domingo, 11 de septiembre de 2022

La bestia - Joseph Conrad

 

Joseph Conrad

 

La bestia

Entré en el bar de Las Tres Cornejas huyendo de la tormenta que estaba descargando en la calle e intercambié una mirada y una sonrisa con la señorita Blank, un intercambio que se produjo con el máximo decoro. Asusta pensar que la señorita Blank, si es que vive todavía, habrá traspasado ya los sesenta. ¡Cómo vuela el tiempo!

Al verme mirar pensativo hacia el tabique de madera barnizada y hacia los cristales, la señorita Blank me animó cariñosamente:

—En el salón solo están el señor Jermyn, el señor Stonor y otro señor al que nunca he visto.

Me encaminé hacia la puerta y pude escuchar a alguien que hablaba al otro lado. —El tabique era de madera y la voz se elevó tanto, que las última palabras pudieron escuchar con toda claridad y en todo su horror:

—Ese tipo, Wilmot, le reventó materialmente los sesos, ¡y bien merecido que lo tenía!

Aquella inhumana declaración ni siquiera logró —puesto que no había en ella nada que fuera blasfemo ni indecoroso— apaciguar el ligero bostezo que la señorita Blank intentaba tapar con la mano y se quedó abstraída, mirando cómo se deslizaba la lluvia por los cristales.

Cuando abrí la puerta del salón la voz prosiguió con la misma entonación cruel:

—Me alegré cuando me dijeron que al fin alguien había acabado con ella, aunque sí lo sentí mucho por el pobre Wilmot. Fuimos buenos camaradas en su época, aunque como es lógico aquello fue su fin. Era un caso claro como hay pocos. No tenía solución posible. Absolutamente ninguna.

La voz pertenecía precisamente a aquel señor al que la señorita Blank aseguraba no haber visto nunca. Estaba con las piernas estiradas sobre el rodete de la chimenea. Jermyn, echado hacia adelante, sostenía un pañuelo extendido ante el fuego. Volvió la mirada melancólicamente y cuando me senté en una de las mesitas de madera que estaba detrás lo saludé con la cabeza. Al otro lado de la chimenea se encontraba el señor Stonor, embutido con gran dificultad en una amplia poltrona Windsor y con un aire imponente, enorme y tranquilo. Lo único que había fuese pequeño en toda su persona eran unas patillas cortas y blancas. Los buenos metros de tela azulada —con los que se había dado la forma de un gabán— reposaban en una silla que estaba a su lado. No había duda de que acababa de llevar hasta el puerto algún buque de línea porque sobre la otra silla estaba desplomada la pesadumbre de un impermeable negro de triple tela encerada y con pespuntes dobles en toda su extensión. Junto a sus pies se podía ver un maleta de mano, de tamaño corriente, que casi tenía el aspecto del juguete de niño.

A él no lo saludé. Era demasiado grande para saludarlo en aquel salón. Trabajaba como práctico mayor en el puerto de Trinity y solo en los meses de verano se animaba a tomar su turno en la escampavía para desempeñar su oficio. Había dirigido en más de una ocasión los yates reales para entrar o salir de Port Victoria. No tiene mucho sentido intentar hacerle reverencias a un monumento, y la verdad es que ése era el aspecto que tenía él. No hablaba, no se movía, no gesticulaba; allí estaba sentado, con su vieja y solemne cabeza inmóvil; era de una belleza impresionante. La presencia del señor Stonor reducía al pobre viejo de Jermyn a un mero trapo, y a aquel locuaz desconocido con el traje de lana le daba el aspecto de un adolescente. Aquel último tendría poco más de treinta años y no se podía decir que perteneciera a esa clase de personas a las que avergüenza el timbre de su propia voz, porque me metió en el corro, por decirlo de algún modo, con una mirada amistosa, y continuó impertérrito con lo que estaba contando.

—Me alegré cuando me lo dijeron —repitió con énfasis—. Supongo que les llamará la atención, pero ustedes no vivieron lo que yo viví con ella. Créanme, fue uno de esos episodios que uno no olvida jamás. Es evidente que yo salvé el pellejo, ya lo están viendo, pero hizo todo lo que estuvo en su mano para acabar conmigo. Estuvo a punto de llevar al manicomio al hombre más cabal que ha caminado sobre la tierra. ¿Qué me dicen de eso?, ¿eh?

En el enorme rostro del señor Stonor no tembló ni un solo párpado. ¡Fue impresionante! El hombre que hablaba clavó sus ojos en los míos.

—Solo con pensar que andaba suelta por el mundo asesinando a gente, se me ponía la piel de gallina.

Jermyn acercó un poco más el pañuelo al fuego y gimió. Era una vieja costumbre suya.

—La vi en una ocasión —dijo impertérrito—. Tenía una casa…

El desconocido del traje de lana se volvió, sorprendido.

—Tenía tres casas —rectificó con autoridad.

Pero Jermyn no tenía ganas de que lo contradijeran.

—Tenía una casa, te estoy diciendo —insistió—. Una casa grande, fea, blanca. Se podía ver a millas de distancia.

—Es verdad —cedió el otro sin dificultad—. Un capricho del viejo Colchester, aunque siempre estaba amenazando con abandonarla, ya no podía aguantarla más; decía que era una carga, que ya estaba harto, que en cuanto pudiera comprar otra se iba a deshacer de ella… y así todo el tiempo. Yo creo que la habría dejado el problema, aunque, quizá les sorprenda enterarse, era su mujer la que no quería saber ni una palabra del asunto. Tiene gracia, con las mujeres nunca se sabe, y la señora Colchester, que era bigotuda y cejijunta, se enorgullecía de tener el temple y el tesón que se les atribuye a las que son así. Llevaba un vestido de seda oscuro y una gran cadena de oro al cuello que le golpeaba el pecho. Había que oírla cuando soltaba como un ladrido aquello de “¡Chismes!” o “¡Simplezas y habladurías!”. A mi juicio había echado buena cuenta de lo que le convenía. No tenían hijos y no habían llegado a poner casa en ninguna parte. Cuando estaban en Inglaterra, se las apañaban con cualquier cosa, siempre se quedaban en alguna fonda o en cualquier hospedería barata. Era evidente que estaba acostumbrada a ciertas comodidades, pero también se daba cuenta perfectamente de que no iba a salir ganando con el cambio. Y Colchester, por muchos talentos que tuviera, ya no estaba, como si dijéramos, en su esplendor, y tal vez su mujer tenía miedo de que no pudiera “echar mano a otra”, como decía él, tan fácilmente. En fin, que lo único que había para la buena señora era aquello de “¡Chismes!” y “¡Simplezas y habladurías!”. En cierta ocasión, escuché cómo el joven señor Apse le decía en confianza:

“—Le aseguro, señora Colchester, que me estoy empezando a preocupar por la mala fama que se están echando encima.

