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domingo, 5 de junio de 2022

La pata de palo - José de Espronceda

 

José de Espronceda (1808-1842)

 

La pata de palo

Voy a contar el caso más espantable y prodigioso que buenamente imaginarse puede, caso que hará erizar el cabello, horripilarse las carnes, pasmar el ánimo y acobardar el corazón más intrépido, mientras dure su memoria entre los hombre y pase de generación en generación su fama con la eterna desgracia del infeliz a quien cupo tan mala y tan desventurada suerte. ¡Oh cojos!, escarmentad en pierna ajena y leed con atención esta historia, que tiene tanto de cierta como de lastimosa; con vosotros hablo y mejor diré con todos, puesto que no hay en el mundo nadie, a no carecer de piernas, que no se halle expuesto a perderlas.

Érase que en Londres vivían, no ha medio siglo, un comerciante y un artífice de piernas de palo, famosos ambos: el primero, por sus riquezas, y el segundo, por su rara habilidad en su oficio. Y basta decir que ésta era tal, que aun los de piernas más ágiles y ligeras envidiaban las que solía hacer de madera, hasta el punto de haberse hecho de moda las piernas de palo, co grave perjuicio de las naturales.

Acertó en este tiempo nuestro comerciante a romperse una de las suyas, con tal perfección, que los cirujanos no hallaron otro remedio más que cortársela, y aunque el dolor de la operación le tuvo a pique de expirar, luego que se encontró sin pierna, no dejó de alegrarse pensando en el artífice, que con una pata de palo le habría de librar para siempre de semejantes percances.

Mandó llamar a Mr Wood al momento (que éste era el nombre del estupendo maestro pernero), y como suele decirse, no se le cocía el pan, imaginándose ya con su bien arreglada y prodigiosa pierna, que, aunque hombre grave, gordo y de más de cuarenta años, el deseo de experimentar en sí mismo la habilidad del artífice, le tenía fuera de sus casillas.

No se hizo esperar mucho tiempo, que era el comerciante rico y gozaba renombre de generoso.

–Mr. Wood – le dijo - felizmente necesito de su habilidad de usted.

–Mis piernas- repuso Wood- están a disposición de quien quiera servirse de ellas.

–Mil gracias; pero no son las piernas de usted, sino una de palo lo que necesito.

–Las de ese género ofrezco yo - repuso el artífice - que las mías, aunque son de carne y hueso, no dejan de hacerme falta.

–Por cierto que es raro que un hombre como usted que sabe hacer piernas tan excelentes, use todavía las mismas con que nació.

–En eso hay mucho que hablar; pero al grano: usted necesita una pierna de palo, ¿no es eso?

–Cabalmente –replicó el acaudalado comerciante –, pero no vaya usted a creer que se trata de una cosa cualquiera, sino que es menester que sea una obra maestra, un milagro del arte!

–Un milagro del arte, ¡eh! - repitió Mr. Wood.

–Sí, señor, una pierna maravillosa y cueste lo que costare.

–Estoy en ello; una pierna que supla en un todo la que usted ha perdido.

–No, señor; es preciso que sea mejor todavía.

–Muy bien.

–Que encaje bien, que no pese nada, ni tenga yo que llevarla a ella, sino que ella me lleve a mí.

–Será usted servido.

–En una palabra, quiero una pierna... vamos, ya que estoy en el caso de elegirla, una pierna que ande sola.

–Como usted guste.

–Conque ya esta usted enterado.

–De aquí a tres días –respondió el pernero- tendrá usted la pierna en casa, y prometo a usted que quedará complacido.

Dicho esto se despidieron, y el comerciante quedó entregado a mil sabrosas y lisonjeras esperanzas, pensando que de allí a tres días se vería provisto de la mejor pierna de palo que hubiera en todo el reino unido de la Gran Bretaña. Entre tanto, nuestro ingenioso artífice se ocupaba ya en la construcción de su máquina con tanto empeño y acierto, que de allí a tres días, como había ofrecido, estaba acabada su obra, satisfecho sobremanera de su adelantado ingenio.

