![]() |
| Charles Dickens |
Historia del pariente pobre
Se resistía mucho a anteponerse a tantos respetables miembros de la familia iniciando la ronda de historias que iban a contarse, sentados en un amplio círculo junto al fuego de Navidad; y propuso, con modestia, que sería más apropiado que «John, nuestro estimado anfitrión» (por cuya salud pidió que se brindara) tuviera la amabilidad de comenzar. En cuanto a él, dijo que estaba tan poco acostumbrado a abrir camino que realmente… Pero como todos protestaron a coro que debía empezar, y convinieron unánimemente en que podía, debía y tenía que hacerlo, dejó de frotarse las manos, sacó las piernas de debajo del sillón y comenzó.
—No me cabe duda —dijo el pariente pobre— de que sorprenderé a los miembros aquí reunidos de nuestra familia, y en especial a John, nuestro estimado anfitrión, a quien tanto debemos por la generosa hospitalidad con que hoy nos ha recibido, con la confesión que estoy a punto de hacer. Pero, si me conceden el honor de sorprenderse por algo que diga una persona tan poco importante en la familia como yo, solo puedo prometer que seré escrupulosamente exacto en todo cuanto relate.
No soy lo que se cree que soy; soy algo muy distinto. Tal vez, antes de seguir adelante, convenga que me detenga un momento en aquello que se supone que soy.
Se supone, si no me equivoco —y los miembros aquí presentes de la familia me corregirán si lo hago, lo cual es muy probable (aquí el pariente pobre miró con dulzura a su alrededor, esperando una contradicción)—, que no soy enemigo de nadie sino de mí mismo. Que nunca he tenido éxito particular en nada. Que fracasé en los negocios por ser poco práctico y crédulo, al no prever los designios interesados de mi socio. Que fracasé en el amor por ser ridículamente confiado, al creer imposible que Christiana pudiera engañarme. Que fracasé en las expectativas que tenía puestas en mi tío Chill por no haber sido tan sagaz como él hubiera deseado en los asuntos mundanos. Que, a lo largo de la vida, he sido en general utilizado y defraudado. Que en la actualidad soy un soltero de entre cincuenta y nueve y sesenta años, que vive de unos ingresos limitados en forma de asignación trimestral, a los que —veo— John, nuestro estimado anfitrión, preferiría que no volviera a aludir.
En cuanto a mis ocupaciones y hábitos presentes, se supone lo siguiente.
Vivo en una pensión de Clapham Road —una habitación trasera muy limpia, en una casa muy respetable—, donde se espera que no esté en casa durante el día, salvo que me encuentre indispuesto; y que suelo abandonar cada mañana a las nueve, con el pretexto de ir a trabajar. Desayuno —mi panecillo con mantequilla y mi media pinta de café— en el café de toda la vida, cerca del puente de Westminster; y después voy a la City —no sé muy bien por qué—, me siento en el café Garraway, paso por la Bolsa, deambulo sin rumbo, y me asomo a algunas oficinas y casas de comercio donde ciertos parientes o conocidos tienen la amabilidad de tolerar mi presencia, y donde me coloco junto al fuego si el tiempo es frío. Paso el día de este modo hasta las cinco, y entonces ceno, a un coste medio de un chelín y tres peniques. Como aún me queda algo de dinero para el entretenimiento nocturno, entro de nuevo en el café de siempre de camino a casa, tomo mi taza de té y quizá un poco de pan tostado. Así, cuando la aguja grande del reloj vuelve a señalar la hora de la mañana, regreso a Clapham Road y me acuesto en cuanto llego a mi alojamiento, pues encender el fuego resulta caro y la familia se opone a ello porque da trabajo y ensucia.
A veces, alguno de mis parientes o conocidos tiene la amabilidad de invitarme a cenar. Ésas son ocasiones festivas, y entonces suelo pasear por el parque. Soy un hombre solitario y rara vez camino acompañado. No es que me eviten por ir mal vestido, pues no voy en absoluto desaliñado: siempre llevo un traje negro bastante decente (o, más bien, de mezcla Oxford, que parece negro y se conserva mucho mejor); pero he adquirido el hábito de hablar en voz baja y de guardar silencio, mis ánimos no son altos, y soy consciente de que no resulto una compañía atractiva.
