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| Jan Neruda |
El señor Rysanek y el señor Schlegl
1
Absurdo sería poner en duda que los lectores que hayan estado en Praga no conozcan "Stajnic", el mesón del barrio de la Malá Strana. Es el primer mesón del barrio, el primer edificio a la izquierda, pasando la torre del puente de piedra, en la esquina de las calles del Puente y de los Baños. Tiene ventanas grandes y enorme vitrina. Es el único mesón que, audazmente, se instaló en la calle más concurrida, y por añadidura con su puerta directamente al exterior. Los demás mesones están en calles más discretas o en la parte trasera de los edificios, o cuanto menos se disimulan tras galerías como demanda la auténtica circunspección del barrio. Por eso, un auténtico vástago de la Malá Strana, venido al mundo en una de sus calles tranquilas con prodigalidad de rinconcitos poéticos, jamás entra en el mesón "Stajnic". Concurren allí funcionarios de determinada jerarquía: académicos, oficiales militares –a los que los azares de la vida llevaron al barrio y quizás en seguida llevarán a otro–, unos pocos funcionarios jubilados, unos cuantos propietarios acaudalados –asimismo retirados hace mucho de los negocios– y nadie más. Como podría decirse, es una concurrencia burócrata-aristócrata.
Hace años, siendo aún yo un jovenzuelo en los comienzos del bachillerato, los parroquianos tenían exclusivamente esas características, pero con algunas diferencias. El mesón "Stajnic" era el Olimpo de la Malá Strana, en que se congregaban los dioses del barrio. Es algo fuera de discusión que los dioses emergen directamente de sus correspondientes pueblos. Los de los griegos eran dotados de elegancia y agudeza, eran bellos y alegres, helenos por donde se los mirase. Los dioses eslavos... ¡Disculpen! Los eslavos no hemos dispuesto del vigor plástico necesario para formar grandes estados ni dioses bien delineados; nuestros antiguos dioses, pese a nuestros eruditos, aún son algo brumoso y vago. Alguna vez he de escribir una nota, por supuesto aguda e intencionada, acerca de este paralelo entre las cosas divinas y humanas. Por el momento, lo único que quiero es decir que los dioses que se congregaron en el mesón "Stajnic" eran, sin duda alguna, auténticos dioses del barrio de la Malá Strana. En sus edificios y en su gente, la Malá Strana tiene un carácter callado, patriarcal e incluso adormilado, que se manifestaba también en esos caballeros. Pese a ser ellos, como ahora, funcionarios, oficiales, académicos y jubilados, eran distintos; por aquel entonces los funcionarios y militares no cambiaban de destino tan seguido como en la actualidad; los padres trataban que sus hijos finalizaran su preparación en Praga, después les conseguían un puesto y en ese lugar los hijos permanecían sin término, al amparo de sus amigos influyentes. Cuando algunos de los concurrentes al mesón "Stajnic" se paraban afuera, en la vereda, los que pasaban los saludaban. Eran muy conocidos.
Para nosotros, los estudiantes, el Olimpo del mesón "Stajnic" lo era especialmente porque allí se encontraban también todos nuestros ancianos profesores. ¡Ancianos! ¿Por qué ancianos? Yo conocía bien a todos esos dioses de la querida Malá Strana, y me daba la impresión de que entre ellos no existía ningún joven; más aún, que quizás de niños todos deberían haber presentado la misma apariencia. Tal vez solamente habrían sido un poco más pequeños.
Los tengo en la memoria como si los estuviera viendo. En primer lugar, el señor Consejero del Tribunal de Apelaciones. Aún estaba en actividad, aunque jamás llegué a tener noción precisa de cuál sería su trabajo. A eso de las diez, cuando salíamos del colegio, él partía de su casa en la Calle de las Carmelitas y se dirigía pomposamente a la calle Ostruha, para entrar en el bodegón de Carda. Los jueves, cuando no teníamos clase de tarde y jugábamos en las viejas fortificaciones, él paseaba por los parques. Y llegando las cinco de la tarde, ingresaba en el mesón "Stajnic". Yo me hacía entonces el serio proyecto de estudiar mucho y convertirme también en Consejero del Tribunal de Apelaciones; después, no sé por qué, me olvidé.