“—¡Bah! —replicó ella con una risa ronca—. ¡Si una diera crédito a los chismorreos! —Y enseñó al joven Apse la fealdad de toda su dentadura postiza—. Hace falta mucho más que eso para hacerme perder mi confianza en ella; puede usted creerme —añadió.

En este punto, y sin el más leve cambio en su gesto, el señor Stonor lanzó una breve risa sardónica. Puede que la cuestión fuese impresionante, pero para mí no tenía mucha gracia. Los observé uno a uno. El desconocido estaba junto a la chimenea y sonreía de una forma particularmente siniestra.

—Y el señor Apse —prosiguió— la estrechó las dos manos: hasta ese punto se alegró de que se por fin se alzase una voz en defensa de su favorita. Todos los Apse, grandes y pequeños, estaban perdidamente enamorados de aquella abominable, pérfida…

—Perdóneme usted —interrumpí con desesperación, porque parecía estar dirigiéndose solo a mí—. ¿De quién demonios está usted hablando?

—Hablo de La Familia Apse —contestó amablemente.

Estuve a punto de proferir una maldición, pero en aquel instante la señorita Blank asomó la cabeza, y dijo que el coche estaba en la puerta, si el señor Stonor quería tomar el tren que llegaba de las once y tres. El práctico se levantó al instante en toda su imponente grandeza y empezó a luchar para ponerse el abrigo, con inquietantes sacudidas sísmicas. El desconocido y yo nos apresuramos con decisión para ayudarlo, y en cuanto le pusimos las manos encima, se volvió dócil y pasivo. Tuvimos que estirar los brazos hacia lo alto y hacer esfuerzos sobrehumanos. Era lo más parecido a ponerle un caparazón a un elefante manso. Con un “Gracias, señores”, agachando la cabeza y empequeñeciéndose, cruzó la puerta a toda prisa.

Todos sonreímos.

—No me explico cómo puede apañárselas para subir a un barco —dijo el del traje de lana.

Y el pobre Jermyn, que no era más que un simple práctico del mar del Norte, sin reconocimiento oficial, y al que solo se le daba ese título por condescendencia, gimió:

—Gana ochocientas libras esterlinas al año.

—¿Es usted marino? —le pregunté al desconocido, que había vuelto a acomodarse junto al rodete de la chimenea.

—Lo fui hasta hace dos años, cuando me casé —respondió—. Es más, la primera vez que me eché a la mar fue en ese mismo buque del que estábamos hablando cuando llegó usted.

—¿Qué buque? —pregunté aún más confuso—. No he escuchado que mencionara ningún buque.

—Acabo de decirle a usted su nombre, señor mío: La Familia Apse. Seguramente habrá usted oído hablar del gran armador Apse e Hijos. Tenían una gran flota. Estaba el Lucy Apse, y el Harold, y Anne, John, Malcolm, Clara, Juliet, y… ¡qué sé yo! Apses por todas partes. Cada hermano, hermana, tía, primo, esposa… y hasta abuela de la casa tenía un barco con su nombre, buenos buques todos ellos, sólidos, de tipo antiguo, construidos para trabajar de firme y durante mucho tiempo. No había en ellos ninguno de esos aparatos modernos para ahorrar trabajo que tanto se llevan ahora, sino muchos marineros y carne salada y mucha galleta a bordo, y… ¡a luchar con el mar, a abrirse paso hasta que hubiera que regresar a puerto!

El pobre Jermyn dejó escapar un gruñido de aprobación que parecía un quejido de pena. Así era como le gustaban a él los barcos. Añadió con lástima que no se podía gritar a aquellos artefactos: “¡Ánimo, muchachos, duro con ello!”. Ninguna de esas invenciones era capaz de subir por la jarcia en una noche de temporal, con la costa a sotavento.

—No —asintió el desconocido, haciéndome un guiño—. Al parecer, tampoco los Apse lo creían, pero trataban bien a su gente… como ya no se la trata hoy día, y sentían un inmenso orgullo por sus barcos. Nunca les había ocurrido nada. Ese último, La Familia Apse, iba a ser como los otros, pero todavía más recio, más seguro, aún más espacioso y cómodo. Encargaron que se construyera en hierro, teca y laurel negro, y las escuadras de las piezas que se emplearon fueron algo fabuloso. Si algún barco fue construido con espíritu orgulloso, ése fue aquél. Todo era de lo mejor. El capitán jefe de la casa era el que iba a mandarlo y los aposentos que planearon para su acomodo eran como los de una casa en tierra, bajo una enorme y alta popa, que llegaba casi hasta el palo mayor. No es extraño que la señora Colchester no dejase al viejo renunciar a aquel empleo; en toda su vida de casada no había tenido una casa como aquélla. Era una mujer de nervio.

“¡Y anda que no dieron trabajo los Apse mientras se construía aquel barco! Que si mejor que esta parte sea un poco más fuerte, que esto otro sea más recio; ‘¿No sería mejor quitar esto y poner otro más grueso…?’. Los constructores se contagiaron de aquella manía y así fue creciendo el barco y convirtiéndose poco a poco en el buque más compacto y pesado para su tamaño que jamás se ha visto. Todo esto sucedía a vista de todos y al parecer sin que nadie se diera cuenta de ello. Debía tener 2000 toneladas de registro, puede que incluso un poco más, pero en absoluto menos. Y fíjense en lo que pasó: cuando por fin se dispusieron a tomar medidas, resultó que tenía 1999 toneladas y pico. ¡Consternación general! Todo el mundo asegura que el viejo señor Apse cogió tal enfado cuando se lo dijeron, que se metió en la cama y se murió. Hacía veinticinco años que el buen señor se había retirado del negocio y ya había cumplido los noventa y seis; así que su muerte tampoco fue, al fin y al cabo, una cosa muy sorprendente. Sin embargo, el señor Lucian Apse estaba convencido de que, de otro modo, su padre habría vivido hasta el fin de siglo. La lista podría empezar con él. Detrás de él vino el pobre carpintero de ribera al que la bestia agarró y redujo a papilla al abandonar la grada. Decían que era la botadura del barco, pero por los alaridos y gritos de terror, y toda aquella gente corriendo de un lado a otro para ponerse a salvo, parecía que habían soltado un demonio sobre el río. Rompió todos los calabrotes de contención como si fueran bramantes y se lanzó como un basilisco sobre los remolcadores que estaban a la espera. Antes de que nadie pudiera darse cuenta ya había enviado al fondo a uno de ellos y había puesto a otro en tal estado que necesitó tres meses de reparaciones. Una de sus amarras se partió y después de aquello, sin saber por qué, se dejó recobrar con la otra, con la docilidad de un cordero. Y así es como se comportaba siempre, uno nunca podía uno estar seguro de lo que estaba tramando. Hay barcos difíciles de manejar, pero casi siempre se puede tener la seguridad de que se van a comportar de una manera más o menos previsible; pero con aquel barco, se hiciese lo que se hiciese, uno nunca sabía en qué iba a acabar. Era una mala bestia. O quizá lo único que tenía era que estaba loco.