La única excepción a esta regla general es el hijo de mi primo hermano, el pequeño Frank. Siento por ese niño un afecto especial, y él me corresponde con mucho cariño. Es tímido por naturaleza, y en medio de la multitud enseguida es arrollado —por así decirlo— y olvidado. Sin embargo, él y yo nos entendemos extraordinariamente bien. Tengo la impresión de que, con el tiempo, el pobre niño acabará heredando mi peculiar posición dentro de la familia. Hablamos poco; aun así, nos comprendemos. Caminamos cogidos de la mano, y sin necesidad de muchas palabras él sabe lo que quiero decir y yo sé lo que él quiere decir. Cuando era muy pequeño, solía llevarlo a los escaparates de las jugueterías y le mostraba los juguetes del interior. Es sorprendente lo pronto que comprendió que yo le habría hecho muchísimos regalos si mis circunstancias me lo hubieran permitido.
El pequeño Frank y yo vamos a ver el exterior del Monumento —le encanta el Monumento—, los puentes y todas las atracciones que no cuestan dinero. En dos de mis cumpleaños hemos cenado ternera à la mode, hemos ido al teatro pagando media entrada y nos hemos interesado muchísimo. Una vez caminaba con él por Lombard Street, que visitamos a menudo porque le he dicho que allí hay grandes riquezas —le encanta Lombard Street—, cuando un caballero, al pasar, me dijo: «Señor, a su hijito se le ha caído el guante». Les aseguro que, si me disculpan por detenerme en una circunstancia tan trivial, esa mención casual del niño como si fuera mío me conmovió profundamente y me hizo saltar lágrimas necias a los ojos.
Cuando envíen al pequeño Frank a la escuela, en el campo, me sentiré muy perdido sin saber qué hacer conmigo mismo; pero tengo la intención de ir caminando hasta allí una vez al mes y verlo en una media jornada libre. Me dicen que entonces estará jugando en el Heath; y si mis visitas se consideraran inconvenientes, por perturbar al niño, podré verlo desde lejos sin que él me vea, y regresar andando. Su madre procede de una familia muy distinguida y, lo sé bien, desaprueba que pasemos demasiado tiempo juntos. Sé que no soy la persona más indicada para mejorar su carácter retraído; pero creo que, si nos separaran por completo, me echaría de menos más allá del sentimiento del momento.
Cuando muera en Clapham Road, no dejaré en este mundo mucho más de lo que me llevaré de él; pero ocurre que poseo una miniatura de un niño de rostro luminoso, cabellos rizados y la pechera de la camisa abierta ondulando sobre el pecho (mi madre mandó hacerla para mí, aunque no puedo creer que alguna vez se pareciera), que no valdrá nada para venderla y que rogaré sea entregada a Frank. He escrito para acompañarla una breve carta a mi querido niño, en la que le digo cuánto siento separarme de él, aunque debo confesar que no sé por qué motivo habría de permanecer aquí. Le he dado algunos consejos breves, lo mejor que he podido, para advertirle de las consecuencias de no ser enemigo de nadie sino de sí mismo; y he procurado consolarlo por lo que temo que considere una pérdida, señalándole que yo no era sino algo superfluo para todos salvo para él, y que, al no haber logrado encontrar un lugar en esta gran asamblea, estaré mejor fuera de ella.