Era una mañana de mayo y empezaba a rayar el día feliz en que habían de cumplierse las mágicas ilusiones del despernado comerciante, que yacía en su cama muy ajeno de la desventura que le aguardaba. Faltábale tiempo ya para calzarse la prestada pierna, y cada golpe que sonaba a la puerta de la casa retumbaba en su corazón. «Ese será», se decía a sí mismo; pero en vano, porque antes que su pierna llegaron la lechera, el cartero, el carnicero, un amigo suyo y otros mill personajes insignificantes, creciendo por instantes la impaciencia y ansiedad de nuestro héroe, bien así como el que espera un frac nuevo para ir a un cita amorosa y tiene al sastre por embustero.

Pero nuestro artífice cumplía mejor sus palabras, y, ¡ojalá que no la hubiese cumplido entonces!

LLamaron, en fin, a la puerta, y a poco rato entró en la alcoba del comerciante un oficial de su tienda con una pierna de palo en la mano, que no parecía sino que se le iba a escapar.

–¡Gracias a Dios!, exclamó el banquero, veamos esa maravilla del mundo.

–Aquí la tiene usted –replicó el oficial, – y crea usted que mejor pierna no ha hecho mi amo en su vida.

–Ahora veremos– y enderezándose en la cama, pidió de vestir, y luego que se mudó la ropa interior, mandó al oficial de piernas que le acercase la suya de palo para probársela.

No tardó mucho tiempo en calzársela. Pero aquí entra la parte más lastimosa. No bien se la colocó y se puso en pie, cuando sin que fuerzas humanas fuesen bastantes a detenerla echó a andar la pierna por sí sola con tal seguridad y rapidez tan prodigiosa, que, a su despecho, hubo de seguirla el obeso cuerpo del comerciante. En vano fueron las voces que éste daba llamando a sus criados para que le detuvieran. Desgraciadamente, la puerta estaba abierta, y cuando ellos llegaron, ya estaba el pobre hombre en la calle. Luego que se vio en ella, ya fue imposible contener su ímpetu. No andaba, volaba; parecía que iba arrebatado por un torbellino, que iba impelido de un huracán. En vano era echar atrás el cuerpo cuanto podía y tratar de asirse a un reja, dar voces que le socorriesen y detuvieran, que ya temía estrellarse contra alguna tapia, el cuerpo seguía a remolque el impulso de la alborotada pierna; si se esforzaba a cogerse de alguna parte, corría peligro de quedarse allé el brazo, y cuando las gentes acudían a sus gritos, ya el malhadado banquero había desaparecido. Tal era la violencia y rebeldía del postizo miembro. Y era lo mejor, que se encontraba algunos amigos que le llamaban y aconsejaban que se parara, lo que era para él lo mismo que tocar son la mano el cielo.

– ¡Un hombre tan formal como usted! - le gritaba uno - en calzoncillos y a escape por esas calles. ¡eh! ¡eh!

Y el hombre, maldiciendo y jurando y haciendo señas con la mano de que no podía absolutamente pararse.

Cual le tomaba por loco, otro intentar detenerle poniéndose delante y caía atropellado por la furiosa pierna, lo que valía al desdichado andarín mil injurias y picardías. El pobre lloraba; en fin, desesperado y aburrido se le ocurrió la idea de ir a casa del maldito fabricante de piernas que tal le había puesto.

Llegó, llamó a la puerta al pasar; pero ya había traspuesto la calle cuando el maestro se asomó a ver quíen era. Solo pudo divisar a lo lejos un hombre arrebatado en alas del huracán que con la mano se las juraba. En resolución, al caer la tarde, el apresurado varón notó que la pierna, lejos de aflojar, aumentaba en velocidad por instantes. Salió al campo y, casi exánime y jadeando, acertó a tomar un camino que llevaba a una quinta de una tía suya que allí vivía. Estaba aquella respetable señora, con más de setenta años encima, tomando un té junto a la ventana del parlour y como vio a su sobrino venir tan chusco y regocijado corriendo hacia ella, empezó a sospechar si habría llegado a perder el seso, y mucho más al verlo tan deshonestamente vestido. Al pasar el desventurado cerca de sus ventanas, le llamó y, muy seria, empezó a ehcarle una exhortación muy grave acerca de lo ajeno que era en un hombre de su carácter andar de aquella manera.