Lo dijo con una convicción tan enorme que no pude evitar sonreír, y él dejó de morderse el labio inferior para reconvenirme:

—¿Y por qué no habría de ser así? ¿Por qué no podría haber algo en su construcción, en su corte, equivalente a…? ¿A la locura? Puede que no fuese en realidad más que algo milimétrico, algo que fallaba en la estructura de los sesos… Por qué razón no podría haber un barco loco… Me refiero a loco de una forma náutica, un barco del que no se pudiera estar seguro de sus reacciones, a diferencia de lo que sucede con cualquier barco corriente cuando uno lo maneja. Los hay que navegan irregularmente; con otros hay que tener cuidado cuando llega un temporal; y también los hay que convierten en borrasca la brisa más ligera; pero incluso en esos casos uno sabe que se van a comportar siempre así. Uno se lo toma como parte del carácter del barco, del mismo modo que uno piensa en las rarezas particulares de una persona cuando tiene que tratar con ella; pero con aquel barco resultaba imposible. No había manera de entenderlo. Era la alimaña más perversa, traidora y feroz que ha surcado la mar. En cierta ocasión contemplé cómo cruzaba fantásticamente un temporal durante dos días, y al tercero se atravesó en la mar dos veces en la misma tarde. La primera lanzó despedido al timonel por encima de la rueda, pero como no consiguió matarlo, lo volvió a intentar tres horas más tarde. Metió la proa y la popa en el agua, destrozó el velamen que le habíamos puesto, atemorizó a toda la tripulación y hasta a la señora Colchester, que se encontraba allá abajo, en aquellos hermosos camarotes de los que tan orgullosa estaba. Cuando reunimos a la tripulación, faltaba uno; había desaparecido de la cubierta, por supuesto, sin que nadie lo viera ni oyera, ¡pobre!, y lo raro era que no faltásemos más. Y siempre, siempre igual. Una vez le oí a un antiguo oficial decir al capitán Colchester que su miedo había llegado a tal punto, que apenas se atrevía a despegar los labios para dar una orden. Y en el puerto era tan temible como en la mar, uno nunca sabía del todo cómo iba a poder amarrarla. La más ligera provocación bastaba para que empezase a romper cabos, cadenas y cables de acero como si se tratara de fideos. Era torpe, pesada, enorme…, aunque la suma de esas cosas no explica tampoco el poder que tenía para el mal. Siempre que pienso en ella me acuerdo de esos lunáticos incurables que a veces consiguen escapar del manicomio.

Me miró con aire inquisitivo, pero estaba claro que yo no podía aceptar aquella idea de un barco lunático.

—En los puertos en los que ya había estado —prosiguió— se echaban a temblar solo de verlo. Para él no había ningún problema en arrancar diez metros de sillería de piedra o cualquier cosa por el estilo de un malecón, ni llevarse por delante la mitad de un muelle de madera. Debió de perder miles de cadenas y cientos de toneladas de anclas a lo largo de su vida. Cuando se lanzaba sobre algún pobre barco inofensivo, hacía falta un esfuerzo tremendo para conseguir que abandonara a su presa. Y lo cierto es que él nunca salía herido, como mucho se llevaba algún rasguño. El objetivo fue hacerlo lo más fuerte posible, y vaya si lo consiguieron: podría haber embestido sin problema un témpano polar. Tal y como empezó, así continuó toda su vida: desde el día en que lo botaron al agua, no pasó un solo año sin que asesinara a alguien. Los armadores tuvieron muchos problemas precisamente por aquella razón, pero la de los Apse era una raza orgullosa: no podían admitir que hubiera nada que no fuese perfecto en La Familia Apse. Ni siquiera se avinieron a cambiarlo de nombre. “¡Chismes y cuentos!”, como decía la señora Colchester. Tendrían que haberlo encerrado de por vida en algún dique seco, río arriba, y no dejarla que oliese el agua salada. Le aseguro a usted, señor mío, que no hizo un solo viaje en el que no matara a algún hombre. Todo el mundo lo sabía y su fama lo precedía en todas partes.

Expuse mi asombro de que un buque con semejante fama de homicida, pudiera encontrar tripulantes.

—Eso será porque no sabe usted cómo son los marineros. Permítame que le cuente una historia. Un día que estaba aquí en el puerto, mientras me paseaba por el castillo de proa, vi pasar a marinos de muy buen aspecto: uno de ellos era de mediana edad y no cabía duda de que era muy competente, y el otro era un joven alegre y observador. Leyeron el nombre en la popa, y se pararon a mirarla. Dijo el más viejo: “La Familia Apse. Jack, éste es el perro sanguinario”, creo que utilizó otro término, “que mata a un hombre en cada travesía. No me alistaría en este barco ni por todo el oro del mundo, de eso nada”. Y el otro contestó: “Si fuera mío, lo haría remolcar hasta embarrancarlo en el fango y le prendería fuego, se lo juro”. Y el primero añadió: “¡Eso le importa más bien poco a los amos! Los hombres son lo más barato del mundo, bien lo sabe Dios”. El más joven escupió en el agua, junto al costado. “Pues a mí no me pescarían… ni aunque me dieran doble jornal“. Después de detenerse un rato, siguieron su marcha por el muelle. Media hora después, vi a los dos sobre cubierta, buscando al primer oficial y, al parecer, con grandes ganas de que los contratase. Y se los contrató.

—¿Cómo se explica usted eso? —pregunté.

—¿Y qué le podría contestar yo? Supongo que por inconsciencia… Por la vanidad de alardear esa noche con sus compañeros: “Nos acabamos de alistar en La Familia Apse. A nosotros no nos asusta”. Pura fanfarronería de marineros, o por curiosidad tal vez… O por un poco de todo. Durante el viaje se lo pregunté a los dos. La contestación del más viejo fue: “Solo se muere una vez”. El más joven me aseguró, en tono de burla, que lo que él quería era ver “cómo lo hacía de nuevo”. Yo le diré por qué: aquella bestia producía una especie de fascinación.

Jermyn, que parecía haber visto todos los barcos del mundo, replicó de mala manera:

—Recuerdo que, desde esta misma ventana, lo vi una vez subir a remolque por el río: una cosa enorme, negra y fea, que se deslizaba como un coche fúnebre.