Tal —dijo el pariente pobre, carraspeando y alzando un poco la voz— es la impresión general que se tiene de mí. Ahora bien, hay una circunstancia notable, que constituye el propósito mismo de mi historia: todo eso es falso. Ésa no es mi vida, ni ésos son mis hábitos. Ni siquiera vivo en Clapham Road. Comparativamente hablando, muy rara vez estoy allí. Resido la mayor parte del tiempo en un… casi me avergüenza decir la palabra, suena tan pretenciosa… en un castillo. No quiero decir que sea una antigua morada señorial, pero aun así es un edificio conocido por todos con el nombre de Castillo. En él conservo los pormenores de mi historia, que son los siguientes:
Fue cuando tomé a John Spatter —que había sido mi empleado— como socio, y cuando yo era todavía un joven de no más de veinticinco años que residía en casa de mi tío Chill, de quien tenía grandes expectativas, cuando me atreví a proponerle matrimonio a Christiana. Había amado a Christiana durante mucho tiempo. Era muy hermosa y encantadora en todos los sentidos. Desconfiaba un poco de su madre viuda, a quien temía de carácter intrigante y mercenario; pero, por amor a Christiana, pensaba de ella tan bien como podía. Nunca había amado a nadie que no fuera Christiana, y desde nuestra infancia ella había sido todo para mí… y, ¡oh!, mucho más que todo.
Christiana me aceptó con el consentimiento de su madre, y fui realmente muy feliz. Mi vida en casa de mi tío Chill era sobria y monótona, y mi habitación en la buhardilla tan monótona, desnuda y fría como una celda elevada de alguna severa fortaleza del norte. Pero, con el amor de Christiana, no necesitaba nada en la tierra. No habría cambiado mi suerte por la de ningún otro ser humano.
La avaricia era, por desgracia, el vicio dominante de mi tío Chill. Aunque era rico, escatimaba, regateaba, se aferraba a todo y vivía miserablemente. Como Christiana no tenía fortuna, durante algún tiempo temí confesarle nuestro compromiso; pero, al fin, le escribí una carta contándole la verdad. Se la puse en la mano una noche, al irme a la cama.
A la mañana siguiente, al bajar las escaleras tiritando en el aire helado de diciembre —más frío en la casa sin calefacción de mi tío que en la calle, donde el sol invernal brillaba a veces y, en cualquier caso, se veía animada por los rostros y las voces alegres de los transeúntes—, avancé con el corazón oprimido hacia la larga y baja sala del desayuno donde mi tío solía sentarse. Era una estancia grande, con un fuego diminuto, y tenía un amplio ventanal que la lluvia había marcado durante la noche como con lágrimas de gente sin hogar. Daba a un patio desnudo, con el empedrado de piedra agrietado y unas rejas de hierro oxidadas medio arrancadas, desde donde una fea construcción anexa, que en otro tiempo había sido una sala de disección (en la época del gran cirujano que había hipotecado la casa a mi tío), parecía clavarle la mirada.
Nos levantábamos siempre tan temprano que, en esa época del año, desayunábamos a la luz de una vela. Cuando entré en la sala, mi tío estaba tan encogido por el frío, tan hecho un ovillo en su silla tras la única vela mortecina, que no lo vi hasta que me acerqué a la mesa.
Al tenderle la mano, alzó su bastón (pues, estando achacoso, siempre se desplazaba por la casa apoyándose en él), me lanzó un golpe y exclamó:
—¡Imbécil!
—Tío —respondí—, no esperaba que estuviera tan enfadado.
Y en verdad no lo esperaba, aunque era un anciano severo y colérico.
—¿Que no lo esperabas? —dijo—. ¿Cuándo has esperado algo en tu vida? ¿Cuándo has calculado o previsto nada, perro despreciable?
—¡Son palabras duras, tío!
—¿Duras? ¡Plumas para apedrear a un idiota como tú! —replicó—. ¡Aquí, Betsy Snap! ¡Míralo!
Betsy Snap era una vieja seca, de rostro duro y amarillento —nuestra única criada—, que a esa hora de la mañana estaba siempre ocupada en frotarle las piernas a mi tío. Cuando él le ordenó que me mirara, puso su flaca garra sobre la coronilla de ella, arrodillada a su lado, y le volvió el rostro hacia mí. Un pensamiento involuntario, que los relacionaba a ambos con la sala de disección —tal como debió de suceder a menudo en tiempos del cirujano—, cruzó por mi mente en medio de la ansiedad.
