Ya hemos hablado aquí del uruguayo Felisberto Hernández (Montevideo,
1902-1954), uno de los escritores más originales y sorprendentes que pueden leerse. Un «raro» que influyó poderosamente en Borges, Cortázar e Italo Calvino.
Empezó a tocar el piano a los 9 años y fué un gran concertista que recorrió todo Uruguay y Argentina. Pero lo que le hizo famoso fueron los cuentos fantásticos que escribió desde los 23 años. Hoy os traigo un regalo muy especial: uno de sus relatos más famosos. Que lo disfrutéis.
Nadie encendía las lámparas
Hace mucho tiempo leía yo un cuento en una sala antigua.
Al principio entraba por una de las persianas un poco de sol. Después se iba
echando lentamente encima de algunas personas hasta alcanzar una mesa que tenía
retratos de muertos queridos. A mí me costaba sacar las palabras del cuerpo como
de un instrumento de fuelles rotos. En las primeras sillas estaban dos viudas
dueñas de casa; tenían mucha edad, pero todavía les abultaba bastante el pelo de
los moños. Yo leía con desgano y levantaba a menudo la cabeza del papel; pero
tenía que cuidar de no mirar siempre a una misma persona; ya mis ojos se habían
acostumbrado a ir a cada momento a la región pálida que quedaba entre el vestido
y el moño de una de las viudas. Era una cara quieta que todavía seguiría
recordando por algún tiempo un mismo pasado. En algunos instantes sus ojos
parecían vidrios ahumados detrás de los cuales no había nadie. De pronto yo
pensaba en la importancia de algunos concurrentes y me esforzaba por entrar en
la vida del cuento. Una de las veces que me distraje vi a través de las
persianas moverse palomas encima de una estatua. Después vi, en el fondo de la
sala, una mujer joven que había recostado la cabeza contra la pared; su melena
ondulada estaba muy esparcida y yo pasaba los ojos por ella como si viera una
planta que hubiera crecido contra el muro de una casa abandonada. A mí me daba
pereza tener que comprender de nuevo aquel cuento y transmitir su significado;
pero a veces las palabras solas y la costumbre de decirlas producían efecto sin
que yo interviniera y me sorprendía la risa de los oyentes. Ya había vuelto a
pasar los ojos por la cabeza que estaba recostada en la pared y pensé que la
mujer acaso se hubiera dado cuenta; entonces, para no ser indiscreto, miré hacia
la estatua. Aunque seguía leyendo, pensaba en la inocencia con que la estatua
tenía que representar un personaje que ella misma no comprendería. Tal vez ella
se entendería mejor con las palomas: parecía consentir que ellas dieran vueltas
en su cabeza y se posaran en el cilindro que el personaje tenía recostado al
cuerpo. De pronto me encontré con que había vuelto a mirar la cabeza que estaba
recostada contra la pared y que en ese instante ella había cerrado los ojos.
Después hice el esfuerzo de recordar el entusiasmo que yo tenía las primeras
veces que había leído aquel cuento; en él había una mujer que todos los días iba
a un puente con la esperanza de poder suicidarse. Pero todos los días surgían
obstáculos. Mis oyentes se rieron cuando en una de las noches alguien le hizo
una proposición y la mujer, asustada, se había ido corriendo para su casa.
La mujer de la pared también se reía y daba vuelta la
cabeza en el muro como si estuviera recostada en una almohada. Yo ya me había
acostumbrado a sacar la vista de aquella cabeza y ponerla en la estatua. Quise
pensar en el personaje que la estatua representaba; pero no se me ocurría nada
serio; tal vez el alma del personaje también habría perdido la seriedad que tuvo
en vida y ahora andaría jugando con las palomas. Me sorprendí cuando algunas de
mis palabras volvieron a causar gracia; miré a las viudas y vi que alguien se
había asomado a los ojos ahumados de la que parecía más triste. En una de las
oportunidades que saqué la vista de la cabeza recostada en la pared, no miré la
estatua sino a otra habitación en la que creí ver llamas encima de una mesa;
algunas personas siguieron mi movimiento; pero encima de la mesa sólo había una
jarra con flores rojas y amarillas sobre las que daba un poco de sol.