Además estaba el conde tuerto. En el barrio de la Malá Strana no escaseaban los condes, pero ese conde tuerto era quizás el único en concurrir a los mesones del barrio, al menos en aquella época. Alto, huesudo, colorado, de cortos cabellos canos y negro vendaje sobre el ojo izquierdo, a veces pasaba hasta dos horas en la vereda frente al "Stajnic". En una ocasión en que debía pasar por allí tuve que hacer un rodeo. La Naturaleza otorgó a los aristócratas un tipo de perfil facial llamado aristocrático, que les hace asemejarse notablemente a las aves rapaces. Para mí el conde tenía –en honor a la verdad– enorme parecido con el halcón que, con una puntualidad realmente cruel, tenía por costumbre asentarse todos los días a eso del mediodía en la aguja de la torre de la iglesia de San Nicolás para engullir su presa, una paloma cuyas plumas iban cayendo sobre la plaza. De manera que cuando vi al conde en la vereda hice un rodeo porque me entró una horrible aprensión de que me ensartase con su pico.
Otro asistente al mesón era un grueso médico mayor, aún muy en buena forma pero ya jubilado. Se dice que en una ocasión, en oportunidad de la visita de una importante autoridad que inspeccionaba los hospitales de Praga, como ésta criticara ciertas cosas el caballero en cuestión le contestó a dicho personaje que éste no entendía nada de nada. El hecho le significó el retiro y nuestra admiración, ya que los muchachitos tomamos a ese caballero gordo por un completo revolucionario. Era muy agradable. Si veía un niño que le gustaba –y en ocasiones era una niña– lo detenía, le acariciaba el rostro y luego le decía: "Dale mis saludos a tu papá", aunque no conociera a éste.
Luego... ¡no quiero seguir adelante! Todos esos viejitos se hicieron repentinamente más viejos aún y después se murieron. Que en paz descansen. Hago memoria con gusto de los ratos transcurridos con ellos y de esa sensación de independencia, incluso de grandeza, que sentí cuando, ya inscripto en la Universidad, ingresé por vez primera, sin temor a los profesores, en el mesón "Stajnic", entre esos seres excelsos. En honor a la verdad, no me prestaron mayor atención. Hablando con más propiedad: no me prestaron ninguna atención. En una sola ocasión, en varias semanas, ocurrió que el médico mayor, pasando a mi lado, me dijo: "Ah, sí, joven, la cerveza de ahora no vale nada, se diga lo que se diga", mientras miraba despectivamente a quienes habían estado sentados a la mesa con él hacía un momento... ¡Un verdadero Bruto! Me animaría a asegurar que ese hombre hubiera sido por ejemplo, muy capaz de enrostrar al propio César que no entendía nada de cerveza.
En cambio, yo los observaba mucho; no por lo que les oía, sino por cómo me llamaban la atención. Me tengo nada más que por una copia muy mediocre de esos individuos; pero lo que en mí hay de excelso y elevado se lo debo a ellos. Del conjunto, jamás he de olvidar a dos hombres cuyos nombres se encuentran inalterablemente escritos en mi corazón: se llamaban Rysanek y Schlegl y no se podían tragar mutuamente.
Ahora, lector, disculpa si comienzo de otro modo la historia.
Al ingresar en el mesón "Stajnic" desde la Calle del Puente, se pueden apreciar a la derecha del primer salón –donde están los billares– tres ventanas que se abren a la Calle de los Baños. Junto a cada una se encuentra una pequeña mesa y atrás un asiento en forma de herradura. A ella se pueden sentar tres personas: una dándole la espalda a la ventana y las restantes a ambos lados de la herradura; si estas últimas quieren también sentarse de espaldas a la ventana, quedan de frente a los billares y pueden entretenerse mirando el juego.
