Giovanni Guareschi (Roccabianca, 1908-1968) fué un escritor, periodista, y humorista gráfico italiano, redactor en varias revistas y más tarde editor de la revista satírica «Cándido».
Antes de dedicarse al periodismo desempeñó infinidad de trabajos no
cualificados. Su marcha al frente durante la Segunda Guerra Mundial le
libró de represalias por sus críticas abiertas al dictador Benito Mussolini. Permaneció más de dos años en un campo de concentración, y ya
de regreso a Italia fue condenado dos veces por la justicia, acusado de
ofensas y difamación de varios cargos políticos. Cumplió prisión y nunca
aceptó el indulto. Profundamente anticomunista, se mostró también
crítico con las incoherencias de la Democracia Cristiana, en la que
militaba.
Es el genial autor de las historias de Don Camilo, de las que ya hemos hablado aquí. Hoy os traigo un relato suyo, muy peculiar, que define muy bien el tono y carácter de su obra. SI se le añaden el humor y la ironía, está la fórmula completa.
Una historia de la Tierra Baja
Yo vivía en Bosque Grande, en la Bassa (así llaman a la
llanura del valle del Po, Tierra Baja le llamaremos en adelante), con mi padre, mi madre y once hermanos. Yo, que era el mayor,
tocaba apenas los doce años, y Quico, que era el menor, apenas contaba dos. Mi
madre me daba todas las mañanas una cesta de pan y un saquito de miel de
castañas dulces; mi padre nos ponía en fila en la era y nos hacía decir en voz
alta el Padrenuestro; luego marchábamos con Dios y regresábamos al anochecer.
Aquella era la Tierra Baja, donde hay gente que no bautiza
a los hijos y blasfema, no para negar a Dios, sino para contrariar a Dios.
Distará unos cuarenta kilómetros o menos de la ciudad; pero, en la llanura
quebrada por los diques, donde no se ve más allá de un cerco o del recodo, cada
kilómetro vale por diez. Y la ciudad es cosa de otro mundo. Yo me acuerdo.
Algunas veces aparecía en Bosque Grande gente de la
ciudad: mecánicos, albañiles. Iban al río para atornillar los pernos del puente
de hierro o del canal de desagüe, o a reparar los muretes de las compuertas.
Traían sombrero de paja o gorras de paño, que echaban hacia un lado, se
sentaban delante de la hostería de Nita y pedían cerveza y bifes con espinacas.
Bosque Grande era un pueblo en donde la gente comía en su casa y solamente iba
a la taberna para blasfemar, jugar a las bochas y beber vino en compañía. -
Vino, sopa con tocino y huevos con cebolla - respondía Nita asomándose a la
puerta. Y entonces aquellos hombres echaban los sombreros y las gorras hacia
atrás y empezaban a vociferar que Nita tenía de lindo esto y lo otro, a dar
fuertes puñetazos sobre la mesa y a alborotar como gansos.
Los de la ciudad no entendían nada: cuando recorrían la campaña hacían como las
marranas en los maizales: alboroto y escándalo. Los de la ciudad, que en su
casa comían albóndigas de caballo, venían a pedir cerveza a Bosque Grande,
donde a lo sumo se podía beber vino en escudillas; o trataban con prepotencia a
hombres que como mi padre poseían trescientos cincuenta animales, doce hijos y
más de cuatrocientas hectáreas de tierra.
Actualmente aquello ha cambiado porque ya también en
el campo hay gente que usa la gorra ladeada, come albóndigas de caballo y les
grita en público a las criadas de la hostería que tienen esto y lo otro de
lindo. El telégrafo y el ferrocarril han hecho mucho en este terreno. Pero
entonces las cosas eran distintas y cuando llegaban los de la ciudad a Bosque
Grande, había personas que estaban en duda sobre si salir de sus casas con la
escopeta cargada con balines o con bala.
Bosque Grande era un bendito pueblo hecho de esta manera. Una vez, sentados delante del poyo de la era, mirábamos a nuestro padre sacar
con un hacha, de un tronco de álamo, una pala para el trigo, cuando llegó Quico
a toda carrera.
- ¡Uh! ¡Uh! - dijo Quico, que tenía dos años y no podía hacer largos discursos. Yo no alcanzo a comprender cómo hacía mi padre para entender siempre lo que farfullaba Quico.
- Hay algún forastero o alguna mala bestia - dijo mi padre, y haciéndose traer la escopeta se dirigió llevado por Quico, hacia el prado que empezaba en el primer fresno. Encontramos allí a seis malditos de la ciudad, con trípodes y estacas pintadas de blanco y de rojo, que medían no sé qué mientras pisoteaban el trébol.
- ¿Qué hacen aquí? - preguntó mi padre al más cercano, que sostenía una de las estacas.
