viernes, 28 de julio de 2023

Felices como asesinos - Gordon Burn

 

Título: Felices como asesinos                                                                                               Autor: Gordon Burno  

Páginas: 424 pág.

Editorial:
Anagrama

Precio: 15 euros

Año de edición: 2000

El tenebroso asunto de los asesinos en serie siempre ha levantado el interés del respetable. El mal atrae. El mal repetido e impune atrae todavía más. Muchas veces este mal se encubre detrás de una fachada de normalidad. «Nadie se conoce», escribió Goya en uno de sus aguafuertes. Ciertas personas aparentemente inofensivas tienen una cara distinta de la corriente. Un rostro frío de depredador, sin sentimientos ni conciencia. Un rostro de psicópata. Estos seres pueden llegar a matar, ya que se consideran como señores de la vida y la muerte de los demás. En su psicología, la obsesión por el control suele ir unida al sadismo, al deseo irrefrenable de causar daño para conseguir un placer malsano. Algunos asesinos en serie han logrado una gran popularidad, convirtiéndose en iconos modernos de la perversidad: Jack el destripador, Ted Bundy, Landru. Los asesinos en serie suelen ser cazadores solitarios. Pocas veces actúan en pareja. Pero a veces, sí lo hacen. 

«Felices como asesinos» (1998) es una crónica negra detallada y espeluznante sobre una pareja demencial de asesinos en serie que convirtieron su hogar, dulce hogar, en un macabro osario. Gordon Burn, periodista y novelista británico, plantea su estupendo trabajo como un análisis minucioso de la trayectoria de víctimas y verdugos, estudiando el contexto social en el que se movieron: los estratos de la clase trabajadora británica lindantes con la marginalidad y la delincuencia. Un panorama nada grato: incultura, brutalidad, desequilibrios emocionales, pura y simple locura, alienación, promiscuidad, abusos sexuales, pornografía, drogas y alcohol son las piezas que van encajando hasta completar una imagen desoladora. Un mundo suburbial y triste en el que el gris sucio se combina con el rojo de los ladrillos. Vidas sombrías. 

Los hechos: Fred y Rosemary West están felizmente casados, tienen muchos hijos y residen en un barrio venido a menos de la ciudad de Gloucester. Fred  es feo, bajo, fuerte, de aspecto algo primitivo, sucio y prácticamente analfabeto. Sus orígenes son campesinos. Una familia con muchos hijos. Poca o ninguna educación. Relaciones tormentosas con sus padres y hermanos. Golpes. Agresiones sexuales. Hurtos. Un clan de pesadilla. Fred salió torcido desde el principio. Visitó la cárcel varias veces por algunos delitos menores. Se casó. Mató a su primera mujer. La enterró bajo un árbol. Sería la primera de una larga lista. Poco después, a finales de los años 60, conoce a Rose. Se casan en 1972. Los antecedentes de la señora West son parecidos a los de su digno esposo: familia desestructurada, padre maltratador, quizá esquizofrénico, burlas e insultos desde niña, aislamiento, fracaso escolar, huida de casa, trabajos eventuales mal pagados, sexo a granel, imposibilidad de salir adelante, vida miserable en pringosos cuartuchos alquilados. Un patético cursus honorum.

La feliz pareja se fue a vivir a una buena casa de tres plantas en la calle Cromwell. La casa había conocido tiempos mejores. Fred era trabajador. Mucho. Quizá fuera el único rasgo positivo de este monstruo de barrio. Era un excelente electricista, albañil, chapista y chapuzas a domicilio. Siempre estaba trabajando. Mañana y noche. Fuera de su casa y dentro de su casa. Pintaba su vivienda. Arreglaba los suelos. Añadía o quitaba habitaciones. Cubría el sótano con una buena capa de hormigón. Elevaba la verja, para evitar que miradas extrañas escrutaran en su felicidad familiar. Arrastraba bidones. Levantaba un cobertizo con la consumada habilidad de un arquitecto casero. Cuidaba el jardín. Decoraba la habitación del matrimonio hasta conseguir que se pareciera a los interiores de esas películas pornográficas que tanto él como Rose veían una y otra vez. Fabricaba extraños instrumentos que parecían sacados de la imaginación febril de un marqués de Sade. Hay que decir que este hombre mañoso elaboró hasta un látigo de nueve colas, ni más ni menos. 