Al terminar mi cuento se encendió el barullo y la gente
me rodeó; hacían comentarios y un señor empezó a contarme un cuento de otra
mujer que se había suicidado. Él quería expresarse bien pero tardaba en
encontrar las palabras; y además hacía rodeos y digresiones. Yo miré a los demás
y vi que escuchaban impacientes; todos estábamos parados y no sabíamos qué hacer
con las manos. Se había acercado la mujer que usaba esparcidas las ondas del
pelo. Después de mirarla a ella, miré la estatua. Yo no quería el cuento porque
me hacía sufrir el esfuerzo de aquel hombre persiguiendo palabras: era como si
la estatua se hubiera puesto a manotear las palomas.
La gente que me rodeaba no podía dejar de oír al señor
del cuento; él lo hacía con empecinamiento torpe y como si quisiera decir: «soy
un político, sé improvisar un discurso y también contar un cuento que tenga su
interés».
Entre los que oíamos había un joven que tenía algo
extraño en la frente: era una franja oscura en el lugar donde aparece el pelo; y
ese mismo color -como el de una barba tupida que ha sido recién afeitada y
cubierta de polvos- le hacía grandes entradas en la frente. Miré a la mujer del
pelo esparcido y vi con sorpresa que ella también me miraba el pelo a mí. Y fue
entonces cuando el político terminó el cuento y todos aplaudieron. Yo no me
animé a felicitarlo y una de las viudas dijo: «siéntense, por favor». Todos lo
hicimos y se sintió un suspiro bastante general; pero yo me tuve que levantar de
nuevo porque una de las viudas me presentó a la joven del pelo ondeado: resultó
ser sobrina de ella. Me invitaron a sentarme en un gran sofá para tres; de un
lado se puso la sobrina y del otro el joven de la frente pelada. Iba a hablar la
sobrina, pero el joven la interrumpió. Había levantado una mano con los dedos
hacia arriba -como el esqueleto de un paraguas que el viento hubiera doblado- y
dijo:
-Adivino en usted un personaje solitario que se
conformaría con la amistad de un árbol.
Yo pensé que se había afeitado así para que la frente
fuera más amplia, y sentí maldad de contestarle:
-No crea; a un árbol, no podría invitarlo a pasear.
Los tres nos reímos. Él echó hacia atrás su frente
pelada y siguió:
-Es verdad; el árbol es el amigo que siempre se queda.
Las viudas llamaron a la sobrina. Ella se levantó
haciendo un gesto de desagrado; yo la miraba mientras se iba, y sólo entonces me
di cuenta que era fornida y violenta. Al volver la cabeza me encontré con un
joven que me fue presentado por el de la frente pelada. Estaba recién peinado y
tenía gotas de agua en las puntas del pelo. Una vez yo me peiné así, cuando era
niño, y mi abuela me dijo: «Parece que te hubieran lambido las vacas.» El recién
llegado se sentó en el lugar de la sobrina y se puso a hablar.
-¡Ah, Dios mío, ese señor del cuento, tan
recalcitrante!
De buena gana yo le hubiera dicho: «¿Y usted?, ¿tan
femenino?» Pero le pregunté:
-¿Cómo se llama?
-¿Quién?
-El señor... recalcitrante.
-Ah, no recuerdo. Tiene un nombre patricio. Es un
político y siempre lo ponen de miembro en los certámenes literarios.
Yo miré al de la frente pelada y él me hizo un gesto
como diciendo: «¡Y qué le vamos a hacer!»
Cuando vino la sobrina de las viudas sacó del sofá al «femenino» sacudiéndolo de un brazo y haciéndole caer gotas de agua en el saco.
Y enseguida dijo:
-No estoy de acuerdo con ustedes.
-¿Por qué?
-...y me extraña que ustedes no sepan cómo hace el
árbol para pasear con nosotros.
-¿Cómo?
-Se repite a largos pasos.
Le elogiamos la idea y ella se entusiasmó:
-Se repite en una avenida indicándonos el camino;
después todos se juntan a lo lejos y se asoman para vernos; y a medida que nos
acercamos se separan y nos dejan pasar.
Ella dijo todo esto con cierta afectación de broma y
como disimulando una idea romántica. El pudor y el placer la hicieron enrojecer.
