hechos que en cualquier otro sitio
resultarían simplemente brutales y repugnantes se vuelven dramáticos y
misteriosos porque esto es Italia y vivimos en una auténtica torre construida
por Carlos V para defender la costa de unos auténticos piratas de Berbería.
—Sí, hay algo de razón en lo que dices —admití.
En el fondo Holger es el hombre más romántico
del mundo, pero siempre cree necesario explicar sus sentimientos.
—Supongo que encontraron el cuerpo de la pobre
chica junto a la caja —dijo pasados unos instantes.
—Como veo que parece interesarte te contaré el
resto de la historia —dije yo.
La luna ya estaba muy alta en el cielo;
nuestros ojos podían percibir con más claridad que antes los contornos de la
Cosa del montículo.
—La aldea no tardó en volver a su existencia
aburrida y prosaica de siempre. Nadie echaba de menos al viejo Alario, quien
siempre había estado ausente debido a sus viajes por el sur de África y nunca
había llegado a ser una figura familiar en el lugar de su nacimiento. Angelo
vivía en la casa a medio terminar, y como no tenía dinero para pagar a la vieja
sirvienta ésta no quiso quedarse con él, pero de vez en cuando se presentaba
por allí y le lavaba una camisa en nombre de los viejos tiempos. Aparte de la casa,
Angelo había heredado un trocito de tierra situado a cierta distancia de la
aldea; intentó cultivarla, pero no se tomó la tarea con demasiado entusiasmo,
pues sabía que jamás podría pagar los impuestos que gravaban la tierra y la
casa, que acabaría siendo confiscada por el Gobierno, o subastada para pagar
las deudas de los materiales de construcción, pues el suministrador se negaba a
aceptar su devolución.
»Angelo era muy desgraciado. Mientras su padre
vivía y era rico todas las chicas de la aldea habían estado enamoradas de él;
pero ahora la situación había cambiado. Ser admirado y cortejado y que los
padres que tenían hijas casaderas le invitaran a beber vino resultaba muy
agradable. Soportar que le miraran con frialdad y, a veces, que se rieran de él
porque le habían robado su herencia era muy duro. El mismo se encargaba de
preparar sus miserables comidas, y no tardó en ir pasando de la tristeza a la melancolía
y el abatimiento.
»Al anochecer, cuando había terminado el
trabajo del día, no iba a la explanada que hay delante de la iglesia para estar
con los jóvenes de su edad, sino que se dedicaba a vagabundear por los parajes
solitarios que había alrededor de la aldea hasta que se hacía noche cerrada.
Después volvía a casa y se acostaba para ahorrarse el gasto de una luz. Pero
aquellas horas solitarias del crepúsculo empezaron a traerle sueños extraños,
aunque no estuviera dormido. No siempre estaba solo, pues cuando se sentaba en
el tocón de un árbol, allí donde el angosto sendero se curva hacia la garganta,
solía tener la seguridad de que una mujer se le acercaba sin que su caminar
hiciera ningún ruido sobre las piedras, como si fuera con los pies descalzos; y
se colocaba bajo un macizo de castaños situado a sólo media docena de metros
del sendero, haciéndole señas para que se acercara sin decirle nada. Aunque
estaba oculta entre las sombras, Angelo sabía que tenía los labios muy rojos, y
cuando se separaban un poco para sonreírle enseñaba dos dientes pequeños y muy
afilados. Al principio fue más una sensación que algo claramente visible, y
supo que era Cristina, y que estaba muerta. Pero no tenía miedo; se limitaba a
preguntarse si era un sueño, pues pensaba que si hubiera estado despierto se
habría asustado.
»Además, la muerta tenía los labios rojos y eso
sólo podía ocurrir en un sueño. Cada vez que se acercaba a la garganta después
de que el sol se hubiera ocultado ella ya estaba esperándole allí, o de lo
contrario no tardaba mucho en aparecer, y empezó a estar seguro de que cada día
se le acercaba un poco más. Al principio sólo había estado seguro de que su
boca era tan roja como la sangre, pero ahora cada rasgo fue haciéndose más
claro y aquel rostro pálido le contemplaba con ojos tan profundos como hambrientos.