Mientras el infatigable Fred, sudoroso y resoplando, reforzaba su fortaleza de la amenaza exterior, su mujer, Rose, se paseaba semidesnuda por casa, apaleaba a sus hijos (los tenía con Fred, con amigos de Fred, con conocidos de Fred y con completos desconocidos, algunos de ellos jamaicanos; su marido contemplaba por un agujerito los placeres orgiásticos de Rose), insultaba a los vecinos chismosos (¡joder, cabrón, mete tus sucias napias en lo tuyo!) y engordaba como un cochino bien cebado. 

Una vida alucinante y secreta. Los hijos de la pareja sufrieron lo indecible. Sus padres abusaban de ellos desde pequeños. Los maltrataban. A veces, torturaban. Era lo normal. Pasa en todas las familias, hijos míos, les decían. No lo andéis contando por ahí, que entonces papá y mamá podrían tener problemas, y vosotros también. La casa de los West era una especie de castillo con sus propias reglas. Más allá de sus muros, la sociedad funcionaba de otra manera. No les importaba. Los niños de la casa de Cromwell Street acabaron fatal: drogas, delincuencia, abandono escolar. Pero durante veinte años nadie cortó este horror. Quizá la manía británica de la privacidad tuvo algo que ver con esto. 

En los años setenta desaparecieron varias jóvenes. Nunca más se las vio, ni vivas ni muertas. FredRose fueron los responsables de sus desapariciones. Las asesinaron. El espanto no se descubrió hasta décadas después. En 1987 desapareció una de sus hijas, Heather, de 16 años. Sus padres juraban que se había ido de casa. No sabemos más, insistían con aire compungido, ¿qué será de ella, pobrecita, sola por esos mundos de Dios? Otros hijos empezaron a sospechar la verdadera suerte de Heather. Las sospechas se convirtieron en certezas. Con esfuerzo, hablaron. Por fin intervinieron las autoridades. La policía detuvo al matrimonio West. Pusieron su casa patas arriba, ante la desesperación de Fred (¡la obra de una vida!). Era 1994. Los medios de comunicación amarillistas y menos amarillistas bautizaron el inmueble como la casa de los horrores.  

«Felices como asesinos» no es un libro fácil de leer, aunque esté escrito de modo impecable. Burn cuenta lo que pasó, o pudo pasar, con frialdad y distanciamiento. No falta un  humor negro que tiene la virtud de apaciguar relativamente la desazón del lector. FredRose eran una pareja de killers bestiales, repugnantes, sin sombra de glamour. Dos bestias. Quienes caían en sus redes eran simples instrumentos para satisfacer sus ansias de placer perverso. Total ausencia de empatía. 

Los psicólogos observaron en Fred algo revelador: cuando hablaba, sus contestaciones siempre se desviaban hacia las cosas, los objetos, lo inanimado, lo muerto. No le importaban nada sus víctimas. Para él eran mercancías robadas con la enojosa manía de gritar. Debían callarse para siempre. Fred se deleitaba describiendo martillos, serruchos, tornillos, motores, chapas de metal, plásticos, cuerdas. Su imaginación entumecida rebosaba de cachivaches inertes. Ni siquiera recordaba a cuántas personas había asesinado, ni sus nombres. Eran cosas. Lo que realmente le interesaba era el grosor del cable con el cual las había estrangulado. Así funcionaba su mente. Lean este libro. No lo disfrutarán en el sentido corriente. En cambio, se acercarán a los abismos de la brutalidad humana, casi como en una novela de Dostoyevski. Sin lirismos, ni amaneramientos. Una verdad desnuda y horrible. 

Gordon Burn

Gordon Burn (1948-2009) fue un reconocido periodista y escritor británico, nacido en Newcastle. Su primera novela, «Alma Cogan» (1991), ganó el premio Whitbread. Escribió alguna novela más, pero el reconocimiento le llegó gracias a sus detalladas crónicas sobre asesinos célebres, subespecie al parecer muy abundante en el Reino Unido

Así que, por sus libros pululan gentes tan poco recomendables como Peter Sutcliffe, conocido como el destripador de Yorkshire, los esposos West, de horrible memoria, o Myra Hindley, la asesina de niños del páramo. Menos mal que el señor Burn también escribió sobre deportes y arte, que la vida no es del todo ajena a la diversión y la belleza. Gordon Burn falleció a los 61 años como consecuencia de un cáncer.

Publicado por Alberto.

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