—¡Mira al mocoso llorón! —dijo mi tío—. ¡Mira al bebé! Éste es el caballero que, según dicen, no es enemigo de nadie sino de sí mismo. Éste es el caballero que no sabe decir que no. Éste es el caballero que ganaba tanto dinero en su negocio que el otro día tuvo que asociarse. Éste es el caballero que va a casarse con una mujer sin un penique, y que ha caído en manos de unas Jezabeles que especulan con mi muerte.
Comprendí entonces cuán grande era la furia de mi tío; pues nada menos que estar casi fuera de sí lo habría llevado a pronunciar esa última palabra, que le inspiraba tal repugnancia que nunca se decía ni se insinuaba ante él bajo ningún concepto.
—Con mi muerte —repitió, como si me desafiara desafiando su propia aversión a la palabra—. ¡Con mi muerte… muerte… Muerte! Pero arruinaré la especulación. Come por última vez bajo este techo, miserable enclenque, ¡y ojalá se te atraviese!
Puede suponerse que no tenía mucho apetito para el desayuno al que se me invitaba en tales términos; aun así, ocupé mi asiento de costumbre. Comprendí que mi tío me repudiaba desde ese instante; pero podía soportarlo bien, pues poseía el corazón de Christiana.
Vació su cuenco de pan con leche como siempre, solo que se lo puso sobre las rodillas, con la silla vuelta de espaldas a la mesa donde yo me sentaba. Cuando terminó, apagó cuidadosamente la vela; y el día frío, pizarroso y miserable se nos vino encima.
—Ahora, señor Michael —dijo—, antes de separarnos, quisiera tener unas palabras con esas damas en tu presencia.
—Como guste, señor —respondí—; pero se engaña usted a sí mismo y nos juzga con cruel injusticia si cree que en este acuerdo hay en juego algún sentimiento que no sea un amor puro, desinteresado y fiel.
—¡Mientes! —fue toda su respuesta.
Nos dirigimos, entre la nieve medio derretida y la lluvia medio congelada, a la casa donde vivían Christiana y su madre. Mi tío las conocía muy bien. Estaban desayunando y se sorprendieron al vernos tan temprano.
—A sus pies, señora —dijo mi tío a la madre—. Supongo que adivina usted el propósito de mi visita. Tengo entendido que aquí se encierra todo un mundo de amor puro, desinteresado y fiel. Me complace traerle cuanto necesita para completarse. Aquí tiene a su yerno, señora; y a su marido, señorita. Para mí este caballero es un perfecto desconocido, pero le deseo enhorabuena por su sensato trato.
Me gruñó al salir, y no volví a verlo jamás.
Es un completo error —continuó el pariente pobre— suponer que mi querida Christiana, persuadida e influida por su madre, se casó con un hombre rico, cuya carroza, en estos tiempos cambiados, me salpica de barro cada vez que pasa a mi lado. No, no. Se casó conmigo.
La forma en que llegamos a casarnos algo antes de lo previsto fue la siguiente. Yo había alquilado una habitación modesta y ahorraba y hacía planes por ella cuando, un día, me habló con gran seriedad y dijo:
—Mi querido Michael, te he entregado mi corazón. He dicho que te amo y me he comprometido a ser tu esposa. Te pertenezco en todas las circunstancias, buenas o malas, como si nos hubiéramos casado el mismo día en que pronuncié esas palabras. Te conozco bien, y sé que, si nos separáramos y se rompiera nuestra unión, toda tu vida quedaría ensombrecida, y todo aquello que incluso ahora podría fortalecerse en tu carácter para la lucha con el mundo quedaría reducido a una sombra.
—¡Dios me ayude, Christiana! —dije—. Dices la verdad.
—¡Michael! —dijo ella, poniendo su mano en la mía con toda la devoción propia de una doncella—. No sigamos separados más tiempo. Puedo vivir satisfecha con los medios de que dispones, y sé muy bien que tú eres feliz. Lo digo de corazón. No luches más solo; luchemos juntos. Mi querido Michael, no es justo que te oculte lo que tú no sospechas, pero que a mí me amarga la vida entera. Mi madre, sin considerar que lo que tú has perdido lo has perdido por mí, y con la certeza de mi fidelidad, pone su corazón en las riquezas y me impone otra pretensión, para mi desgracia. No puedo soportarlo, porque hacerlo sería serte infiel. Prefiero compartir tus luchas a contemplarlas desde fuera. No deseo un hogar mejor que el que tú puedas darme. Sé que aspirarás y trabajarás con mayor valentía si soy enteramente tuya; ¡que así sea, cuando tú quieras!