»Los ojos eran lo que más le atraía de ella.
Poco a poco supo que algún día el sueño no terminaría cuando él se diera la
vuelta para regresar a casa, sino que le llevaría por la garganta de la que
surgía la visión. Ahora cuando le hacía señas estaba mucho más cerca de él. Sus
mejillas no se hallaban lívidas como las de los muertos, sino que tenían la
palidez de quien está famélico, con el hambre física salvaje e imposible de
apaciguar que había en esos ojos que le devoraban. Los ojos se alimentaban con su
alma y arrojaban un hechizo sobre él, y acabaron clavándose en los suyos
reteniendo su mirada. No sabía si su aliento era tan cálido como el fuego o tan
frío como el hielo; no sabía si sus rojos labios quemaban los suyos o si los
congelaban, o si los cinco dedos posados en su muñeca dejaban cicatrices
humeantes o mordían su carne como la escarcha; no tenía forma de saber si
dormía o estaba despierto, ni de averiguar si ella estaba viva o muerta, pero
sabía que le amaba y que de entre todas las criaturas terrenas o ultraterrenas
sólo ella y su hechizo tenían poder sobre él.
»Esa noche cuando la luna subió por el cielo la
sombra de la Cosa no estaba sola en el montículo.
»Angelo despertó sintiendo el frescor de la
mañana, empapado en rocío y con la carne, la sangre y los huesos helados. Abrió
los ojos a la débil luz grisácea y vio que las estrellas seguían brillando
sobre su cabeza. Se encontraba muy débil y su corazón latía tan despacio que
sintió como si estuviera a punto de perder el conocimiento. Volvió lentamente
su cabeza sobre el montículo, como si reposara encima de una almohada, pero el
otro rostro no estaba allí. El miedo se apoderó repentinamente de él, un miedo indecible
y desconocido; se levantó de un salto y huyó corriendo garganta arriba, y no
miró hacia atrás hasta no haber llegado a la puerta de la casa que se alzaba en
los aledaños de la aldea. Aquel día fue a trabajar con los hombros encorvados,
y las horas se arrastraron cansinamente detrás del sol hasta que éste acabó
tocando el mar y se hundió en él, y las grandes colinas de perfiles agudos que
se alzaban sobre Maratea se volvieron de color púrpura recortándose contra el
cielo del este, teñido de un gris pecho de paloma.
»Angelo se echó a la espalda su pesado azadón y
abandonó el campo. Se sentía menos cansado que cuando había empezado a trabajar
por la mañana, pero se prometió a sí mismo que iría directamente a casa sin
entretenerse en la garganta, que comería la mejor cena que pudiera prepararse y
dormiría toda la noche en su cama como corresponde a un cristiano. No volvería
al angosto sendero para dejarse tentar por una sombra de labios rojos y aliento
helado; no volvería a soñar ese sueño de terror y deleite. Ya estaba cerca de
la aldea; el sol se había puesto hacía media hora y la agrietada campana de la
iglesia había enviado sus leves ecos discordantes a través de las rocas y las
cañadas para decir a todas las buenas gentes que el día había terminado. Angelo
se quedó inmóvil un momento allí donde el sendero se bifurcaba, llevando hacia
la aldea por la izquierda y hacia la garganta por la derecha, donde un macizo
de castaños dominaba el angosto sendero. Se quedó inmóvil durante un minuto,
quitándose el maltrecho sombrero de la cabeza y contemplando el mar que se
desvanecía rápidamente hacia el este, y sus labios se movieron mientras repetía
en silencio la tan familiar plegaria del anochecer.