–¡Tía!, ¡tía! ¡También usted!, respondió con lamentos su sobrino perniligero.

No se le volvió a ver más desde entonces, y muchos creyeron que se había ahogado en el canal de la Mancha al salir de la isla.

Hace, no obstante, algunos años que unos viajeros recién llegados de América afirmaron haberle visto atravesar los bosques del Canadá con la rapidez de un relámpago. Y poco hace se vio un esqueleto desarmado vagando por las cumbres del Pirineo, con notable espanto de los vecinos de la comarca, sostenido por una pierna de palo. Y así continúa dando la vuelta al mundo con increíble presteza, la prodigiosa pierna, sin haber perdido aun nada de su primer arranque, furibunda velocidad y movimiento perpetuo.

José de Espronceda (1835)

Publicado por Antonio F. Rodríguez.

miércoles, 30 de diciembre de 2020

De la vida de un inútil - Joseph von Eichendorff

  

Título: De la vida de un inútil                                                                                             Autor: Joseph von Eichendorff

Páginas: 128
 
Editorial: Rey Lear
 
Precio: 13,90 euros  

Año de edición: 2010

Este librito es una alegre fábula, un cuento para adultos sobre la vida y andanzas del hijo de un molinero que sale de casa de sus padres para buscarse la vida, provisto nada más que de su entusiasmo, un violín y unas cuantas monedas. Es un chico con la cabeza llena de pájaros, despistado, poco trabajador y especialista en tocar su instrumento, bailar y prendarse de bellas muchachas. 

Las andanzas de este pobre hombre, son un rosario de episodios alegres y positivos, en los que se exalta la naturaleza, la poesía y la música. El texto transmite sensaciones positivas, ganas de vivir y alegría, lo que no es poco, y es uno de los cuentos que mejor encaja en el romanticismo alemán.

Parece transmitir el mensaje de que, aunque uno sea un atolondrado inútil y un poco metepatas, la música y la alegría de vivir pueden redimirle a uno, hacerle disfrutar de la vida y permitirle vivir buenas aventuras. El protagonista trabaja, no muy intensamente, como jardinero, aduanero, músico y postillón, en una sucesión de peripecias amables y jocosas, rematadas con un final feliz. 

En fin, un canto y elogio de la vida errante, el gusto por la aventura, la música y la poesía. Eichendorff publicó esta amable nouvelle en 1826, cuando contaba con 39 años y no era ningún pipiolo, así que no era entusiasmo juvenil lo que le llevó a escribir estas páginas, sino la esencia del romanticismo (movimiento literario en el que priman los sentimientos, la libertad y el contacto con la naturaleza). El libro tuvo un gran éxito y es una de sus obras más conocidas.

La impecable traducción del alemán es de Úrsula Toberer y Luis Alberto de Cuenca se ha encargado de verter al castellano los abundantes poemas y canciones.

Joseph von Eichendorff (Castillo de Lubowitz, Alta Silesia, 1788-1857) fué un poeta y escritor alemán, llamado el «cantor del bosque alemán». Hijo de un oficial prusiano de familia noble, tuvo una buena educación y estudió Derecho en las universidades de Halle, Ratisbona, Nuremberg, Heidelberg y Viena. De 1813 a 1815 luchó en la guerra de liberación contra Napoleón. Fué funcionario del estado prusiano durante toda su vida y finalmente, se jubiló después de una fuerte neumonía.

Comenzó a escribir relatos y poemas siendo muy joven. Luego se atrevió con el teatro y está considerado como uno de los poetas líricos más importantes del romanticismo alemán. Resumió esa época diciendo que «se elevó como un magnífico cohete que centellea en el cielo y, después de iluminar breve y maravillosamente la noche, explotó por encima de nuestras cabezas en un millar de estrellas de colores».