- Hago mi oficio - explicó el imbécil sin darse vuelta, y si usted hiciera lo mismo, nos ahorraríamos aliento.
- ¡Salga de ahí! - gritaron los otros que estaban en medio del trébol, alrededor del trípode.
- ¡Fuera! - dijo mi padre apuntando la escopeta contra los seis imbéciles de la ciudad.
Cuándo lo vieron alto como un álamo, plantado medio del sendero, recogieron sus instrumentos y escaparon como liebres.
Por la tarde, mientras, sentados en torno del poyo de la era, estábamos mirando a nuestro padre dar los últimos toques de hacha a la pala, volvieron los seis de la ciudad, acompañados por dos guardias a los que habían ido a desanidar en la estación de Gazzola.
- Es ése - dijo uno de los seis miserables, indicando a mi padre.
Mi padre continuó su trabajo sin levantar siquiera la cabeza. El cabo manifestó que no entendía cómo había podido suceder eso.
- Sucedió que he visto a seis extraños arruinarme el trébol y los he echado fuera de mi campo - explicó mi padre.
El cabo le dijo que se trataba del ingeniero y de sus ayudantes, que venían a tomar las medidas para colocar los rieles del tranvía de vapor.
- Debieron decirlo. Quien entra en mi casa debe pedir permiso - dijo mi padre, contemplando satisfecho su trabajo. Además, a través de mis campos no pasará ningún tranvía de vapor.
- Si nos conviene, el tranvía pasará - dijo riendo con rabia el ingeniero. Pero mi padre en ese momento había notado que la pala tenía de un lado una joroba y se había aplicado a alisarla.
El cabo afirmó que mi padre debía dejar pasar al ingeniero y a sus ayudantes.
- Es cosa gubernativa - concluyó.
- Cuando tenga un papel con los sellos del gobierno, dejaré entrar a esa gente -barbotó mi padre. Conozco mis derechos.
- Es cosa gubernativa - concluyó.
- Cuando tenga un papel con los sellos del gobierno, dejaré entrar a esa gente -barbotó mi padre. Conozco mis derechos.
El cabo convino en que mi padre tenía razón y que el ingeniero tendría que haber traído el papel con los sellos. El ingeniero y los cinco de la ciudad volvieron al día siguiente. Entraron en la era con los sombreros echados atrás y las gorras sobre la oreja.
- Esta es la nota - dijo el ingeniero presentando un pliego a mi padre.
Mi padre tomó el pliego y se encaminó a casa. Todos lo seguimos.
- Léelo despacio - me ordenó cuando estuvimos en la cocina. Y yo leí y releí.
- Ve a decirles que entren -concluyó finalmente, sombrío.
De regreso seguí a mi padre y a los demás al granero y todos nos ubicamos ante la ventana redonda que daba sobre los campos.
Los seis imbéciles caminaron canturreando por el sendero hasta el fresno. De improviso los vimos gesticular rabiosos. Uno hizo ademán de correr hacia nuestra casa, pero los otros lo sujetaron.
Los de la ciudad, aun ahora, se conducen siempre así: hacen el aspaviento de echarse encima de alguien, pero los demás los sujetan.
Discutieron cierto tiempo en el sendero, luego se quitaron los zapatos y las medias y se arremangaron los pantalones, después de lo cual entraron a saltitos en el trebolar.
Había sido duro el trabajo desde la medianoche hasta las cinco de la mañana. Cuatro arados de profundas rejas, tirados por ochenta bueyes habían revuelto todo el trebolar. Luego habíamos debido obstruir fosos y abrir otros para inundar la tierra arada. Finalmente tuvimos que acarrear diez tanques de inmundicias extraídas del pozo negro del establo y vaciarlos en el agua.
Mi padre quedó con nosotros en la ventana del granero hasta mediodía, mirando hacer gambetas a los hombres de la ciudad.
Quico soltaba chillidos de pajarito cada vez que veía alguno de los seis vacilar, y mi madre, que había subido para avisarnos que la sopa estaba lista, se mostraba contenta.
- Míralo: desde esta mañana ha recobrado sus colores. Tenía verdaderamente necesidad de divertirse, pobre pollito. Gracias sean dadas al buen Dios que te ha hecho pasar por el cerebro la idea de esta noche - dijo mi madre.
Al atardecer volvieron una vez más los seis de la ciudad acompañados por los guardias y un señor vestido de negro, sacado quién sabe de dónde.
- Los señores aseveran que ha anegado usted el campo para obstaculizar su trabajo -dijo el hombre vestido de negro, irritado porque mi padre permanecía sentado y ni siquiera lo miraba.
Con un silbido mi padre llamó a los domésticos y al punto llegaron todos a la era: entre hombres, mujeres y niños eran cincuenta.