—Tenía un aspecto ominoso, ¿verdad? —dijo el del traje de lana, con una mirada cordial—. Siempre me produjo una sensación de horror. No debía de tener yo más de catorce años cuando me dio un susto terrible. Fue el mismo día, o, mejor dicho, la misma hora en que me embarqué en él por vez primera. Mi padre había ido a despedirme y tenía intención de bajar con nosotros hasta Gravesend. Yo era el segundo de sus hijos que se iba a la mar. Por aquel entonces, mi hermano mayor era ya oficial. Cuando subimos a bordo eran las once de la mañana y el barco ya estaba preparado para salir de la dársena, remolcado de popa. Ni siquiera había avanzado tres veces su propio largo cuando respondió con una de sus súbitas espantadas a un ligero tirón que le dio el remolcador que lo llevaba hacia las compuertas. Hizo tal presión sobre la guindaleza que lo retenía desde el muelle (un calabrote nuevo de seis pulgadas), que los de popa ni siquiera tuvieron tiempo de aflojarlo, se rompió. Vi cómo saltaba por los aires el extremo roto, y, un segundo después, la bestia dio un bandazo contra la cabeza del muelle, y pegó tal sacudida que nos hizo tropezar a todos los que estábamos en cubierta. Por supuesto, en el barco no se produjo ni el menor desperfecto, ¡claro que no! Pero uno de los grumetes a quien el primer oficial había mandado subir a lo alto del palo de mesana para hacer no sé qué, cayó sobre la toldilla…, ¡paf…!, justo delante de mí. Era más o menos de mi edad y pocos minutos antes habíamos estado bromeando. La sacudida debió de cogerlo desprevenido y yo sentí su grito de horror, un alarido agudísimo y entrecortado, cuando sintió que se caía y alcé los ojos a tiempo para verlo caer dando vueltas… Mi pobre padre estaba más pálido que un muerto cuando nos despedimos en Gravesend. “¿Te encuentras a gusto?”, me preguntó, mirándome fijamente. “Sí, padre”. “¿Estás seguro?”. “Sí, padre”. “Bueno, pues entonces, adiós, hijo mío”. Muchos años más tarde, me confesó que habría bastado media palabra para hacerme volver con él a casa en aquel mismo instante. Soy el pequeño de la familia, ¿sabe usted? —añadió, atusándose el bigote, con una inocente sonrisa.

Le agradecí sus palabras con un gesto de simpatía. Él hizo un ademán de excusa.

—Solo con eso habría bastado para volver loco de miedo a cualquier muchacho que tuviera que subir a lo alto de los palos. Cayó a medio metro de donde yo estaba y se abrió la cabeza contra un abitón de amarre. Ni siquiera se movió: murió en el acto. Era un chico simpático y, hacía solo unos minutos, yo había pensado que íbamos a convertirnos en grandes amigos. Y ni siquiera aquello era lo peor que era capaz de hacer aquella fiera de nave. Serví en ella durante tres años y después de aquello me trasladaron durante un año a la Lucy Apse. Allí me encontré al maestro de velas que habíamos tenido en La Familia Apse, y recuerdo que una noche, cuando ya llevábamos una semana de viaje, me comentó: “¿No le parece una monada de barquito?”. No resulta nada extraño que considerásemos al Lucy Apse un barquito manso y apacible, después de habernos librado de aquella descomunal, encabritada y frenética bestia. Para mí aquello era el paraíso: los oficiales me parecían la gente más tranquila y feliz de la tierra. Y es que para mí, que no había conocido más naves que La Familia Apse, la Lucy era una embarcación mágica capaz de hacer por su propio impulso, todo cuanto uno deseaba. Una noche nos sorprendió de improviso un fuerte golpe de viento con todo el aparejo en facha: en menos de diez minutos el barco estaba trabajando con todo el velamen, las escotas a popa, las amarras templadas, la cubierta en orden y el oficial de guardia reclinado plácidamente en el pasamanos a barlovento. Aquello me parecía cosa de encantamiento, con el otro habríamos estado media hora inmóviles, como si lo hubiesen sujetado con grilletes, dando bandazos que habrían inundado la cubierta y haciendo rodar a todo el mundo de un lado para otro… con crujidos de perchas, rotura de brazas y un miedo terrible por culpa del maldito timón, pues tenía la costumbre de azotarse con él, a un lado y a otro, hasta ponerle a uno los pelos de punta. Tardé unos días en salir de mi asombro. En fin, que así fue como acabó mi último año de aprendizaje en aquella monada de barquito…, desde luego que no era pequeño, pero, después de haber estado en aquel monstruo endiablado, daba la sensación de que uno lo podía manejar con la facilidad de un juguete. Acabó mi contrato y conseguí el título de piloto; fue precisamente cuando estaba pensando en la delicia de pasar tres semanas de vacaciones en tierra cuando recibí una carta: me preguntaban qué día podría embarcar, tenían intención de hacerlo lo antes posible, como tercer oficial de La Familia Apse. Di tal empujón al plato que lo arrojé al centro de la mesa; mi padre alzó la vista del periódico; mi madre levantó las manos asombrada, y yo salí, incapaz de pensar con claridad, a nuestro pequeño jardín y estuve dándole vueltas durante una hora. Cuando volví a entrar mi madre se había marchado del comedor y mi padre se había trasladado a su gran butaca. La carta seguía abierta sobre la chimenea.

“—Te honra mucho ese ofrecimiento y han sido muy amables al hacértelo —me dijo—, y además veo que Charles ha sido nombrado primer oficial para el mismo viaje.

“Había, en efecto, una postdata de mano del señor Apse con la noticia, yo ni siquiera la había advertido. Charles era mi hermano mayor.

“—No me gusta en absoluto la idea de que dos hijos míos viajen en un mismo barco —prosiguió con su acostumbrada solemnidad—. Y te advierto que no me importaría nada escribir una carta al señor Apse diciéndoselo abiertamente.

“¡Pobre viejo! ¡Era un padre maravilloso! ¿Qué hubiera hecho usted? La simple idea de volver (y, lo que es aún peor, de oficial) a ser atormentado por aquella fiera, a vivir en continua alarma noche y día, me ponía enfermo. Pero no era un barco al que uno pudiera permitirse hacer ascos, y no podía ni siquiera alegar la única disculpa que habría sido realmente sincera, sin ofender terriblemente a Apse e Hijos. Tanto los armadores como la familia al completo, hasta las tías solteronas que vivían en Lancashire, se habían vuelto extremadamente puntillosos en todo lo que se refería a la fama de aquella nave. Era uno de esos casos en los que uno se ve obligado a contestar: ‘Estoy preparado’, aunque se encuentre en el lecho de muerte. Y eso fue precisamente lo que contesté… por telégrafo, para acabar cuanto antes y de una vez por todas.