Al pie de la tercera ventana se reunían a diario, entre las seis y las ocho de la tarde, nuestros bienamados ciudadanos Rysanek y Schlegl. El lugar estaba siempre disponible para ellos; imaginar siquiera que algún otro pudiera tener la audacia de utilizar sus habituales asientos era cosa que un auténtico hijo de la Malá Strana tenía por increíble y arrojaba de su mente por imposible. ¡Ni pensar en ello! El lugar junto a la ventana permanecía vacío; el señor Schlegl se aposentaba en el brazo de la herradura más próximo a la entrada y el señor Rysanek en el otro, a menos de un metro. Ambos se ubicaban de espaldas a la ventana, y por consiguiente sin enfrentarse, abocándose a la tarea de mirar a los que jugaban en los billares. Se daban vuelta hacia la mesita nada más que para tomar un trago y cuando querían encender la pipa. Hacía once años que se sentaban así, sin un día de ausencia. En todo ese tiempo no se habían hablado ni para saber el uno del otro.
Toda la Malá Strana sabía del furibundo resentimiento que se profesaban. Estaban malquistados desde hacía mucho e insolublemente. Se sabía también cuál era el motivo. La causa de todas las cosas malas: una mujer. Ambos amaron a la misma. Al principio, ella mostró preferencia por el señor Rysanek, antiguo y sólido comerciante, independiente y con un próspero establecimiento. De pronto, inesperadamente se inclinó por el señor Schlegl, quizás por ser éste casi diez años menor. Y acabó por casarse con él.
No sé si la señora Schlegl era en verdad una beldad tal que justificara el duelo definitivo y la siguiente soltería del señor Rysanek. Dicha dama había partido de este mundo ya hacía mucho; falleció con el primer parto dejándole al marido una niña que quizá fuera el retrato de la madre. Para la época a que aludo, la señorita Schlegl tenía unas veintidós primaveras. Yo la conocí; iba muy seguido de visita a lo de la señora del capitán Poldyn, quien vivía en el piso superior al nuestro, dama que cuando caminaba por la calle daba un traspié cada doce pasos. Se afirmaba que la señorita Schlegl era una beldad. No voy a decir que no, pero su hermosura era, digamos, arquitectónica. Cada cosa en su lugar; en todo su ser se enseñoreaba la simetría más cabal y cada detalle tenía su motivo. Pero para el que no fuera arquitecto, era exasperante. Su rostro se movía tan poco que recordaba el frente de un palacio. Sus ojos carecían de expresividad y tenían un brillo de ventanas acabadas de lavar. Su boca, bella como una pequeña voluta, se abría despacio como una puerta y quedaba abierta o se cerraba otra vez con igual parsimonia. Todo con una piel que parecía recién blanqueada. Si vive aún, quizá no sea ya tan linda, pero será más atractiva. Ese tipo de edificios salen ganando con el correr del tiempo.
Lamento no ser capaz de explicar por qué ni de qué manera él señor Rysanek y el señor Schlegl llegaron a toparse en esa mesita de la tercera ventana. Algo tuvo que ver el pérfido azar, que quería arruinarle la vida a los dos viejos. La primera vez que ese azar los hizo enfrentar en la mesa, el orgullo no les permitió dejar sus lugares. La próxima vez se instalaron allí por puro despecho. Luego, para demostrar su impasibilidad y "para que la gente no hablara". Entonces los asistentes al mesón "Stajnic" se dieron cuenta de que para ambos ancianos era un asunto de honor y que ninguno de ellos podía echarse atrás.
Caían a eso de las seis, un día uno de ellos un minuto antes, al siguiente el otro. Saludaban amablemente a todos y a cada uno en especial y solamente se exceptuaban entre sí. El camarero tomaba en verano su sombrero y su bastón y en invierno su gorro de piel y su sobretodo, colgándolos en el perchero detrás de sus lugares. Luego de despojarse de ellos a veces torcían la cabeza como las palomas –los viejos tienen ese hábito cuando se van a sentar–, se apoyaban con la mano en la punta de la mesa –el señor Rysanek con la mano izquierda y el señor Schlegl con la derecha– y se instalaban lentamente, dando la espalda a la ventana y mirando hacia los billares. Al aproximarse el gordo mesonero, con el rostro sempiternamente sonriente y hablando hasta por los codos, para ofrecer el rapé de rigor, debía atraer la atención de cada uno respectivamente con unos pequeños golpes en la tapa de la cajita de rapé, y en cada caso debía repetir la consabida alusión sobre el estado del tiempo. De otro modo, el otro hubiera rechazado el rapé o se hubiera hecho el sordo.