Joseph von Eichendorff

Publicado por Antonio F. Rodríguez.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Las diabólicas - J. B. D'Aurevilly


Título: Las diabólicas 
Autor: J. B. D'Aurevilly
 

Páginas: 367
 
Editorial: Sexto piso
 

Precio: 15 euros 
 

Año de edición: 2008

Publicado en 1874, este volumen reúne seis novelas cortas, seis nouvelles de menos de cien páginas cada una, todas con la misma estructura: primero se presenta un narrador peculiar, a veces un auténtico dandi, que narra una historia en un ambiente de confianza. Las narraciones mantienen el encanto de la literatura cercana y oral, de los buenos contadores de historias capaces de encandilar  a una audiencia alrededor de una chimenea o en una larga sobremesa.

Los temas son sorprendentes, y más debían de serlo cuando se escribió esta obra, a finales del s. XIX. Mujeres adúlteras, mujeres asesinas, duquesas convertidas en  prostitutas por afán de venganza, jovencitas perversas que mueren fulminadas en brazos de su amante. Aparecen féminas malvadas y depravadas, a las que alude el título, pero que, en realidad al ser diabólicas (relacionadas con el diablo) tienen siempre un personaje masculino muy cerca que es un verdadero diablo, todavía más depravado. Así un conjunto de relatos que parecen misóginos a primera vista, giran alrededor de la idea de que en realidad, el demonio es el hombre.

El estilo es clásico, elaborado y algo moroso, el autor se recrea en lo que cuenta y lo carga de empaque y clasicismo. Una forma de escribir de otro tiempo, pero que resulta muy agradable y equilibrada. Las frases se paladean palabra a palabra. Las historias tienen siempre aspectos sorprendentes y simbólicos, como una cortina carmesí, el más hermoso amor de un don juán, el secreto de una partida de whist o un banquete de ateos.

Un libro delicioso, un clásico de la literatura francesa, unas novelitas que siguen siendo atrevidas y sorprendentes después de casi 150 años, muy originales y atractivas, inusuales y peculiares, la obra maestra de un escritor que dominaba la redacción de nouvelles. Un esteta de la indumentaria y de la escritura. Un genio de otra época. Un libro inolvidable, lleno de creatividad, con historias que se quedan en la memoria. Muy recomendable.

J. B. D'Aurevilly

Jules Barbey D'Aurevilly (Saint-Sauveur-le-Vicomte, 1808-1889) fué un dandi, escritor y periodista francés, que influyó poderosamente en la generación posterior de escritores, gente como Leon Bloy o Georges Bernanos, con sus escritos provocadores, diabólicos y deslumbrantes. Mantenía que fijarse en lo demoníaco era el camino más corto y eficaz de llegar a la divinidad.

Nació en una familia noble normanda emparentada con reyes, cuya estrella fué eclipsada por la Revolución Francesa e instalada en la nostalgia de la monarquía. Estudió  Derecho en Universidad de Caen y se estableció en París como periodista. 

Romántico tardío, famoso por su forma de vestir llamativa y su afición a batirse en duelo, dejó más mil trescientos artículos brillantes, inteligentes y provocadores, que revolucionaron la república francesa de las letras y con los que se ganó la admiración de muchos escritores. Sus novelas, relatos, poesías y ensayos son tan deslumbrantes y epatantes como sus artículos.

Publicado por Antonio F. Rodríguez.

domingo, 20 de octubre de 2019

Alí el justo - Judith Gautier

Judith Gautier, a los 34 años (Nadar)

Louise Charlotte Ernestine Gautier, llamada Judith Gautier (París, 25 de agosto de 1846 - Dinard, Bretaña, 17 de diciembre de 1917), fue una escritora, poeta, compositora y musicóloga francesa, hija de Teófilo Gautier, el maestro de la novela romántica francesa. En octubre de 1910 se convirtió en la primera mujer miembro de la Academia Goncourt.


Alí el justo
I

-¿Qué me quieres, mujer? La que corre fuera del harem después de la caída del sol, lleva siempre el Mal consigo; el velo espeso no reemplaza el pudor perdido.

El rostro de Alí tenía una expresión muy severa, mas la mujer se echó a sus pies con las manos juntas, retorciéndose los brazos sobre el diván.

-Para la que lo ha perdido todo -exclamó ella- las conveniencias están de más y le basta asegurar la salvación de su alma.

Al oír esas palabras conmovedoras, pronunciadas con un acento tan lleno de desesperación como de sinceridad, Alí abandonó la pluma, húmeda aún de tinta, y el pergamino sobre el cual trazaba caracteres misteriosos.

