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Al gran escritor japonés Yukio Mishima lo atormentaban los fantasmas de una vejez decrépita. También consideraba que el vicio del intelectualismo era estéril y lamentable. Algo así como echar barriga. Un insulto al cuerpo. Frente al lenguaje de las palabras, está el lenguaje del cuerpo. La rotundidad de una mole maciza le encandilaba. El artista se convierte en un coloso que causa admiración. Las palabras son arrastradas por el viento, pero la belleza marmórea permanece. Mishima declaró querer hacer de su vida una obra de arte. Toda una performance.
El sesudo y breve ensayo El sol y el acero fue publicado en 1968. Mishima necesitaba justificar con complejos razonamientos su pasión culturista. Era un intelectual, después de todo. Por esta razón escribió este minucioso autoanálisis mental con rasgos autobiográficos, que él denomina «crítica confidencial». Reconoce que su entrega a las letras brotó naturalmente cuando era niño. En poco tiempo se convirtió en uno de los jóvenes escritores japoneses más prometedores. La estrafalaria conversión en un samurái moderno vino después. Fue una deriva exhibicionista radical, que acabó de manera tragicómica.
Mishima empezó a cultivar su cuerpo («mi jardín») con cerca de cuarenta años. Los instrumentos que escogió para alcanzar la perfección física fueron el sol (metáfora del bien supremo para Platón) y el acero. El sol calienta la piel. El cuerpo dorado posee un nimbo de sana vitalidad. El frío y duro acero templa el espíritu. Los músculos del héroe son prietos y compactos como el metal. El espíritu marcial no permite imaginaciones vanas. Rechaza las ideas y su carácter corrosivo. Se asemeja a una llama que arde incesantemente. Este fuego interior se vuelca en el esfuerzo. El esfuerzo supremo es el combate. En el combate perece el guerrero, alcanzando la gloria y conquistando el recuerdo.
Yukio Mishima creyó superar la escisión entre cuerpo y espíritu con el cincelado del cuerpo. La crítica intelectual sobraba. En todas sus elucubraciones late un profundo rechazo de la razón. La mente del escritor japonés empezó a extraviarse por los cerros de Úbeda de la irracionalidad. Desde su perspectiva, el mundo moderno desprecia la ética heroica del guerrero. En su lugar domina el hedonismo, que evita el dolor, fomenta el bienestar y se regodea con goces meramente intelectuales. Mishima elabora incluso un retrato-robot del intelectual: encerrado en su cuarto de estudio, enamorado de las ideas, apasionado por la belleza literaria y desdeñoso del esfuerzo físico. Es por definición hostil al sol. No digamos al acero.
Yukio Mishima fue un pálido erudito. Recuerda con cierta nostalgia el amor que tenía a su habitación en penumbra, la mesa atiborrada de libros, el «amortajado pensamiento introspectivo». Miguel de Unamuno lo llamaría un crustáceo espiritual. Pero el espíritu muere solitario encerrado en su torre de marfil. No fructifica en gestos heroicos, capaces de elevarse a la condición de símbolos. También se degrada el cuerpo. Se vuelve pálido, fofo, verdoso y enfermo. Así se anticipa una muerte sin gloria.
El divorcio entre cuerpo y alma lleva a un final intrascendente. Mishima interpreta el antiguo ideal de mens sana in corpore sano a su manera. Quiere conseguir la reconciliación entre carne e idea labrándose un cuerpo escultural. Un héroe vivo, no de mármol. El espíritu anima al músculo. Este chispazo se consuma en la lucha. Así se alcanza una combativa filosofía de la acción. El hombre de una pieza se afirma peleando. De este modo se reconoce a sí mismo y lo reconocen los demás. Es un ídolo, al menos para algunos.
Solo dos cosas más. Muerte trágica y comunidad. Mishima cree que el éxtasis se alcanza en el momento mismo de la muerte, siempre que ésta sea heroica. El destino del guerrero es trágico y trascendente. El guerrero no está solo: se une a otros guerreros. Juntos forman una comunidad orgánica con los mismos ideales. Esta fratría guerrera anula el individualismo. Es una secta. El adepto se sumerge en el grupo. El objetivo es el combate. Cuando el sol brilla refulgente en la espada de acero, se nubla el raciocinio, triunfando la muerte. En el nihilismo trágico de Mishima la única conclusión lógica parece ser la extinción.
El sol y el acero es el autoanálisis de un escritor insatisfecho y enamorado de la muerte. Su sacrificio por las viejas tradiciones japonesas quería ser un poema épico dirigido contra la modernidad. La estética fascista de Mishima no era una mera pose. Lo que se creía otro numerito de un escritor excéntrico acabó en suicidio ritual. La gente se quedó boquiabierta. Si esto es lo que perseguía, lo consiguió plenamente. Pero su aventura, en el fondo, fue más patética que trágica. La fantasía erótica de Mishima sobre morir joven y dejar un bonito cadáver no es nada recomendable. Lean este fascinante ensayo y saquen sus propias conclusiones.
Yukio Mishima (1925-1970) fue un escritor, actor, cineasta, esteta, provocador, agitador cultural, luchador de kendo, culturista, ideólogo de extrema derecha, jefe de banda armada, samurái y suicida japonés. Nació en Tokio como Kimitake Hiraoka en una familia de clase media alta. Su padre era subsecretario de pesca y admirador de los nazis. Kimitake se educó con su abuela, una mujer culta, agria y excéntrica. Le gustaba escribir desde niño. Debido a una tuberculosis, no fue reclutado para la guerra. Siempre tuvo remordimientos por esa razón.
En los años 50 y 60 Mishima se convirtió en el escritor más popular de Japón. Era candidato al premio Nobel. Desinteresado al principio por la política, comenzó a virar hacia el nacionalismo radical. Se proclamó defensor del emperador, kamikaze de vocación y enemigo de la modernidad occidental. Se enfrentó con la palabra a la izquierda revolucionaria en un mítico debate en la Universidad de Tokio. Fundó una banda privada de guerreros, el Tatenokai o sociedad del escudo. Desfilaban uniformados y eran expertos en artes marciales. También decían estar dispuestos a morir. En 1970 Mishima se suicidó en un espectacular harakiri.

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