“La idea de ser compañero de barco de mi hermano mayor me causaba gran alegría, aunque también me preocupaba un poco. Hasta donde alcanzaba mi memoria infantil había sido muy bueno conmigo, no tenía parangón con nadie en el mundo. No se ha paseado un oficial más cumplido por la toldilla de ningún buque mercante, era un mozo apuesto, fuerte, siempre bien plantado y de piel curtida, con el pelo oscuro un poco rizado y los ojos de un halcón. Llevábamos muchos años sin vernos y en aquella ocasión, aunque ya llevaba tres semanas en Inglaterra, aún no había aparecido por casa, y estaba pasando sus días libres en no sé qué lugar de Surrey, cortejando a MaggieColchester, la sobrina del viejo capitán. El padre de la muchacha se dedicaba al negocio del azúcar y Charles había convertido su residencia en una especie de segunda casa paterna. A mí me preocupaba mucho lo que mi hermano mayor pensara de mí. Había en su rostro un aire de severidad que no lo abandonaba nunca, ni siquiera cuando bromeaba a su estrambótica manera.

“Me recibió con una gran carcajada. Seguramente tenerme como oficial le parecía la cosa más graciosa del mundo. Entre nosotros había diez años de diferencia y al parecer no me recordaba bien, sino con delantal; yo era un niño de cuatro años cuando él se fue a la mar. Nunca pensé que pudiera mostrarse tan expresivo y ruidoso.

“—Ahora veremos de qué madera estás hecho —exclamó. Y me miró, agarrándome por los hombros; me dio una buena palmada en la espalda y me llevó hasta su camarote—. Siéntate, Ned. Es una suerte tenerte conmigo. Voy a darte los toques finales, mi joven oficial para completarte bien. Antes de nada métete bien en la cabeza la idea de que no vamos a dejar que la bestia mate a nadie en este viaje. Vamos a atarla en corto.

“Me di cuenta de que estaba hablando de corazón. Habló en tono grave del barco y de cómo teníamos que estar siempre alerta y evitar que esa horrible alimaña nos cogiera desprevenidos en alguna de sus maquinaciones. Me dio una conferencia sobre navegación especial para uso de La Familia Apse; y a continuación, cambiando de tono, se puso a charlar sin ton ni son y a relatarme las tonterías más extrañas y graciosas. Me dejó el cuerpo dolorido de tanto reír. Se veía claramente que le había sucedido algo extraordinario para expresar tan desmesurada alegría. El motivo no podía ser mi llegada: no era para tanto, pero no me atreví a preguntarle qué le pasaba: sentía por mi hermano mayor todo el respeto debido. La cosa se aclaró uno o dos días más tarde, cuando oí que la señorita Maggie Colchester iba a acompañarnos en el viaje. Su tío la había invitado a una excursión por mar para atender a su salud.

“No sé exactamente lo que tenía mal de salud, porque tenía el color de una rosa y una estupenda cabellera rubia. No parecía importarle tampoco el viento, ni la lluvia, ni las salpicaduras de las olas, ni el sol, ni los golpes de mar, ni ninguna otra cosa. Era una muchacha de ojos azules, alegre y en buena forma; pero me asustaba a veces la audacia con la que trataba a mi hermano mayor, y siempre creí que aquello acabaría en una terrible pelea. Aun así no puede decirse que ocurriera nada importante hasta que llevábamos ya una semana en Sídney. Un día, a la hora de la comida de los marineros, Charles asomó la cabeza en mi camarote. Yo estaba tumbado en el sofá, fumando tranquilamente.

“—Baja a tierra conmigo, Ned —dijo lacónico, como siempre.

“Me levanté de un salto, bajé con él la pasarela y subimos juntos por George Street. Marchaba con unas zancadas de gigante mientras que yo iba a su lado casi jadeando. El calor era insoportable.

“—¿Adónde me llevas con tanta prisa? —me atreví a preguntarle.

“—Aquí —me dijo.

“‘Aquí’ era una joyería. Yo era incapaz de imaginarme lo que podía estar buscando en tal sitio, todo me parecía una locura. Me puso delante de las narices tres anillos que parecían diminutos en la palma de su mano, grande y morena, y gruñó:

“—¡Para Maggie! ¿Cuál de éstas?

“Me dio tal susto que me quedé sin voz; pero señalé una de ellas, de la que emanaban fulgores blancos y azules. Se la metió en el bolsillo del chaleco, pagó con un buen puñado de soberanos y salió como alma que lleva el diablo. Cuando llegamos a bordo, me faltaba el aliento.

“—Venga esa mano, compadre —le dije, felicitándolo.

“Él me dio una palmada en la espalda.

“—Cuando la gente acabe de comer da las órdenes que quieras al contramaestre, esta tarde estoy fuera de servicio —dijo y desapareció de cubierta, pero al poco rato volvió a salir del camarote con Maggie, y los dos se fueron por la pasarela, ante la mirada de toda la tripulación, para dar juntos un paseo, en aquel espantoso día de calor abrasador. Volvieron después de unas horas, con aire muy grave y comedido, como si no tuvieran ni la más remota idea de en dónde habían estado; eso fue al menos lo que dijeron los dos cuando se lo preguntó la señora Colchester a la hora del té. Ella arremetió contra Charles, con su vozarrón de cochero:

“—¡Tonterías! ¿Que no saben por dónde han andado? ¡Cuentos y simplezas! Me ha dejado usted a la muchacha exhausta. No lo vuelva a hacer.

“Era pasmosa la paciencia que tenía Charles con aquella vieja, solo una vez me confesó al oído:

“—¡No sabes lo que me alegro de que no sea tía carnal de Maggie, sino política! Apenas son familia.

“Aun así era demasiado condescendiente con Maggie. Andaba de lado a lado del barco con su falda y una gran boina escocesa de lana roja, como un pájaro extraordinario y vistoso que se hubiese posado sobre el oscuro tronco de un árbol. Los marineros veteranos se miraban sonriendo cuando la veían llegar y se ofrecían a enseñarle a hacer nudos y lazos, al parecer le gustaba ese tipo de cosas, puede que porque aquello agradara a Charles.

“Como pueden imaginarse, jamás se hablaba a bordo de las diabólicas inclinaciones de aquel condenado buque o, al menos, en la cabina. Solo una vez, y fue en el viaje de regreso, escuché cómo Charles comentaba descuidadamente que al menos en aquella ocasión la dotación regresaba al completo. El capitán Colchester se agitó al instante como si sintiera un hormigueo, y aquella necia vieja se disgustó con Charles como si hubiera dicho una indecencia. Yo no sabía adónde mirar, y en cuanto a Maggie, permaneció inmóvil, con sus grandes ojos azules muy abiertos. No hace falta decir que, antes de que pasase el día, ya me había sonsacado toda la historia; no era una persona a quien se pudiera mentir.