- Dicen que yo he inundado esta noche el prado que llega al fresno - explicó mi padre.
- Hace veinticinco días que el campo está anegado - afirmó un viejo.
- Veinticinco días - dijeron todos, hombres, mujeres y niños.
- Se habrán confundido con el prado de trébol que está cerca del segundo fresno -razonó el vaquero - es fácil equivocarse para quien no conoce bien el lugar. Todos se marcharon masticando rabia.
La mañana siguiente mi padre hizo atar el caballo a la tartana y se trasladó a la ciudad, donde permaneció tres días. Regresó muy apesadumbrado.
- Los rieles deben pasar por aquí. No hay nada que hacer - explicó a mi madre.
Vinieron otros hombres de la ciudad y empezaron a clavar estacas entre los terrones ya secos. Los rieles debían atravesar todo el trebolar para seguir luego el camino hasta la estación de Gazzola.
El tranvía de vapor, llegando de la ciudad hasta Gazzola, significaba un gran progreso, pero atravesaría, la heredad de mi padre, y lo malo era que la atravesaría de prepotencia. Si se lo hubiesen pedido gentilmente, mi padre habría concedido la tierra sin pretender siquiera indemnización. Mi padre no era contrario al progreso. ¿No había sido acaso él en Bosque Grande el primero en comprar una escopeta moderna de doble caño y gatillos internos? Pero así, ¡Santo Dios!
A lo largo de la carretera provincial, largas filas hombres de la ciudad colocaban piedras, enterraban durmientes y atornillaban rieles; y a medida que avanzaba la vía, la locomotora que transportaba vagones de materiales daba un paso adelante. De noche los hombres dormían en vagones cubiertos enganchados en la cola del convoy.
Ya la línea se acercaba al campo del trébol y una mañana los hombres empezaron a desmontar un trozo de cerco. Yo y mi padre estábamos sentados al pie del primer fresno, y junto a nosotros se hallaba Gringo, el perrazo que mi padre amaba como si fuera uno de nosotros. Apenas las azadas horadaron el cerco, Gringo se lanzó a la carretera, y cuando los obreros abrieron una brecha entre los cromos, se encontraron con Gringo que les enseñaba los dientes amenazador.
Uno de los imbéciles dio un paso adelante y Gringo le saltó al cuello.
Los hombres eran unos treinta, armados de picos y azadones. No nos veían porque estábamos detrás del fresno.
El ingeniero se adelantó con un bastón.
- ¡Fuera, perro! - gritó. Pero Gringo le hincó los colmillos en una pantorrilla haciéndolo rodar entre gritos.
Los otros efectuaron un ataque en masa a golpes de azada. Gringo no cedía. Sangraba, pero seguía repartiendo dentelladas, desgarraba pantorrillas, trituraba manos.
Mi padre se mordía los bigotes: estaba pálido como un muerto y sudaba. Hubiera bastado un silbido suyo para que Gringo se volviera enseguida, salvando su vida. Mi padre no silbó: siguió mirando, pálido como un muerto, llena la frente de sudor y apretándome la mano, mientras yo sollozaba.
En el tronco del fresno tenía apoyada la escopeta y allí permaneció.
Gringo ya no tenía fuerzas, pero luchaba bravamente hasta que uno le partió la cabeza con el filo del azadón.
Otro lo clavó contra el suelo con la pala. Gringo se quejó un poco y después quedó tieso.
Entonces mi padre se alzó, y llevando bajo el brazo la escopeta, avanzó lentamente hacia los de la ciudad.
Cuando lo vieron aparecer ante ellos, alto como un álamo, con los bigotes enhiestos, con el ancho sombrero, la chaqueta corta y los pantalones ceñidos metidos en las botas, todos dieron un paso atrás y lo contemplaron mudos, apretando el mango de sus herramientas.
Mi padre llegó hasta Gringo, se inclinó, lo aferró por el collar y se lo llevó arrastrando como un trapo. Lo enterramos al pie del dique y cuando hube aplastado la tierra y todo quedó como antes, mi padre se quitó el sombrero.
Yo también me lo quité.
El tranvía no llegó nunca a Gazzola. Era otoño, el río se había hinchado y corría amarillo y fangoso. Una noche se rompió el dique y el agua se desbordó por los campos, anegando toda la parte baja de la heredad: el trebolar y la carretera se convirtieron en un lago.
Entonces suspendieron los trabajos y para evitar cualquier peligro futuro detuvieron la línea en Bosque Grande, a ocho kilómetros de nuestra casa. Y cuando el río bajó y fuimos con los hombres a reparar el dique, mi padre me apretó la mano con fuerza: el dique se había roto justamente allí donde habíamos enterrado a Gringo.
Cuánto puede la pobre alma de un perro.
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
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