No había persona que pudiera jactarse de haber conversado simultáneamente con ambos. Nunca uno quiso enterarse de nada acerca del otro; el colega de mesa era inexistente para los dos.
El camarero les dejaba su cerveza por delante. Al rato –jamás en el mismo momento, estudiándose mutuamente pese a la fingida indiferencia–, se inclinaban hacia la mesita, extraían una pipa de espuma de mar con adornos de plata y de uno de los bolsillos externos de la chaqueta una bolsa tabaquera; cargaban las pipas, les daban lumbre y se volvían a colocar como anteriormente. Se quedaban de esta manera un par de horas y de esta manera se echaban al coleto sus buenos tres tercios de cerveza. Se ponían de pie –un día uno de ellos un minuto antes, al siguiente el otro–, guardaban sus pipas, el camarero les ayudaba a colocarse los sobretodos y saludaban a todos, despidiéndose de todos y exceptuándose solamente entre sí.
Ex profeso me instalé en la mesa de junto a la chimenea. De este modo podía verles directamente los rostros y estudiarlos con comodidad sin ser notado.
El señor Rysanek vendía telas; el señor Schlegl tenía una ferretería. Ahora estaban ya retirados y eran ricos propietarios de inmuebles, pero sus caras aún reflejaban sus antiguas profesiones. La faz del señor Rysanek recordaba siempre la tela de rayas blancas y rojas que vendiera antes, y la del señor Schlegl siempre me hizo acordar a un viejo mortero de metal fuera de circulación.
El señor Rysanek era más alto, más flaco y, como ya he dicho, de más edad. Ya no estaba muy bien; frecuentemente se encontraba débil y, sin querer, el maxilar inferior se le caía. Usaba unos anteojos con armazón de asta negra. Su pelo era canoso y, por lo poco que le quedaba de su color primitivo, se podía afirmar que el señor Rysanek había sido rubio. Sus carrillos estaban chupados y descoloridos; tanto, que su larga nariz se había puesto colorada, de tono casi carmín. Quizá por eso mismo invariablemente pendía de su punta una lágrima, una gota que manaba de ese ornamento rojo. Como biógrafo meticuloso, debo apuntar que el señor Rysanek intentaba secar esa lágrima siempre tarde, en ocasiones cuando ya le había caído en el pecho.
El señor Schlegl era un poco retacón; no tenía pescuezo. Su cabeza era una especie de esfera; los cabellos negros estaban considerablemente canosos. El rostro, en las partes rasuradas, era negro azulino y en las partes sin pelo, de tono rosado: una sección de carne luminosa y otra obscura, como si fuera alguna austera pintura de Rembrandt.
Tuve auténtico aprecio por esos héroes, y cuanto más los apreciaba, más admiración me producían. Así sentados en esa banqueta sostenían todos los días un importante combate, batalla cruel y despiadada. Peleaban con sus armas, el silencio emponzoñado y el más fuerte desprecio. Y el combate siempre quedaba sin decisión. ¿Cuál de ellos finalmente apoyaría su pie sobre la testa del enemigo derrotado? Físicamente, el señor Schlegl era más vigoroso; en su persona todo era breve, compacto; al hablar, parecían resonar golpes. El señor Rysanek hablaba de un modo más suave y bajo: era más débil pero tenía la misma heroica capacidad de silencio y odio.
2
Algo había ocurrido.
Un día jueves, antes del domingo de Ramos, apareció el señor, Schlegl, ubicándose como era usual. Tomó asiento, cargó la pipa, le dio lumbre, arrojando humo como si fuera una chimenea. Vino el mesonero y fue directo a él. Golpeteó en la tapa de la cajita de rapó, ofreciéndosela. Al cerrarla otra vez, comentó, mientras dirigía la vista hacia la entrada:
–¿Así que hoy no tendremos aquí al señor Rysanek?