“—¡Qué espanto! —dijo con solemnidad—. ¡Todos esos pobres infelices! Me alegro de que ya se esté acabando el viaje. Ya no podré tener un momento de tranquilidad con Charles.

“Le aseguré que no le pasaría nada; aquel barco no eran tan temible como para vérselas con un marino como Charles. Ella se mostró de acuerdo.

“Al día siguiente nos enganchó un remolcador a la altura de Dungeness. En cuanto nos amarraron al cable de remolque, Charles se frotó las manos y me dijo en voz baja:

“—Esta vez hemos podido con él, Ned.

“—Eso parece —le contesté sonriendo.

“Hacía un tiempo fantástico y el mar estaba liso como un plato. Remontamos el río sin el menor tropiezo, pero cuando llegamos frente a Hole Haven la bestia hizo un viraje repentino y estuvo a punto de embestir una barcaza que estaba anclada a gran distancia. Yo me encontraba en popa, vigilando al timonel y no logró cogerme desprevenido. Charles se acercó con aire muy preocupado.

“—Ha faltado muy poco —dijo.

“—No te preocupes, Charles —le contesté alegremente—. La has domado.

“Se disponían a remolcarnos directamente al dique. El práctico del río nos abordó en Gravesend, y lo primero que le oí decir fue:

“—Deberían lanzar cuanto antes el ancla a babor, señor Mate.

“Cuando llegué a popa, ya habían ejecutado esa orden. Vi a Maggie en el castillo de proa, entretenida en contemplar las maniobras, y le pedí que se fuese de allí; pero como era de prever no me hizo el menor caso. Entonces la vio Charles, que estaba ocupadísimo con los preparativos para fondear, y le gritó con todas sus fuerzas:

“—¡Vete del castillo, Maggie! Estás estorbando.

“Ella le sacó la lengua por respuesta y vi al pobre Charles volver la cabeza hacia un lado para ocultar una sonrisa. Estaba excitada por la emoción del regreso, y parecía que saltaban chispas de sus ojos azules cuando miraba al río.

“Un bergantín carbonero viró enfrente de nosotros y nuestro remolcador tuvo que parar las máquinas apresuradamente para evitar un choque. En un momento, como ocurre casi siempre en casos semejantes, se armó entre todas las embarcaciones que estaban por aquellas cercanías una indescriptible confusión y un gran desorden. Una goleta y un queche tuvieron una pequeña colisión en mitad del río. El espectáculo era emocionante y durante todo aquel proceso nuestro remolcador permaneció parado. A cualquier otra nave que no fuera nuestra bestia hubiera sido posible convencerla de que se mantuviera inmóvil durante un par de minutos; pero ¡a ella, no! Echó la proa a un lado inmediatamente, y se fue a la deriva río abajo, arrastrando tras ella al remolcador. Vi un grupo de barcos de la costa que se encontraban a un cuarto de milla de nosotros y me pareció lo más prudente decírselo al práctico.

“—Si permite usted que se meta entre aquel rebaño —le dije tranquilamente—, convertirá en astillas a alguno de ellos, antes de que podamos sacarlo de allí.

“—¡Como si no lo supiera! —gritó furioso, dando una patada en el suelo.

“Sacó el silbato para obligar a enderezar la proa a aquel maldito remolcador lo antes posible. Pitaba como un loco, agitando el brazo hacia babor, y no tardamos mucho en comprobar que las máquinas del remolcador estaban marchando hacia adelante. Las ruedas batían el agua, pero daba la sensación de que se había puesto a remolcar una roca: no conseguía mover la nave ni un centímetro. El práctico se puso a tocar el silbato de nuevo y a agitar el brazo hacia babor, y vimos cómo las palas giraban cada vez más rápido frente a nosotros.

“Durante un instante, remolcador y barca permanecieron inmóviles entre aquella multitud de embarcaciones en marcha, hasta que la tremenda fuerza que aquel monstruo cruel y demoníaco ponía siempre en todo arrancó de raíz el pasacabos de hierro por el que se deslizaba el cable de remolque y vimos cómo se deslizaba hacia babor, rompiendo uno a uno los puntales de hierro del pasamanos de proa como si fueran de cera. Fue ahí cuando me percaté de que, para ver mejor por encima de nosotros, Maggie se había puesto de pie sobre el ancla de babor, que estaba tendida sobre la cubierta del castillo.

“El ancla estaba en su ‘cama’, pero no habíamos tenido tiempo de trincarla y, de todas formas, así estaba lo suficientemente segura como para entrar en la dársena, pero en ese instante me di cuenta de que el cable iba a meterse por debajo de una de las uñas en cualquier momento. El corazón se me subió a la garganta, pero no antes de que pudiera gritar:

“—¡Salta fuera del ancla!

“No me dio tiempo a gritar su nombre, y no creo que me llegase a oír. El primer toque del cable contra la uña hizo que la muchacha cayera al suelo. Se incorporó a toda velocidad, pero por el lado peligroso. Escuché un tremendo ruido de roce y el ancla dio media vuelta; se alzó como si fuese una criatura viva, con su enorme y tosco brazo de hierro y agarró a Maggie por el talle, fue como si la estrechara en un espantoso abrazo, y cayó con ella por el costado con un gran estruendo de metal al que siguieron vibrantes golpes que hacían estremecerse la barca de punta a punta, porque la boza de serviola no había cedido.

“—¡Qué espanto! —exclamé.

“Durante años enteros he soñado a menudo con anclas que se llevaban a muchachas —continuó el narrador, desvariando un poco—. Un segundo más tarde, y con un grito desgarrador, Charles se fue de cabeza tras ella. Pero ¡Dios!, no llegó ni siquiera a alcanzar la punta de su boina roja en el agua. ¡Nada! ¡Absolutamente nada! Se habían reunido media docena de botes a nuestro alrededor, y lo sacaron y lo metieron en uno de ellos. El contramaestre, el carpintero y yo fondeamos apresuradamente la otra ancla y conseguimos detener el barco. El práctico estaba atontado. Recorría arriba y abajo la cubierta retorciéndose las manos y murmurando entre dientes:

“—¡Y ahora mata a mujeres! ¡A mujeres!

“De su boca no salían más palabras que aquéllas. Atardeció y cayó la noche, negra como la brea. Cuando me asomé al río, oí que me llamaban en voz baja y temerosa.

“—¡Ah de la barca!