Aquel día fui verdaderamente bendecido, y se abrió ante mí un mundo nuevo. Nos casamos muy poco después, y llevé a mi esposa a nuestro hogar feliz. Ése fue el comienzo de la residencia de la que he hablado: el Castillo que desde entonces hemos habitado juntos data de ese tiempo. En él nacieron todos nuestros hijos. Nuestro primer hijo —hoy casado— fue una niña, a la que llamamos Christiana. Su hijo se parece tanto al pequeño Frank que apenas sé distinguirlos.
La idea general sobre la manera en que me trató mi socio es también completamente errónea. No empezó a tratarme con frialdad, como a un pobre simplón, cuando mi tío y yo nos enemistamos de forma tan funesta; ni después fue apoderándose poco a poco del negocio hasta apartarme de él. Al contrario, se comportó conmigo con la mayor lealtad y honradez.
Las cosas entre nosotros tomaron este rumbo. El mismo día de mi separación de mi tío, incluso antes de que llegaran a nuestra contaduría mis baúles (que él envió después, sin pagar el porte), bajé a nuestro despacho, situado en un pequeño muelle con vistas al río, y allí le conté a John Spatter lo sucedido. John no respondió diciendo que los parientes viejos y ricos eran hechos palpables y que el amor y los sentimientos eran fantasías vanas. Me habló así:
—Michael —dijo John—, fuimos juntos a la escuela, y por lo general yo tenía la habilidad de prosperar mejor que tú y de labrarme una reputación mayor.
—Así era, John —respondí.
—Aunque tomaba prestados tus libros y los perdía; te pedía dinero y nunca te lo devolvía; lograba que me compraras mis navajas estropeadas por un precio más alto del que yo había pagado por ellas nuevas; y asumías la culpa de las ventanas que yo había roto.
—Todo eso no merece mención, John Spatter —dije—, pero es cierto.
—Cuando estableciste este negocio incipiente, que promete prosperar tan bien —prosiguió John—, acudí a ti en busca de casi cualquier empleo, y me hiciste tu empleado.
—Sigue sin merecer mención, mi querido John Spatter —dije—; pero es igualmente cierto.
—Y al descubrir que yo tenía buena cabeza para los negocios y que resultaba realmente útil a la empresa, no quisiste retenerme en ese puesto y pensaste que era un acto de justicia hacerme pronto tu socio.
—Todavía menos digno de mención que esas otras pequeñas circunstancias que has recordado, John Spatter —dije—; pues entonces, como ahora, era consciente de tus méritos y de mis carencias.
—Ahora bien, buen amigo mío —dijo John, enlazando su brazo con el mío como solía hacer en la escuela, mientras dos embarcaciones, visibles por las ventanas de nuestro despacho —que tenían la forma de las ventanas de popa de un barco—, descendían suavemente por el río con la marea, como John y yo podríamos entonces navegar juntos, con confianza y fe, en el viaje de la vida—, bajo estas amistosas circunstancias debe haber un entendimiento claro entre nosotros. Eres demasiado confiado, Michael. No eres enemigo de nadie sino de ti mismo. Si yo, con un encogimiento de hombros, un movimiento de cabeza y un suspiro, difundiera ese carácter perjudicial entre nuestros conocidos, y si además abusara de la confianza que depositas en mí…
—Pero nunca abusarás de ella, John —observé.
—¡Nunca! —dijo él—; solo estoy planteando un supuesto… Si además abusara de esa confianza manteniendo una parte de nuestros asuntos comunes en la oscuridad, otra en la luz, y otra más en el claroscuro, fortalecería mi fuerza y debilitaría tu debilidad día tras día, hasta encontrarme al fin en el camino seguro hacia la fortuna, y a ti dejado atrás, en algún páramo desnudo, irremediablemente fuera de la ruta.
