Título: Buda en el ático Autora: Julie Otsaka
Páginas: 160 pág.
Editorial: Duomo
Precio: 15,01 euros
Año de edición: 2012
La supervivencia demanda que olvidemos los recuerdos dolorosos que nos atañen; la justicia, que se saquen a la luz aquellos sufridos por otros y que forman parte de un pasado que no hemos sufrido porque hemos tenido la suerte de no haber nacido dónde y cuándo ellos lo hicieron; estos hay que darlos a conocer para que no se olviden, porque el sufrimiento fue debido a la crueldad de otros que, creyéndose superiores, los sometieron a su peor arbitrio. Como en la historia de un grupo de japonesas que nos relata esta novela.
Lo más singular de este libro es su fórmula para hacernos conocer y vivir lo que padecieron un grupo de mujeres japonesas de muy variadas edades que, engañadas por una publicidad que ofrecía lo que nunca se cumplió y estimuladas por no querer seguir lo que las condiciones familiares de pobreza y las culturales de un país en tránsito entre la civilización milenaria arcaica y la moderna dictaban para ellas, marcharon a Estados Unidos. La fórmula es la narración en primera persona del plural para contarnos ese destino colectivo que, sin embargo, y visto en detalle, nos ofrece importantes diferencias en las experiencias que tuvieron unas u otras. La fórmula literaria realmente original es la de un relato contado por una especie de voz colectiva, que parece ser a la vez la de cada una y la de toda a la vez, porque cada una de sus diferentes individualidades está representada en ese plural. De esa manera, la autora nos habla de las ilusiones de esas mujeres al embarcar, basándose nada más que en unas fotografías y unas cartas de los futuros maridos que habían pagado a los padres de las jóvenes lo estipulado como dote. Unos hombres que en muchas ocasiones ni siquiera eran quienes se habían fotografiado y tampoco eran los verdaderos autores de las cartas, pues esos idílicos maridos, en su mayoría eran analfabetos, además de pobres.
En ocho capítulos monográficos sobre los distintos aspectos más importantes de la vida de esas mujeres, se recorren sus experiencias y las maneras de afrontar las decepciones y las durezas de una vida que se les había prometido relajada y cuya realidad distaba mucho de serlo. Los títulos son muy explícitos y sintetizan el contenido: ¡Venid japonesas!, La primera noche, Blancos, Los bebés, Los hijos, Traidores, El último día, Una desaparición…
En unos casos eran chicas jóvenes y pobres, sin futuro, cuyos padres necesitaban conseguir el dinero y vino de la dote que pagaban los japoneses que ya llevaban tiempo emigrados en EE. UU. y no tenían otras oportunidades de casarse. En otros, habían estado cuidando de un familiar directo y tras su muerte, se liberaban. Algunas, sencillamente no podían encontrar pareja en sus pueblos por haber sido los jóvenes atraídos antes que ellas por un futuro mejor muy lejos de su país y quedar el medio rural sin hombres. Otras, incluso, dejaron a algún hijo al cuidado de los parientes para buscar ese futuro que preveían mejoraría el estar durante largas jornadas agachadas en el arrozal.
Desde que pusieron el pie en tierra, se dieron cuenta de su equivocación, una sensación que se hizo real la misma noche de la llegada en la que los hombres, ávidos de relaciones sexuales, no les dieron tregua. Esta percepción del error se acrecentó cuando descubrieron las mentiras, pues las granjas no eran de su propiedad, sino los lugares donde trabajarían, ellas también, de sol a sol, sin descanso ni reposo. Pero ya no había marcha atrás. Había que adaptarse.
Enseguida debieron aprender la manera de sobrellevar la xenofobia en un país donde los japoneses eran considerados lo peor de todos los extranjeros, incluso peor que los negros, y así se hicieron invisibles, bajaban la cabeza ante los capataces y decían sí señor a todo, aunque todo fuera todo. Tuvieron que sufrir también el machismo de la sociedad y el de sus propios maridos.
Más tarde, como contrapartida a realizar los trabajos más penosos que nadie quería, los japoneses fueron haciéndose necesarios para el cultivo de diferentes productos del campo, lo que, unido a las interminables jornadas y a su vida miserable guardando todo lo que podían de sus salarios, permitió que algunos fueran adquiriendo con mucho esfuerzo terrenos y que prosperaran. Otras iban a trabajar como criadas en las casas, circunstancia que no habían contado en las cartas a sus familias, pues en Japón era considerado como el trabajo más denigrante y lo cierto es que en su país comían mejor y el trabajo era más llevadero. También hubo quien encontró trabajo en el prostíbulo; para ellas siempre había clientes, aunque los precios fueran inferiores. A lo largo de los años, fueron haciéndose con restaurantes en el barrio japonés que «era más japonés que el pueblo que habíamos dejado atrás», mientras los japoneses no eran admitidos en restaurantes de «blancos».
En este ambiente de trabajo, trabajo y solo trabajo, en la sociedad norteamericana soplaron vientos de guerra que ellas no entendían y, sin embargo, esa guerra lejana les sorprendió cuando algunos de los hombres empezaron a desaparecer y otros eran detenidos con poca o ninguna explicación y «… de repente nos convertimos en enemigos». Quemaron las pocas cosas que guardaban de su cultura para que no los asociaran con los enemigos lejanos. A pesar de ello, sufrieron incendios en sus casas provocados por los vecinos que los miraban mal. En este ambiente comenzó a hablarse de deportaciones de los hombres y ellas a sufrir por sus maridos y su futuro. Les conminaron a vender sus propiedades y pequeños negocios «como contribución a la guerra». Y así llegó el último día, el de la marcha dejando atrás una vida de dureza y también, cómo no, de pequeñas ilusiones. De ellos apenas quedó un leve recuerdo que nadie intentó nunca reavivar. Hoy sabemos que fueron más de 125.000 los japoneses que fueron llevados a campos de concentración.
Un libro que se lee muy bien porque nada de la dureza de lo narrado tiene tintes melodramáticos. Muy interesante.
La traducción es de la barcelonesa Carme Font.
Julie Otsuka (California,1962) pertenece ya a la generación de norteamericanos que nacieron en los EE. UU., los llamados «nisei» mientras su padre era «issei», nacido en Japón. Estudió Bellas Artes en varias universidades. Su dedicación a la escritura y los temas que trató en sus primeras novelas tenían relación con la emigración japonesa a EE. UU. y cómo fueron llevados muchos de ellos a campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Sus padres sufrieron esas situaciones, por sus libros son testimonios para que no se olviden hechos tan crueles.
Es una autora que ha visto reconocida obra, algo escasa, formada solo por tres novelas y algún relato, con premios de calado como el PEN/Faulkner, el Femina y ha sido finalista del National Book Award.
Publicado por Paloma Martínez.
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