-Habla, mujer, confíame la causa de tu dolor.

Entonces ella levantó el tupido velo que la cubría, dejando ver su rostro joven y encantador inundado de lágrimas.

-No tengo derecho ni para esconder el rubor ni para ocultar los rasgos que ya más de un hombre ha visto.

Amable y frío, Alí la miraba de frente. Ella dejó escapar un sollozo y después de erguirse y de limpiarse precipitadamente los ojos, comenzó a decir:

-He engañado a mi esposo venerable. El seductor se presentó bajo el aspecto más tentador; suplicó y lloró; cualquiera habría dicho que lejos de mí moriría; sus palabras eran tan dulces y tan tímidas que me hacían desfallecer. Luego se volvieron ardientes, como el simún del desierto; su soplo devorante me secaba, me quemaba, me hacía pensar en la frescura de los besos y, como la caravana perdida y muerta de sed que encuentra los manantiales del oasis, yo bebí, bebí ansiosa el veneno de su amor!

-¿Y qué esperas, mujer adúltera? -dijo Alí, irritado y de pie-. La ley es formal y terminante: serás ejecutada. ¿Creías acaso que yo iba a perdonar tu crimen?

-No es gracia, ni es perdón lo que quiero pedirte -dijo la culpable levantándose, pálida y resuelta-. A lo que vengo, al contrario, es a entregarme. He cometido un crimen y deseo expiarlo. Que mi carne sea deshecha y desgarrada; que se convierta en lodo sangriento; que sirva de alimento a los perros, para que mi alma se salve del infierno.

-¿Sólo el amor de Dios y el horror de tu falta te obligan a hacer esta confesión? ¿No temías que otros te denunciaran?

-Nadie conoce mi crimen, pero Dios lo ha visto y yo espero el castigo. El esposo ausente va a llegar pronto. Haz -¡OH yerno del Profeta!- que sorprenda la expiación antes de sorprender el ultraje; haz que encuentre muerta a la que ya no es digna de vivir a su lado.

-Que Alá te perdone en el otro mundo -dijo Alí-. Yo soy esclavo de la ley, y tú sufrirás la pena que tu falta merece.

-Alabado sea Dios. Castígame en este mundo para que Él me reciba purificada en el paraíso.

Alí la miraba fijamente, con su mirada de observador, tratando de sorprender en ella un desfallecimiento, un escalofrío de miedo en frente de la muerte. Ella tenía los labios apretados y pálidos, pero en sus ojos fijos brillaba el entusiasmo.

-El adulterio -dijo Alí, después de una larga pausa- es un crimen complejo; muchas veces se encarna y una flor de inocencia brota entre los culpables.

La mujer dio un paso hacia atrás, conteniendo un grito, y dijo:

-Sí, tú lo sabes todo porque tú eres el Amigo de Dios. Mi crimen, en realidad, vive en mí; mis entrañas han temblado ya.

-¿Entonces lo que tú quieres es agregar el asesinato al adulterio, robar la vida a una criatura de Alá y llenar tu alma de crímenes?

Ella inclinó la cabeza, agobiada bajo el peso de estas últimas palabras.

-La Justicia no tiene nada que ver con la violencia ni con la cólera; la justicia puede esperar. Anda, regresa al harem, guarda tu secreto y alimenta con lágrimas tu arrepentimiento. Cuando tu hijo vea la luz del sol, es que el momento de la expiación ha llegado. Hasta entonces, adiós.

-Está bien, señor; volveré cuando el niño nazca.

Y recogiendo su velo, desapareció silenciosa.

De los labios de Alí brotó una sonrisa mezcla de piedad y de ironía. Luego pensó:

-Antes de que el hijo haya nacido, el arrepentimiento habrá muerto.

Y cogiendo de nuevo su pluma seca, sentóse en un ángulo del diván para continuar trazando, sobre el pergamino abandonado, sus caracteres misteriosos.
 
II
 
 Algunos meses más tarde la ciudad de Medina estaba llena de rumores; la multitud agitábase irritada; todo el mundo maldecía al califa Othomán acusándolo confusamente; el pueblo comenzaba a amotinarse.