Sus labios se movieron, pero las palabras que
siguieron ese movimiento en su cerebro habían perdido todo significado y se
habían convertido en otras palabras distintas, y terminaron con un nombre
pronunciado en voz alta: ¡Cristina! La tensión de su voluntad se relajó
repentinamente con ese nombre, la realidad se esfumó y el sueño volvió a
apoderarse de él y le llevó consigo tan rápida y seguramente como a un hombre
que camina dormido, abajo, abajo, por el angosto sendero que conducía a la
creciente oscuridad. Y cuando se puso junto a él Cristina le habló en susurros
al oído, contándole cosas tan extrañas como dulces, cosas que de haber estado
despierto sabía le hubiese resultado imposible comprender del todo; pero ahora
eran las palabras más maravillosas que había oído en toda su vida. Y también le
besó, pero no en la boca. Sintió el pinchazo de sus besos sobre su blanca
garganta, y supo que sus labios estaban muy rojos. Aquel sueño enloquecido
siguió desarrollándose a través del crepúsculo, la oscuridad y la salida de la
luna y toda la gloria de la noche veraniega. Pero con el alba helada volvió a
encontrarse tumbado sobre el montículo, como si estuviera medio muerto,
recordando y sin recordar lo ocurrido, despojado de su sangre y, aun así,
sintiendo el extraño anhelo de ofrecer todavía más a esos labios rojos. Después
llegó el miedo, el pánico horrible que no tenía nombre, el horror mortal que
vigila los confines del mundo que no vemos y que no conocemos como conocemos
otras cosas, pero que sentimos en cuanto su gélida frialdad congela nuestros
huesos y remueve nuestro cabello con el contacto de una mano fantasmal. Angelo
volvió a levantarse de un salto y corrió por la garganta hacia el día que
empezaba, pero esta vez sus pasos eran menos seguros y jadeaba en busca de
aliento mientras corría; y cuando llegó al manantial de límpidas aguas que
brota a medio camino de la colina cayó a cuatro patas ante él y hundió su
rostro en el agua, y bebió como jamás había bebido antes, pues la suya era la
sed del herido que ha pasado toda la noche desangrándose sobre el campo de
batalla.
»Le tenía atrapado y no podía huir de ella:
iría a verla cada ocaso hasta que le hubiera arrebatado su última gota de
sangre. Cuando el día terminaba intentaba tomar otro rumbo y volver a casa por
un sendero que no pasara cerca de la garganta, pero todo era en vano. En vano
se hacía promesas a sí mismo cada mañana cuando subía por el camino solitario
que iba de la costa a la aldea. Todo era inútil, pues cuando el sol se hundía
ardiendo en el mar y el frescor del anochecer emergía como de un escondite para
deleitar al mundo cansado, sus pies se dirigían hacia el viejo sendero, y ella
estaba esperándole bajo la sombra de los castaños; y entonces todo volvía a
suceder como siempre, y ella empezaba a besarle su blanca garganta mientras se
deslizaba sobre la tierra, rodeándole con un brazo. Y a medida que su sangre se
iba agotando el hambre de ella aumentaba y su sed crecía con cada día que
pasaba, y cuando despertaba a primera hora del amanecer cada vez le resultaba
más difícil reunir las fuerzas necesarias para subir por el empinado sendero
que llevaba a la aldea; y cuando iba a trabajar el campo arrastraba los pies, y
sus brazos apenas si tenían la fortaleza necesaria para blandir el pesado
azadón. Ahora ya casi no hablaba con nadie, pero la gente decía que estaba
«dejándose consumir» por el amor a la chica con quien tendría que haberse
casado antes de perder su herencia; y reían jovialmente ante esa idea, pues
este país no es muy romántico. Esa fue la época en que Antonio, el hombre que
vive aquí para cuidar de la torre, volvió de visitar a su familia, que habita
cerca de Salerno. Había estado ausente desde antes de la muerte de Alario, y no
sabía nada de lo ocurrido. Me ha contado que regresó a última hora de la tarde
y que fue directamente a la torre para comer y dormir, pues estaba muy cansado.