“Dos boteros de Gravesend se acercaron al costado. Llevaban una linterna en el esquife y miraban hacia arriba agarrados a una escala, sin decir palabra. En la mancha de luz que salía de la linterna, vi un poco más abajo una masa de pelo rubio desmadejado. Al subir de nuevo la marea, el cuerpo de la pobre Maggie había salido a flote, desprendiéndose de una de aquellas grandes boyas de amarre. Llegué hasta la popa medio ahogado y encendí un cohete para avisar a los hombres que todavía seguían buscando en el río. A continuación, me deslicé a proa y pasé el resto de la noche sentado en el arranque del bauprés, para estar todo lo lejos posible de Charles.

“—¡Pobre muchacho! —murmuré.

“—Sí. ¡Pobre muchacho! —repitió, abstraído—. Aquella bestia no permitió…, ¡ni siquiera a él!…, que le arrebatara a su presa, pero aun así se encargó personalmente de dejarla amarrada en la dársena a la mañana siguiente. Tuvo el valor de hacerlo. No intercambiamos ni una palabra, ni siquiera una mirada; yo no me atrevía a mirarlo. Cuando el último cabo se amarró en su sitio, se llevó las manos a la cabeza y se quedó mirando al suelo, como si tratase de recordar algo. Los marineros aguardaban sobre cubierta las palabras de despedida, al fin del viaje. Quizá fuera aquello lo que trataba de recordar. Yo me encargué de hablar en su nombre:

“—¡Gracias, muchachos!

“Nunca vi a una tripulación dejar un barco más en silencio. Uno tras otro, sé fueron con cuidado y tratando de no hacer demasiado ruido con sus cofres. Miraban hacia donde estábamos, pero nadie tuvo valor para adelantarse a estrechar la mano del primer oficial, como es la costumbre. Yo lo seguí de un lado al otro por aquella nave desierta en la que no había más almas vivientes que las nuestras, pues el viejo guardián se había encerrado en la caseta de la cocina. De pronto, el pobre Charles murmuró con voz de loco:

“—Ya no tengo nada que hacer aquí.

“Cruzó la pasarela conmigo a su espalda y siguió por el muelle hacia Tower Hill. Tenía costumbre de alojarse en casa de una hospedera respetable, en America Square, para estar más cerca de su trabajo. Se detuvo de pronto, dio la vuelta y retrocedió hacia donde me encontraba.

“—Vámonos a casa, Ned.

“En ese momento, tuve la suerte de ver un coche que pasaba y meterlo a tiempo dentro de él; las piernas ya no lo sostenían. Al entrar en casa, se desplomó sobre una silla y jamás olvidaré las caras de nuestros padres, pasmadas y suspensas, inclinadas sobre él. No entendían lo que había sucedido, hasta que yo conseguí balbucir:

“—Maggie se ahogó ayer en el río.

“Mi madre lanzó un grito. Mi padre se puso a mirarnos primero a uno y luego al otro como si tratara de comparar nuestras caras, pues lo cierto era que la de Charles estaba tan cambiada que no parecía la misma. Nadie se movía ya, y el pobre muchacho levantó lentamente sus manazas hasta la garganta y, de un solo tirón, se lo arrancó todo: cuello, camisa, chaleco. Se quedó hecho una auténtica ruina. Entre mi padre y yo conseguimos subirlo con gran trabajo por las escaleras, y nuestra pobre madre estuvo a punto de perder la vida cuidándolo sin descanso durante una larga fiebre cerebral.

El hombre del traje de lana movió la cabeza sentenciosamente.

—Era imposible luchar contra la bestia, estaba poseída por un espíritu infernal.

—¿Y ahora dónde se encuentra su hermano? —pregunté, creyendo que me diría que había muerto, pero me contestó que en un vapor en la costa de China, y que apenas venía nunca a Inglaterra.

Jermyn lanzó un hondo suspiro, y como el pañuelo ya se había secado, lo acercó suavemente a su roja y lamentable nariz.

—Era una fiera insaciable —comenzó de nuevo el narrador—. El viejo Colchester se plantó al fin, y dimitió. Y ¿me creerán si se lo cuento? Apse e Hijos le escribieron para que lo pensase mejor y, para evitar que se mancillara el buen nombre de la familia Apse, Colchester fue a la oficina y les dijo que volvería a llevarla otra vez; pero solo para ir con ella al mar del Norte, y echarla a pique. Había perdido los estribos. Tenía el pelo color gris oscuro, pero en dos semanas se le había puesto blanco como la nieve. El señor Lucian Apse, aunque se conocían desde muchachos, fingía que no se había dado cuenta. ¡Hay que ver hasta dónde puede llegar una debilidad! ¡Eso se llama orgullo!

“Se agarraron como un clavo ardiendo al primero que convencieron para llevarla, por temor al escándalo de que no se pudiese encontrar un capitán para La Familia Apse. Era un hombre divertido, o eso me pareció, y se pegó al puesto como una lapa. Wilmot, su segundo oficial, era un tipo con la cabeza llena de pájaros, que presumía de una gran misoginia, que no era en el fondo más que pura timidez. Bastaba con que una hiciera una seña con el dedo meñique y el pobre diablo perdía el control. Durante su aprendizaje desertó una vez en un puerto extranjero por una cuestión de faldas, y habría sido su perdición si el capitán no se hubiese tomado la molestia de ir en su busca y sacarlo, por las orejas, de cierto antro.

“Se decía que a uno de los armadores le habían oído decir que aquella maldita nave se perdería pronto. No puedo creer tal cosa, a menos que no fuera el señor Alfred Apse, a quien la familia tenía en muy poca estima. Lo tenían empleado en la oficina, pero para ellos no era más que un perdido incorregible que se pasaba la vida en las carreras de caballos y volvía borracho a casa. Todos pensaban que un barco tan lleno de perversos designios se estrellaría algún día contra la costa, por pura maldad, pero no había nada que hacer, parecía que iba a durar para siempre. Tenía un olfato especial para guardarse de los peligros.

Jermyn emitió un gruñido de asentimiento.

—Una nave que parecía hecha a la medida de un piloto, ¿no es eso? —prosiguió, irónico, el que hablaba—. Pues bien, Wilmot consiguió acabar con ella. Era el hombre indicado, pero puede que ni siquiera él hubiera llegado a dar el golpe sin aquella institutriz de ojos verdes, aya, o lo que fuera, de los niños del matrimonio Pamphilius.