El señor Schlegl no le respondió, impertérrito como la mirada de una estatua fija en el aire.
–Me lo dijo el señor médico mayor, recién –siguió diciéndole el patrón, parado dando la espalda a la entrada y mirando al señor Schlegl–. Esta mañana se levantó como siempre; repentinamente tuvo un estremecimiento por todo el cuerpo, tan intenso que tuvo que volver a la cama de inmediato, y se mandó llamar al médico de prisa. ¡Pulmonía! El médico mayor ya estuvo tres veces hoy con él. Ya está bastante viejo, pero está bien atendido; así que no hay que desesperar.
El señor Schlegl tosía suavemente, con la boca apretada. No se podía apreciar en su mirada el mínimo cambio o hesitación. El mesonero fue a la mesa siguiente.
Yo observaba el rostro del señor Schlegl. Se quedó totalmente quieto durante un buen rato; después entreabrió la boca para hacer salir el humo y cambió un par de veces la boquilla de su pipa desde una comisura a otra de los labios. Luego vino un amigo suyo. Charlaron y en ocasiones el señor Schlegl se rió fuerte. Su risa me produjo repulsión.
La verdad era que el señor Schlegl se estaba manifestando de una forma por completo diferente a la usual. En otras ocasiones daba la impresión de estar clavado en su lugar como un centinela en su puesto; ahora se lo veía desasosegado e intranquilo. Incluso se puso a jugar al billar con el señor Kohler, el dueño de la tienda. Fue afortunado en cada jugada hasta que llegaron al dublé, y tengo que reconocer que casi me puso contento que no pudiera atinar nunca en esa vuelta final, en que el señor Kohler lo fue superando indefectiblemente.
Luego volvió a su asiento, fumó y tomó. Al acercársele alguno hablaba más fuerte, soltando párrafos más largos que los habituales. No perdí uno solo de sus movimientos; pude notar que evidentemente tenía un sentimiento de gozo interior y que no sentía la más mínima pena por su rival enfermo. En suma, se me hizo otra vez completamente odioso.
A veces miraba disimuladamente hacia el aparador cerca del cual se sentaba el médico mayor. Seguramente le hubiera gustado decirle que no se hiciera muchos problemas por ese paciente. Una mala persona, francamente mala.
A eso de las ocho el médico mayor se retiró. Se detuvo delante de la tercera mesa.
–Buenas noches –dijo–; aún tengo que ir a lo del señor Rysanek. Es algo serio.
–Buenas noches –respondió secamente el señor Schlegl.
Esa tarde Schlegl echó al coleto cuatro tercios de cerveza y no se marchó hasta las ocho y media.
Se fueron los días y las semanas. Luego de un mes de abril frío e inhóspito llegó un mayo de temperatura ideal, y gozamos de una hermosa primavera. Cuando mayo se comporta correctamente, la Malá Strana es un edén. El Petrin es toda una blanca flor, como si por todo manara gustosa nata, y la Malá Strana en pleno está rodeada por el perfume de las albas lilas.
El señor Rysanek estuvo finalmente a salvo. La primavera había sido como un bálsamo para el doliente. Lo vi muchas veces asoleándose en el parque. Caminaba lentamente, con un bastón. Si antes no era nada gordo, ahora estaba aun mucho más chupado. La mandíbula ya no se le cerró más, no había ya otra cosa que hacer que atársela con un pañuelo, cerrarle los ojos y meterlo en el catafalco. Pero súbitamente empezó a recobrar el vigor.
No iba al mesón "Stajnic". Hasta entonces se enseñoreaba allí, solo en la tercera mesa, el señor Schlegl. Allí se ubicaba y se movía a gusto y antojo.
Junio tocó su fin y, justamente el día de San Pedro y San Pablo, encontré de nuevo a los dos ancianos en la misma mesa. De nuevo estaba allí el señor Schlegl como clavado en la banqueta, y ambos dándole la espalda a la ventana.
