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En 1945 un joven oficial británico perteneciente a los servicios de inteligencia fue enviado a Berlín para investigar la muerte de Adolf Hitler. Se llamaba Hugh Trevor-Roper. Entrevistó a testigos, visitó las ruinas de la cancillería, consultó documentos, interrogó a prisioneros y viajó por toda Alemania buscando información. El resultado fue un libro modélico publicado por primera vez en 1947 y constantemente reeditado: Los últimos días de Hitler. Manejo la edición de Crítica (2020), que en mi opinión es excelente.
Trevor-Roper con el tiempo se convertiría en un destacado historiador y profesor en Oxford. En este su primer trabajo demuestra que la minuciosidad no está reñida con la amenidad y la buena pluma. No se limita a un informe frío y descarnado, sino que traza un fresco excepcional de la decadencia y caída de un régimen de terror y oprobio como nunca había conocido Europa. Ante todo, Trevor-Roper deshace un bulo que sigue repitiéndose y puso en circulación Stalin, el examigo de Hitler: el dictador alemán no se suicidó y logró escapar. Las mentiras más delirantes se multiplicaron. En una de ellas, se afirmaba que Hitler estaba escondido en una cueva de los Alpes viviendo como un troglodita. Trevor-Roper es claro y tajante: Hitler está muerto y bien muerto. Ahora bien, las circunstancias de esta muerte y los meses previos a la misma han de ser investigados con precisión. Y esto fue lo que hizo.
Los últimos días de Hitler anuncia menos de lo que ofrece. El libro comienza a partir del fracasado golpe de Estado del 20 de julio de 1944, cuando el bombazo del coronel Stauffenberg estuvo a punto de liquidar al tirano. No lo consiguió por puro azar. Hitler se salvó. A las pocas horas del atentado, recibió a Mussolini. Le aseguró que había sido una señal del cielo y que cumpliría con su misión providencial. El duce, asombrado, le dio la razón. Seguidamente, Hitler se puso a tomar pastillitas de colores y chilló exigiendo venganza, para luego sumirse en un silencio rabioso. Mientras tanto, sus cortesanos (Göring, Ribbentrop, Keitel) se peleaban entre ellos. Un italiano afirmaría más tarde: yo no sé cómo no me pasé a los aliados en ese mismo momento. El imperio nazi se desintegraba y los nibelungos se disputaban sus restos. El ambiente empezaba a ser surrealista.
Trevor-Roper traza retratos inolvidables de los cortesanos de Hitler en ese momento de decadencia. Göring, el gran visir. Corrupto, drogado y vividor. Su gran inteligencia terminó por apagarse. El führer únicamente lo toleraba por la nostalgia de los viejos tiempos. El autor sentencia: Göring era un Nerón perfumado. Himmler, el terrible inquisidor de Hitler. De apariencia burguesa, borrosa y sosa. Un monstruo de ideas absurdas y gran capacidad administrativa. Creyente incondicional en ese conjunto de «majaderías nórdicas» que era el nazismo. Goebbels es para el historiador inglés muy distinto a sus compinches: un latino de mente clara, ágil y maniobrera, capaz de hacer creer que lo blanco es negro, y perspicaz hasta el final. Por último, Speer, el arquitecto amigo de Hitler. Un tecnócrata sin ideología. Quizá el más criminal de todos, porque ni siquiera tenía la justificación de una causa.
Queda Hitler. Sus últimas semanas transcurren bajo tierra. En el búnker de la arrasada cancillería berlinesa. Un lugar húmedo, oscuro y malsano. El fragor de la lucha llegaba a sus túneles amortiguado y amenazante. Todo esto es muy conocido y no vamos a repetirlo. Posiblemente, nadie ha contado mejor este teatro del absurdo que Trevor-Roper.
Las esperanzas descabelladas de la corte nazi. El delirio. El pánico cuando Martin Bormann anuncia: los rojos están a menos de 500 metros. El deseo de huir. Las justificaciones de última hora. La traición de Himmler y Göering. Y un Hitler decrépito, que movía ejércitos inexistentes, exigiendo todavía más sangre, como si se tratara de un «Dios caníbal». Pero muerto el mago, se esfumó el hechizo. Los supervivientes se dispersaron. Trevor-Roper los acompaña reloj en mano entre las ruinas de Berlín, con los rusos pisándoles los talones y la esperanza de alcanzar las líneas americanas. Así terminó la «revolución de la destrucción» hitleriana.
Los últimos días de Hitler es un libro que pueden disfrutar incluso aquellos que no estén especialmente interesado en el crepúsculo nazi. Tiene innumerables valores para cualquier lector. Un estilo literario impecable. Una narración dinámica que no da tregua. Espléndidos retratos de unos personajes sobrepasados por su ambición o por su locura. El humor de Trevor-Roper hace el resto. Un perfecto caballero inglés que, levantando una ceja, se burla con ironía de los torpes teutones. El libro se mantiene fresco y lozano después de casi ochenta años. De pocos libros de historia se puede decir lo mismo. Magistral.
Hugh Trevor-Roper (1914-2003) fue un historiador británico nacido en el pueblecito de Glanton, Northumberland. Su familia era aristocrática. Estudió en Oxford Historia Moderna y Filología Clásica. En 1940 publicó su primer libro, sobre un arzobispo, nada menos. Durante la Segunda Guerra Mundial sirvió en los servicios de inteligencia de su país. Al final del conflicto, sus mandamases le encargaron investigar la muerte de Hitler. El resultado fue el clásico estudio Los últimos días de Hitler, publicado en 1947.
Trevor-Roper era un gran escritor, ácido y mordaz. Se metió en muchas polémicas. Pero, como Catedrático Regio de Historia Moderna en Oxford entre 1957 y 1980, gozó siempre de las máximas credenciales académicas. Pero en 1983 metió la pata cuando avaló con su prestigio profesional los falsos Diarios de Hitler. Autor de una obra rica y variada, Hugh Trevor-Roper, lord Dacre de Glanton, falleció en 2003 a los 89 años.
Publicado por Alberto.


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