Aïchah, la viuda de Mahoma, llamada generalmente "la Profetisa" había buscado a Alí para hablarle, agitada y colérica, de la conducta del califa y del descontento popular.

La favorita del Profeta era aún muy bella. Su madurez era majestuosa, su porte era grave. El prestigio que adquiriera desde la muerte de Mahoma, habíala enorgullecido.

-Meter las manos en las arcas públicas y emplear el dinero del Estado en gastos particulares, es un sacrilegio- decía ella.

-Othmán ha restituido ya varias veces las sumas que la necesidad le obligara a tomar -respondió Alí- Lo mismo hará hoy: todo ese ruido es inútil.

-¿Y eres tú quien lo defiende? ¿Tú que no debieras ver en él sino al usurpador de tu herencia?... ¿Tú que tienes más derecho que él al Califato?... ¿Tú cuya plaza te fue robada para que él la ocupase?

-Un día -replicó Alí con calma- cuando ya el santo Profeta había abandonado la tierra, Fathma, mi esposa querida que ya hoy no existe, sublevándose contra la multitud de injusticias de que nosotros éramos víctimas, quiso quejarse públicamente. En el momento mismo en que ella se lanzaba a la calle, el Ezan comenzó a sonar en lo alto del minarete; y al oír las palabras sagradas de: "Dios es Dios y Mahoma es el profeta de Dios", "escucha Fathma -le dije- el nombre de tu padre resuena por todas partes; ¿quieres que ese nombre siga siendo lo que hoy es? ¿quieres que ese nombre viva tanto como el mundo? Pues entonces no acuses a nadie; sacrifica las grandezas humanas en el ara de la fe"... Y Fathma guardó silencio.

-Esa manera de proceder era noble entonces; pero los años han transcurrido y la fe se ha hecho invulnerable. Hoy es necesario que Othmán haga una penitencia pública y que te entregue el poder usurpado.

-Ten cuidado, Aïchah -dijo, sonriendo melancólicamente, Alí-. No trates de protegerme tan decididamente; acuérdate de la profecía: tú tendrás que ser mi enemiga; tú tendrás que hacerme la guerra.

Aïchah se sintió presa de un ligero temblor y bajó la cabeza.

Por encima de los muros del harem, al través de los jardines inmensos, el ruido y los gritos de la ciudad agitada llegaban hasta la mansión de Aïchah. Pero ella no oía sino la voz de su recuerdo en donde sonaba la palabra santa del Profeta:

-"Una de vosotras perderá un día la fe y hará la guerra a Alí." Todas estábamos a su alrededor. Umusilama preguntó: "¿Soy yo, maestro?" -"No, no eres tú... Pero tú, Aïchah, ten cuidado... no vayas a ser tú..." Yo me eché a reír y entonces Mahoma dijo: "Acuérdate de la aldea de Zicar, porque ahí será donde los perros te ladrarán."

La viuda del Profeta levantó la cabeza después de un largo ensueño; y dijo:

-Tienes razón, Alí; tratemos de que no haya diferencias entre nosotros. Tú por cuyas venas corre las sangre de Mahoma, puedes calmar las iras del pueblo; hazlo; que Othmán sea perdonado.

Y Alí salió para recorrer la ciudad; para ir de plaza en plaza, de grupo en grupo.

Cuando el sol poniente coloreó las cúpulas de las mezquitas, Medina había ya recobrado su tranquilidad. El Amigo de Dios se dirigió fatigado, caminando despacio.

Cerca de su puerta había una mujer que se recostaba temblorosa contra el muro. Alí le preguntó:

-¿Quién eres?... ¿Qué quieres de mí?

Entonces ella levantó su velo espeso y dejó ver un rostro pálido, mortalmente pálido, cuyos grandes ojos estaban orlados de un círculo azul y fabuloso.

-¿Qué tienes, desgraciada? -exclamó Alí tratando de sostenerla-. ¿Estás herida?

Ella respondió:

-¿No me reconoces acaso? Vengo para morir. Soy la esposa adúltera cuyo corazón está devorado por el remordimiento. Me dijiste que volviera cuando el hijo de mi crimen hubiese visto la luz del sol y vengo porque el momento del castigo acaba de sonar, porque el niño nació ya.