Aquel encanto fue interrumpido por el femenino:
-Sin embargo, cuando es la noche en el bosque, los
árboles nos asaltan por todas partes; algunos se inclinan como para dar un paso
y echársenos encima; y todavía nos interrumpen el camino y nos asustan abriendo
y cerrando las ramas.
La sobrina de las viudas no se pudo contener.
-¡Jesús, pareces Blancanieves!
Y mientras nos reíamos, ella me dijo que deseaba
hacerme una pregunta y fuimos a la habitación donde estaba la jarra con flores.
Ella se recostó en la mesa hasta hundirse la tabla en el cuerpo; y mientras se
metía las manos entre el pelo, me preguntó:
-Dígame la verdad: ¿por qué se suicidó la mujer de su
cuento?
-¡Oh!, habría que preguntárselo a ella.
-Y usted, ¿no lo podría hacer?
-Sería tan imposible como preguntarle algo a la imagen
de un sueño.
Ella sonrió y bajó los ojos. Entonces yo pude mirarle
toda la boca, que era muy grande. El movimiento de los labios, estirándose hacia
los costados, parecía que no terminaría más; pero mis ojos recorrían con gusto
toda aquella distancia de rojo húmedo. Tal vez ella viera a través de los
párpados; o pensara que en aquel silencio yo no estuviera haciendo nada bueno,
porque bajó mucho la cabeza y escondió la cara. Ahora mostraba toda la masa del
pelo; en un remolino de las ondas se le veía un poco de la piel, y yo recordé a
una gallina que el viento le había revuelto las plumas y se le veía la carne. Yo
sentía placer en imaginar que aquella cabeza era una gallina humana, grande y
caliente; su calor sería muy delicado y el pelo era una manera muy fina de las
plumas.
Vino una de las tías -la que no tenía los ojos
ahumados- a traernos copitas de licor. La sobrina levantó la cabeza y la tía le
dijo:
-Hay que tener cuidado con éste; mira que tiene ojos de
zorro.
Volví a pensar en la gallina y le contesté:
-¡Señora! ¡No estamos en un gallinero!
Cuando nos volvimos a quedar solos y mientras yo
probaba el licor -era demasiado dulce y me daba náuseas-, ella me preguntó:
-¿Usted nunca tuvo curiosidad por el porvenir?
Había encogido la boca como si la quisiera guardar
dentro de la copita.
-No, tengo más curiosidad por saber lo que le ocurre en
este mismo instante a otra persona; o en saber qué haría yo ahora si estuviera
en otra parte.
-Dígame, ¿qué haría usted ahora si yo no estuviera
aquí?
-Casualmente lo sé: volcaría este licor en la jarra de
las flores.
Me pidieron que tocara el piano. Al volver a la sala la
viuda de los ojos ahumados estaba con la cabeza baja y recibía en el oído lo que
la hermana le decía con insistencia. El piano era pequeño, viejo y desafinado.
Yo no sabía qué hacer; pero apenas empecé a probarlo la viuda de los ojos
ahumados soltó el llanto y todos nos callamos. La hermana y la sobrina la
llevaron para adentro; y al ratito vino la sobrina y nos dijo que su tía no
quería oír música desde la muerte de su esposo -se habían amado hasta llegar a
la inocencia.
Los invitados empezaron a irse. Y los que quedamos
hablábamos en voz cada vez más baja a medida que la luz se iba. Nadie encendía
las lámparas.
Yo me iba entre los últimos, tropezando con los
muebles, cuando la sobrina me detuvo:
-Tengo que hacerle un encargo.
Pero no me dijo nada: recostó la cabeza en la pared del
zaguán y me tomó la manga del saco.
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
Filisberto es grande. Al margen...
ResponderEliminarSi no habéis leído "El Enano" deberíais hacerlo. Si ya lo habéis hecho, a lo mejor os provoca echar un vistazo
http://www.julianbluff.blogspot.com.es/2016/05/critica-de-el-enano-de-par-lagerkvist.html
y dejar vuestra opinión sobre lo que os ha parecido ¿Estamos, realmente, ante una obra maestra?
¡Un abrazo!.
Hola, Julian: Gracias por el comentario. Lo leí hace tiempo y me fascinó (http://laantiguabiblos.blogspot.com.es/2011/01/el-verdugo-el-enano-par-lagerkvist.html).
EliminarEn mi opinión, sí, es una obra maestra.
Salud y libros.