Vecinos y amigos se acercaron para dar la bienvenida al señor Rysanek. Todos se congratularon sinceramente y el viejo, muy conmovido, movía la cabeza, reía y hablaba poco. Todavía se encontraba débil. El señor Schlegl contemplaba el billar y fumaba.
Al quedar solo por un instante, el señor Rysanek miró hacia el aparador donde se sentaba el médico: ¡un corazón lleno de gratitud!
Justamente cuando el señor Rysanek volvía a mirar hacia el mismo lado, el señor Schlegl giraba la cabeza hacia su compañero para estudiarlo. Su vista recorría lentamente, desde el piso, toda la humanidad del señor Rysanek, pasando por las rodillas huesudas, parándose en la mano que descansaba en la punta de la mesa como una osamenta con piel y ascendiendo por fin hasta el maxilar descalabrado y el rostro descolorido. Pero fue cosa de un instante, y rápidamente miró para otro lado y mantuvo erguida la cabeza. –¡Pero hombre! ¡Qué bien! ¡De nuevo sano! –dijo el mesonero, al llegar entonces desde la cocina o el sótano.
No bien había entrado y notado al señor Rysanek, fue rápidamente a su encuentro:
–¡De nuevo sano y con nosotros! ¡Gracias a Dios! –¡A Dios gracias, a Dios gracias! –repuso el señor Rysanek, mientras sonreía–. Por esta vez, me salvé. Ya me siento en forma. –¿No fuma, señor Rysanek? ¿Aún no le agrada?
–Me da la impresión de que hoy me entran deseos por primera vez. ¡Voy a fumar!
–Muy bien, muy bien. ¡Está bueno! –Cerró su petaquita de tabaco, le asestó unos pequeños golpes, la abrió otra vez, se la ofreció con unas palabritas y se retiró.
El señor Rysanek sacó su pipa y tanteó el bolsillo de su chaqueta en busca de su tabaquera. Meneó un poco la cabeza, buscó otra vez, y como no halló la bolsita en el tercer intento, llamó al camarero y le dijo:
–Ve hasta mi casa. ¿Sabes adonde es? En la esquina. Diles que te entreguen mi tabaquera, que debe de estar encima de la mesa.
El camarero salió apurado.
Entonces, el señor Schlegl se movió. Estiró lentamente la mano derecha hasta su bolsa abierta y la corrió hasta que ésta quedó prácticamente por delante del señor Risanek.
–Si se le ofrece, tengo una mezcla de Tres reyes y negro –dijo con su habitual tono cortante; luego tosió suavemente.
El señor Rysanek no respondió; ni siquiera echó una mirada. Tenía la cabeza hacia el otro lado, impasible como durante los pasados once años.
A veces movió la mano, como si estuviera impulsado por un resorte interior, pero no abrió la boca.
La mano derecha del señor Schlegl se quedó adherida a la bolsa, fijó los ojos en el piso, y alternativamente se envolvía en nubes de humo o carraspeaba como si le pasara algo en el gaznate.
En ese instante regresó el camarero.
–¡Gracias, tengo ya mi bolsa, vea! –prorrumpió al instante el señor Rysanek, dirigiéndose al señor Schlegl, aunque sin dirigirle la mirada–. También uso esa mezcla de Tres reyes y negro –agregó al rato como dándose cuenta de que tenía que añadir algo.
Cargó la pipa, le dio lumbre y fumó.
–¿Le cae bien? –gruñó pasado un momento el señor Schlegl, con voz cien veces más ronca que lo usual.
–A Dios gracias, me cae bien.
–A Dios gracias –volvió a decir el señor Schlegl.
Los músculos de la cara se le tensaron como si finalmente brillara una luz en un cielo tenebroso. Al momento agregó:
–Aquí andábamos con temor de que le pasara a usted algo.
Apenas en ese momento el señor Rysanek giró la cabeza hacia el otro. Los ojos de ambos se encontraron.
Y desde entonces el señor Rysanek y el señor Schlegl se dirigieron la palabra en la tercera mesa del mesón "Stajnic".
Jan Neruda, 1877
Publicado por Antonio F. Rodríguez.

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