“Los Pamphilius se embarcaron como pasajeros desde Port Adelaida hasta El Cabo. La nave se puso en franquía y ancló fuera del puerto, para pasar allí resto de la jornada. El capitán, como es la tradición, había invitado a mucha gente de la ciudad para una comida de despedida y ya eran las cinco de la tarde cuando el último bote, lleno de comensales, se separó de nuestro flanco. En el golfo parecía haber un tiempo un tanto sombrío y amenazador. No había ninguna razón para que el capitán se hiciera a la mar, pero como ya le había dicho a todo el mundo que se marchaba aquel día, se creyó en la obligación de irse fuera como fuese. Aun así, no se veía con fuerzas para sortear los estrechos de noche y con viento débil después de la fiesta y dio órdenes de mantener el buque con solo la gavia y el trinquete, ciñéndose todo lo posible al viento, y seguir despacio a lo largo de la costa, hasta el amanecer. Tras las instrucciones se retiró a su casto lecho. El primer oficial se quedó en cubierta viendo cómo aquellas nubes le lavaban la cara a conciencia. Wilmot lo relevó a medianoche. La Familia Apse, como usted ha dicho, tenía una caseta a popa…

—Una cosa enorme, fea, blanca, que sobresalía… —murmuró Jermyn, mirando al fuego con tristeza.

—Así es; servía de vestíbulo para la bajada a la cámara y de cuarto de derrota. La lluvia azotaba a ráfagas al adormilado Wilmot mientras la nave seguía avanzando con calma hacia el sur, ceñida al viento, la costa a unas tres millas a barlovento. No había nada que requiriese especial vigilancia en aquella parte del golfo y Wilmot fue a guarecerse de los chubascos a la caseta, cuya puerta estaba abierta por aquel lado. La noche era negra como un barril de alquitrán y fue entonces cuando oyó una voz queda de mujer que le hablaba.

“Aquella endiablada muchacha de ojos verdes de los Pamphilius había acostado a los pequeños hacía ya largo rato, pero por lo visto no podía conciliar el sueño. Oyó repicar las ocho campanadas y escuchó cómo el primer oficial bajar a acostarse. Esperó un rato, se puso la bata, cruzó de puntillas el desierto salón y subió las escaleras del cuarto de derrota. Allí se sentó en un sofá, junto a la puerta abierta, supongo que para tomar el fresco.

“Supongo que cuando ella le habló en voz baja debió ser como si alguien le prendiese fuego al interior del cerebro de aquel joven. No sé cómo habían llegado a amartelarse hasta aquel punto. Creo que ya se habían hablado antes en tierra. No pude saberlo con seguridad, porque, cuando Wilmot me contó la historia, intercalaba entre cada dos palabras una ristra de blasfemias. Me encontré con él en el muelle de Sídney y llevaba un delantal que le llegaba hasta la barbilla, y una gran tralla en la mano. Estaba de carretero y encantado de tener algo que hacer y no morirse de hambre. Tan bajo había caído.

“Allí estaba él, como decía, con la cabeza dentro de la caseta y seguramente reclinado sobre el hombro de la muchacha, ¡el oficial de guardia! Cuando el timonel prestó su declaración más adelante dijo que había gritado varias veces que la luz de la bitácora se había apagado pero que no le había dado mayor importancia las órdenes que había recibido eran de ‘ceñirse todo lo posible’.

“—Me chocó —dijo— que la nave se desviase a sotavento hacia los chubascos, pero yo orzaba cada vez que eso ocurría, e intentaba mantenerla ceñida. Era tanta la oscuridad que ni siquiera veía mis propias manos y el agua caía a cántaros.

“La verdad era que cada ráfaga de viento desviaba un poco la proa hacia tierra, hasta que gradualmente llegó a enderezar la proa a la costa, sin que nadie a bordo se hubiese dado cuenta. El propio Wilmot confesó que había dejado pasar más de una hora sin acercarse a la brújula. ¡Cómo no iba a confesarlo!

“Desasió su cuello de los brazos que lo sujetaban y respondió con otro grito:

“—¿Qué dices?

“—Creo que se oyen rompientes por avante —gritó el marino.

“Y fue corriendo a popa el resto de marineros en guardia, ‘en medio del más espantoso diluvio que jamás haya caído del cielo’, como decía Wilmot. Estaba tan sobrecogido y desconcertado que durante un instante ni siquiera consiguió ver en qué parte del golfo estaba la nave. No era un buen oficial, pero con todo era un buen marino. Un segundo más tarde, ya había recuperado el control de sí mismo, y las órdenes que había que dar llegaron a sus labios inopinadamente: orzar y enfilar la gavia y la sobremesana con el viento para que, cogiéndolas al través, no hicieran fuerza sobre ellas. Eso fue lo que se hizo y las velas por fin dejaron de trabajar. No podía verlas; pero las sentía flamear y dar aletazos sobre la cabeza. ‘¡Todo inútil! Demasiado lenta para obedecer’, solía decir Wilmot, con la cara sucia, contraída. Parecía que estaba clavada pero en ese momento cesó el aleteo de la lona en lo alto y en aquel instante crítico, una ráfaga de viento desvió aún más la nave, llenó las velas y la lanzó con ímpetu sobre las rocas a sotavento. La bestia había ido demasiado lejos, había llegado su hora: el momento, el hombre, la negrura de la noche, la ráfaga a traición…, la mujer que había sido predestinada para acabar con ella. No merecía otra cosa. Los designios de la Providencia son inescrutables y en todo hay al final una especie de justicia poética.

“El primer arrecife sobre el que pasó, le desgajó toda la falsa quilla… ¡rrras…! En cuanto salió de su camarote, el capitán se encontró con una mujer enloquecida vestida con una bata de franela encarnada dando vueltas en el salón y chillando como una cacatúa. El golpe siguiente la arrojó bajo la mesa, arrancó el codaste y se llevó el timón, y la bestia se fue contra la costa rocosa, destrozándose el fondo, hasta que se paró en seco, y el trinquete se desplomó sobre la proa como una pasarela.

—¿Hubo víctimas? —pregunté.

—Ninguna, solo ese diablo de Wilmot —contestó el señor, a quien la señorita Blank no había visto nunca, buscando su gorra con la mirada—. Y su desgracia fue mayor que si se hubiese ahogado. Todo el mundo consiguió llegar a tierra sano y salvo. El temporal no cedió hasta el día siguiente, continuó soplando del oeste y deshizo a aquella bestia con una rapidez asombrosa. Fue como si tuviese podridas las entrañas… —Cambió de tono—. Ya no llueve. Tengo que recoger la bicicleta e irme a casa para cenar. Vivo en Herne Bay; había salido esta mañana a dar un paseo.

Me saludó con un ademán amistoso y se marchó con brío.

—¿Lo conoce usted, Jermyn? —pregunté.

El práctico del mar del Norte sacudió la cabeza negativamente.

—¡Perder un barco de una manera tan tonta! ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! —murmuró con tono sombrío, extendiendo de nuevo su pañuelo húmedo como una cortina frente a las brasas.

Al marcharme intercambié una mirada y una sonrisa —de una estricta corrección— con la respetable señorita Blank, camarera de Las Tres Cornejas.

 Joseph Conrad, 1906

Publicado por Antonio F. Rodríguez.

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