-¡Eres tú!... ¿Y vienes a pedir aún el castigo? Tan seguro estaba que no te volvería a ver, que hasta te había olvidado. Pero ¿en dónde has dejado a tu hijo?... ¿Por que lo abandonaste? ¿Crees, por ventura, que dar la vida a un ser humano no consiste más que en parirlo? No; te has equivocado; ese pobre arbusto, esa flor de tallo débil que puede romperse entre manos mercenarias, necesita aún de tu calor y de tu sombra y de tu cuidado. Tú le debes aún tu leche y tus caricias... ¿No conoces la ley? La madre no es dueña de su libertad, sino cuando el hijo tiene siete años, porque sólo entonces puede él vivir sin los cuidados de ella. Cumple tu deber, vuelve al harem, y si dentro de siete años todavía tu corazón no se ha endurecido, expía tu crimen.

-¡Tanto tiempo aún! -dijo ella gimiendo-. ¡Tener que soportar durante muchos meses el peso enorme de la vergüenza! Y luego el miedo del infierno que me atormenta noche y día... Pero yo sé obedecer... dentro de siete años... está bien.

Y se alejó, vacilante, deteniéndose a cada momento contra las murallas para no caer, mientras Alí la seguía con la vista, profundamente emocionado. Cuando su silueta triste hubo desaparecido por completo, el Amigo de Dios abrió su puerta y franqueó el dintel, murmurando enternecido:

-¡Pobre mujer!
III

Han transcurrido muchos años. Las cóleras apagadas han vuelto a encenderse y Othmán ha sido decapitado.

Hace largo tiempo que Alí es Emir-al-Mumenin y Comendador de los creyentes. Lo mismo que su predecesor, el nuevo califa ha visto su reino agitado por los gritos y las convulsiones del pueblo. Aïchah se hizo guerrera y se puso a la cabeza de un partido enemigo de Alí. La profecía se acabó de cumplir cuando los perros de Zicar ladraron al verla; en esa ocasión ella quiso volverse atrás, pero cincuenta guerreros detuvieron su dromedario y le juraron, para obligarla a seguir, que aquella aldea tenía otro nombre; esa fue la primera vez que los islamitas pronunciaron el nombre de Dios en vano. Pero el castigo fue terrible y la batalla de aquel día fue sangrienta entre las sangrientas. Al fin la viuda del profeta fue vencida y Alí quiso al principio hacerla expiar su traición pronunciando una sentencia de divorcio póstumo entre ella y Mahoma; luego la perdonó.

Ahora todo parece haber recobrado su calma; el pueblo completo se ha inclinado ante el jefe íntegro y austero, y el equilibrio es, aparentemente, perfecto.

En Alí nada ha cambiado: su existencia sigue siendo sencilla, honesta; vive en un palacio pero sabe que ese palacio pertenece al Estado y no a él.

Hoy justamente va a presidir el Diwán y aunque su alma está llena de presentimientos mortales, su rostro está tranquilo y sus palabras son, como siempre, sensatas y justas. Ante sus consejeros, sigue siendo el jefe más escrupuloso y más atento aunque en el interior de su alma sea el hombre más desgraciado.

La sala del Consejo está alumbrada por grandes lámparas colgantes, pues aunque la hora sea poco avanzada, la oscuridad comienza ya a ser muy grande; el mes de Ramadán cae este año en invierno.

Alí escucha las acusaciones, las súplicas, las defensas, y luego dicta sentencias breves y sin apelación.

A un gobernador poco escrupuloso, le envía el siguiente dístico:

"Por culpa vuestra los hombres dichosos disminuyen y los hombres que se quejan aumentan. Al recibir este mensaje, abandonad vuestro puesto".

Cuando la discusión sobre los asuntos graves termina, los consejeros empiezan a reír y a hablar de negocios particulares.

Entonces Alí llama un esclavo y le da orden de que apague las lámparas, diciendo:

-Nosotros no debemos usar las luces pagadas por el tesoro público para hablar de nuestras cuestiones privadas.