Despertó cuando ya era medianoche pasada, y cuando miró hacia afuera la luna
menguante estaba asomando por detrás de la colina. Sus ojos fueron hacia el
montículo, y vio algo, y esa noche ya no volvió a dormir. Cuando volvió a salir
por la mañana ya era de día, y en el montículo no había nada que ver, sólo
guijarros y arena traída por el viento. Aun así no quiso acercarse demasiado a
él; tomó por el camino que lleva a la aldea y fue directamente a la casa del
viejo sacerdote.
»—Esta noche he visto a una criatura maligna
—dijo—. He visto cómo los muertos beben la sangre de los vivos. Y la sangre es
la vida.
»—Cuéntame lo que has visto —replicó el
sacerdote.
»Antonio le contó todo cuanto había visto.
»—Esta noche debe traer su libro y su agua
bendita —añadió—. Estaré aquí antes del crepúsculo para acompañarle, y si le
place a su reverencia cenar conmigo mientras esperamos, me encargaré de
prepararlo todo.
»—Vendré —respondió el sacerdote—, pues he
leído viejos libros donde se habla de esas extrañas criaturas que no están ni
animadas ni muertas, y que yacen en sus tumbas conservando eternamente la
frescura de su carne, saliendo cautelosamente de ellas al anochecer para
saborear la vida y la sangre.
»Antonio no sabía leer, pero le alegró ver que
el sacerdote comprendía a qué se enfrentaban; pues, naturalmente, los libros
debían haberle instruido en cuanto a los mejores medios de aquietar para
siempre a aquella Cosa que estaba medio viva.
»Antonio fue a cumplir con su labor, que
consiste principalmente en sentarse del lado de la torre donde hay sombra,
cuando no está encaramado a una roca con una caña de pescar sin hacer ni una
sola captura. Pero aquel día fue por dos veces al montículo para examinarlo a
la luz del sol, y buscó a su alrededor para ver si había algún agujero por el
que la criatura pudiese entrar y salir; pero no encontró ninguno. Cuando el sol
empezó a hundirse en el horizonte y el aire se fue enfriando en las sombras acudió
a la casa del viejo sacerdote llevando consigo una cestita de mimbre; y dentro
de ella colocaron una botella con agua bendita, la patena, el hisopo y la
estola que necesitaría el sacerdote; y fueron por el sendero y esperaron en la
puerta de la torre a que oscureciese. Pero mientras aún había luz, aunque muy
débil y gris, vieron moverse algo: dos siluetas, un hombre que caminaba y una
mujer que parecía deslizarse junto a él, y la mujer le besó la garganta
mientras apoyaba su cabeza en el hombro de él. El sacerdote también me ha
contado eso, y el que le castañetearon los dientes y que cogió a Antonio por el
brazo. La visión pasó ante ellos y desapareció entre las sombras. Antonio cogió
el frasco de cuero lleno de licor que guardaba para las grandes ocasiones, y se
tomó tal dosis que el anciano casi volvió a sentirse joven; y agarró su
linterna, su pico y su pala, y le dio al sacerdote la estola para que se la
pusiera y el agua bendita para que la llevara, y fueron juntos hacia el lugar
donde tenían que hacer lo que les había traído hasta allí. Antonio dice que a
pesar del ron le temblaron las rodillas, y el sacerdote vaciló en el recitado
de sus latines, pues cuando estaban a pocos metros del montículo la parpadeante
luz de la linterna cayó sobre el pálido rostro de Angelo, inconsciente o sumido
en un profundo sueño, y sobre su garganta y el hilillo de sangre que se
deslizaba a lo largo de ella metiéndosele por el cuello de la camisa; y la
parpadeante luz de la linterna cayó sobre otro rostro que se apartó del banquete,
sobre dos ojos profundos y muertos que veían pese a la muerte, sobre unos
labios entreabiertos más rojos que la mismísima vida, sobre dos dientes
relucientes en los que brillaba una gota roja… Entonces el sacerdote cerró los
ojos y echó una rociada de agua bendita ante él, y su voz cascada se alzó hasta
convertirse casi en un grito; y Antonio, que después de todo no es ningún
cobarde, alzó su pico en una mano y la linterna en la otra y saltó hacia
adelante, no sabiendo en qué podría terminar todo aquello; y jura que entonces
oyó un grito de mujer, y un instante después la Cosa había desaparecido y
Angelo estaba solo sobre el montículo, inconsciente, con la línea roja en su
garganta y las cuentas del sudor que acompaña a la agonía encima de su fría
frente. Le cogieron en brazos y le depositaron en el suelo, cerca del
montículo; después Antonio se puso a trabajar y el sacerdote le ayudó, aunque
era viejo y no podía hacer gran cosa; y cavaron hasta una gran profundidad, y
por fin Antonio, de pie dentro de la tumba, se inclinó con su linterna para ver
si había algo en ella.