—Exactamente —dije yo.
—Para evitar esto, Michael —dijo John Spatter—, o la más remota posibilidad de que ocurra, debe haber absoluta franqueza entre nosotros. Nada debe ocultarse, y debemos tener un solo interés.
—Mi querido John Spatter —le aseguré—, eso es precisamente lo que quiero.
—Y cuando seas demasiado confiado —prosiguió John, con el rostro encendido de amistad—, deberás permitirme impedir que nadie se aproveche de ese defecto de tu naturaleza; no esperes que lo fomente…
—Mi querido John Spatter —le interrumpí—, no espero que lo fomentes. Deseo corregirlo.
—Y yo también —dijo John.
—¡Exactamente! —exclamé—. Ambos tenemos el mismo fin; y persiguiéndolo con honradez, confiando plenamente el uno en el otro y teniendo un solo interés, nuestra sociedad será próspera y feliz.
—¡Estoy seguro de ello! —respondió John Spatter. Y nos estrechamos la mano con el mayor afecto.
Llevé a John a mi Castillo y pasamos un día muy feliz. Nuestra sociedad prosperó. Mi amigo y socio suplió lo que a mí me faltaba, como yo había previsto, y al mejorar tanto el negocio como a mí mismo, reconoció con creces cualquier pequeño ascenso en la vida al que yo hubiera contribuido.
No soy —dijo el pariente pobre, mirando el fuego mientras se frotaba lentamente las manos— muy rico, pues nunca me importó serlo; pero tengo lo suficiente y estoy por encima de necesidades y angustias excesivas. Mi Castillo no es un lugar espléndido, pero es muy confortable; tiene un aire cálido y alegre, y es una verdadera imagen del hogar.
Nuestra hija mayor, muy parecida a su madre, se casó con el hijo mayor de John Spatter. Nuestras dos familias están unidas por otros estrechos lazos de afecto. Es muy agradable, por las noches, cuando estamos todos reunidos —lo cual sucede con frecuencia— y cuando John y yo recordamos los viejos tiempos y el único interés que siempre ha existido entre nosotros.
En mi Castillo, en verdad, no sé lo que es la soledad. Siempre hay algún hijo o nieto cerca, y las voces jóvenes de mis descendientes son deliciosas —¡oh, cuán deliciosas!— para mis oídos. Mi queridísima y devotísima esposa, siempre fiel, siempre amorosa, siempre solícita, sostén y consuelo, es la bendición inapreciable de mi casa, de la que nacen todas las demás. Somos una familia bastante musical, y cuando Christiana me ve, en cualquier momento, un poco cansado o abatido, se desliza hasta el piano y canta una dulce melodía que solía cantar cuando nos prometimos. Tan débil soy, que no puedo soportar oírla de labios de nadie más. La tocaron una vez en el teatro, cuando estuve allí con el pequeño Frank; y el niño, maravillado, dijo:
—Primo Michael, ¿de quién son estas lágrimas tan calientes que han caído en mi mano?
Tal es mi Castillo, y tales son los verdaderos pormenores de la vida que en él se conservan. A menudo llevo allí al pequeño Frank. Mis nietos lo reciben con alegría, y juegan juntos. En esta época del año —Navidad y Año Nuevo— rara vez salgo de mi Castillo; pues los recuerdos de la estación parecen retenerme en él, y sus enseñanzas parecen decirme que es bueno estar allí.
—¿Y el Castillo está…? —observó una voz grave y bondadosa entre los presentes.
—Sí. Mi Castillo —dijo el pariente pobre, moviendo la cabeza sin apartar la mirada del fuego— está en el aire. John, nuestro estimado anfitrión, ha señalado con exactitud su emplazamiento. ¡Mi Castillo está en el aire! He terminado. ¿Tendría la amabilidad de pasar la historia al siguiente?
Charles Dickens, 1852
Publicado por Antonio F. Rodríguez.

No hay comentarios:
Publicar un comentario