Los miembros del Diwán encuentran exagerada la probidad del Califa y se retiran, uno por uno, para poder, fuera del palacio, murmurar y reír.

La luna muestra al fin su rostro pálido y una niebla azulada comienza a llenar el patio interior y a envolver las columnas y las ojivas de la real mansión. Alí abre una de las ventanas. La noche está templada; el soplo de la primavera comienza a entibiar la temperatura. El agua brota silenciosa del surtidor para caer luego en lluvia sonora sobre el mármol de la fuente que parece, a la luz de la luna plateada, un enorme círculo de nieve.

El Califa mira sin poner atención en lo que ve. Al fin cree oír una lluvia de lágrimas y entonces se dice a sí mismo: "¿Por qué llorar? ¿Qué importa la muerte?" Él está seguro de que este es el último día de su existencia... Sí, él está seguro de ello, pero también lo está de que la muerte de un hombre justo no es sino el principio del eterno descanso y de la dicha eterna. ¿A qué obedecen, pues, ese temblor nervioso y esa angustia secreta?

Al fin cierra los ojos, tratando de leer claramente la última página del libro misterioso de su destino, haciendo esfuerzos por adivinar cómo debe morir... La mirada de su imaginación cree verlo todo claramente: él acaba de entrar en la mezquita para hacer sus oraciones matinales; de pronto siéntese rodeado de sables desnudos cuyas hojas parecen ya teñidas de sangre al reflejo luminoso de las vidrieras encarnadas; el filo de un puñal le desgarra el corazón... luego reconoce aquel hermoso puñal que el mismo había regalado, pocos días antes, al que hoy es su asesino después de haber sido su amigo.

Sus labios pálidos no dicen sino:

-Nosotros pertenecemos a Dios y la muerte es la vuelta al paraíso.

Pero un escalofrío terrible sacude su cuerpo y le hace abrir los ojos. El patio lleno de claridad azulada lo deslumbra.

Entonces se presenta un esclavo:

-Señor, aquí hay una mujer que pide justicia. Hace muchas horas que os aguarda y nadie puede hacerla partir.

El Califa responde:

-Es preciso no hacer nunca esperar a los que piden justicia. Dejadla entrar.

Y la mujer entra y se arrodilla diciendo:

-Comendador de los creyentes, heme aquí... ¿Me reconocéis?

-Siete años han transcurrido ya desde que te vi por última vez -dijo Alí- y sin embargo te reconozco ¡oh pecadora cuyo arrepentimiento me desconcierta! ¿Vienes para expiar tu crimen?

-Sí, Comendador; vengo, como la primera vez, a buscar el castigo que mis culpas merecen... Sólo que hoy mi sacrificio es más grande que en otro tiempo ¿Qué podía yo ofrecer a Dios, hace siete años, sino un cuerpo lleno de pecados y un alma llena de desesperación?... Hoy todo ha cambiado y a pesar de lo que el arrepentimiento me hace sufrir yo era dichosa porque mi hijo, que es hermoso como un lirio, secaba mis lágrimas con su sonrisa y vendaba mis heridas con sus caricias y borraba las manchas de mi pecado con sus besos; y yo oía más su voz adorada que la voz de mi arrepentimiento...

-¡Sin embargo has vuelto!

-Sí, pero en realidad yo ya no existo. Mi verdadero tormento consiste en haberme separado de él, y el suplicio que te pido de rodillas no servirá sino para curar mis dolores con el olvido clemente de la muerte.

-Yo -dijo Alí- soñando que iba a morir, temblé a pesar mío ante la imagen de la muerte, y tú no tiemblas ante ella ¡oh mujer valiente cuyas manos desgarran el corazón para desterrar el pecado!... Mi alma comienza a tranquilizarse y la luz eterna brilla ante mis ojos; he comenzado ya a caminar por el gran camino que conduce al infinito y me ha sido dado ver mi ultima noche...

Luego puso su mano de sabio y de justo sobre la cabeza de la mujer arrodillada y terminó su discurso:

-Sí, hija mía: deja florecer de nuevo el lirio de tu corazón, ama a tu hijo y vive sin remordimiento porque Dios te ha perdonado ya.

Publicado por Antonio F. Rodríguez.