»Antes tenía el cabello de un castaño oscuro,
con algunas mechas canosas en las sienes; en menos de un mes a partir de ese
día lo tuvo tan gris como el pelo de un tejón. De joven había sido minero, y la
mayoría de esas gentes han contemplado algún que otro espectáculo horrible
cuando ha habido accidentes, pero nunca había visto lo que vio esa noche…, esa
Cosa que no está ni viva ni muerta, esa Cosa que no puede morar ni en la tumba
ni encima del suelo. Antonio trajo consigo algo en lo que el sacerdote no se
había fijado. Lo había fabricado esa misma tarde: era una estaca muy afilada
hecha con un viejo trozo de madera muy dura que el mar había depositado en la
arena.
Ahora lo tenía consigo, y tenía también su
pesado y robusto pico, y se había llevado la linterna al fondo de la tumba. No
creo que ningún poder de la tierra pueda hacerle hablar de lo que ocurrió
entonces, y el viejo sacerdote estaba demasiado asustado para mirar hacia el
interior de la tumba. Dice haber oído que Antonio empezó a respirar tan deprisa
como una bestia salvaje, y que se movía como si estuviera luchando con algo
casi tan fuerte como él mismo; y dice que también oyó un sonido terrible acompañado
de golpes, como si algo fuera introducido violentamente a través de la carne y
el hueso; y después oyó el sonido más horrible de todos…, el chillido de una
mujer, el grito ultraterreno de una mujer que no estaba ni viva ni muerta, pero
que llevaba muchos días enterrada. Y el pobre y viejo sacerdote no pudo hacer
nada salvo mecerse de un lado para otro arrodillado en la arena, gritando en
voz alta sus plegarias y exorcismos para ahogar aquellos sonidos horrendos. Una
pequeña caja con refuerzos de hierro salió disparada repentinamente hacia
arriba y rodó por el suelo hasta chocar con la rodilla del anciano, y un
instante después Antonio estaba junto a él, con el rostro tan blanco como el
sebo a la parpadeante luz de la linterna, moviendo la pala con furiosa premura
para llenar la tumba de arena y guijarros, y mirando por encima del borde hasta
que el agujero estuvo medio colmado; y el sacerdote dijo que en las manos y la
ropa de Antonio había mucha sangre fresca.
Había llegado al final de mi historia. Holger se terminó el vino y se reclinó
en el asiento.
—Bueno, así que Angelo recobró lo que le
pertenecía —dijo—. ¿Se casó con la joven regordeta a la que había estado
prometido?
—No; la experiencia había resultado demasiado
aterradora. Se marchó a Sudamérica, y desde entonces no se ha vuelto a saber
nada de él.
—Y supongo que el cuerpo de esa pobre criatura
sigue ahí —dijo Holger—. Me pregunto si estará del todo muerta…
Yo también me lo pregunto. Pero tanto si está
muerta como si está viva no siento deseo alguno de verla, ni aun a plena luz
del día. Antonio tiene la cabellera tan gris como el pelo de un tejón, y desde
aquella noche nunca ha vuelto a ser el mismo de antes.
F.
Marion Crawford, 1905
Publicado por Antonio F. Rodríguez.