 |
Truman Capote |
La jarra de plata
Saliendo del colegio me iba a trabajar a la
farmacia Valhalla. El dueño era mi tío, el señor Ed Marshall. Lo llamaba «Señor
Marshall» porque todo el mundo, incluida su esposa, lo llamaba así. Con todo,
era un hombre simpático.
Tal vez la farmacia fuera un poco anticuada,
pero era amplia, oscura y fresca: en los meses de verano no había en el pueblo
un lugar más agradable. A la izquierda, según entrabas, había un mostrador con
cigarrillos y revistas donde generalmente se encontraba el señor Marshall, un
hombre regordete, de cara cuadrada, piel color de rosa y bigotes blancos,
viriles, retorcidos en las puntas. Más allá del mostrador estaba la hermosa
fuente de soda. Era muy antigua y estaba hecha de mármol fino, color amarillo
claro, suave al tacto, sin el menor brillo barato. El señor Marshall la compró
en una subasta en Nueva Orleáns, allá por 1910, y estaba sencillamente
orgulloso de ella. Cuando te sentabas en aquellos taburetes altos y gráciles te
veías reflejado de un modo tenue, como a la luz de las velas, en una serie de
espejos antiguos enmarcados en caoba. Todas las mercancías eran exhibidas en
cajitas de cristal que parecían vitrinas de anticuario y se abrían con llaves
de bronce. En el aire siempre flotaba un aroma a almíbar, nuez moscada y otras
delicias.
Valhalla fue el lugar de reunión del condado de
Wachata hasta que un tal Rufus McPherson llegó al pueblo y abrió una segunda
farmacia, justo en el lado opuesto de la plaza del juzgado. El viejo Rufus
McPherson era un villano, es decir, le ganó el negocio a mi tío. Hizo instalar
un equipo muy moderno: ventiladores eléctricos, luces de colores, autoservicio
y emparedados de queso fundido para llevar. Aunque obviamente hubo quienes se
mantuvieron fieles al señor Marshall, la mayoría no pudo resistirse a Rufus McPherson.
Durante un tiempo, el señor Marshall decidió
ignorarlo: si mencionabas a McPherson emitía una especie de ronquido, se
llevaba los dedos al bigote y desviaba la vista. Pero era evidente que estaba
furioso. Y cada vez más. Un día, a mediados de octubre, entré en Valhalla y lo
encontré en la fuente de soda jugando al dominó y bebiendo vino con Hamurabi.
Hamurabi era egipcio y más o menos dentista; no
tenía muchos clientes porque, gracias a un elemento del agua de aquí, los de
estos alrededores tienen unos dientes excepcionalmente fuertes. Pasaba gran
parte del tiempo en Valhalla y era el mejor amigo de mi tío. Tenía muy buena
pinta: piel morena y sobre dos metros de estatura. Las matronas del pueblo
encerraban a sus hijas bajo llave y aprovechaban para mirarlo ellas. No tenía
el menor acento extranjero; siempre pensé que era tan egipcio como un marciano.
El caso es que allí estaban, dando cuenta de
una enorme jarra de vino tinto italiano; una escena inquietante, pues el señor
Marshall era un abstemio consumado. Obviamente pensé: al fin Rufus McPherson le
ha hecho perder los estribos. Sin embargo, no era así.
—Ven, hijo —me llamó—, toma una copa de vino.
—Claro —dijo Hamurabi—, ayúdanos a acabarlo. Es
comprado; no podemos desperdiciarlo.
Mucho más tarde, cuando la jarra se secó, el
señor Marshall dijo, poniéndola en alto:
—¡Ahora veremos! —y así desapareció en la
tarde.
—¿Adónde va? —pregunté.
—Ah —fue todo lo que Hamurabi pudo decir. Le
gustaba fastidiarme.
Pasó media hora antes de que mi tío regresara.
Traía una carga que lo hacía encorvarse entre gemidos. Colocó la jarra sobre la
fuente y retrocedió, frotándose las manos, sonriente.
—Y bien, ¿qué les parece?
—Ah —musitó Hamurabi.
—¡Caramba! —dije.
Era la misma jarra de vino, pero
maravillosamente distinta, pues ahora estaba repleta de monedas de diez y de
cinco centavos que lanzaban un brillo opaco a través del grueso vidrio.
—Es bonita, ¿no? —dijo mi tío—. Me la han
llenado en el banco. Las monedas más grandes que han entrado son las de cinco
centavos; pero bueno, ahí hay mucho dinero.
—Pero… ¿para qué, señor Marshall? —pregunté—,
quiero decir, ¿de qué se trata?
La sonrisa del señor Marshall se transformó en
una mueca.
—Es una jarra de plata…
—El tesoro al final del arco iris —interrumpió
Hamurabi.
—…se trata, como tú dices, de que la gente
adivine cuánto dinero hay ahí. Pongamos que compras por valor de veinticinco
centavos; pues ya tienes una oportunidad de adivinar. Cuanto más compras, más
oportunidades tienes. De aquí a Navidad voy a llevar todas las apuestas en un
libro de cuentas, y el que se acerque más a la cifra se llevará el montón.
Hamurabi asintió con solemnidad.
—Se ha convertido en un Santa Claus astuto —me
dijo—. Voy a casa a escribir un libro: El ingenioso asesinato de Rufus
McPherson.
A decir verdad, Hamurabi escribía relatos de
vez en cuando y los enviaba a revistas. Siempre se los devolvían.
Fue casi milagrosa la forma en que el condado
de Wachata se aficionó a la jarra de plata. Valhalla no había dado tanto dinero
desde que el pobre Tully, el jefe de estación, se volvió loco y dijo que había
encontrado petróleo detrás de la estación, y el pueblo se llenó de perforadores
de pozos. Hasta los haraganes del billar, que jamás gastaban un céntimo en algo
no relacionado con el whisky o las mujeres, invirtieron sus ahorros en leches
batidas. Algunas damas ya entradas en años condenaron públicamente la
iniciativa del señor Marshall por considerarla un juego de azar, pero no
causaron mayor problema y algunas incluso encontraron un rato libre para
visitarnos y aventurar una apuesta. Los de mi clase enloquecieron con el
asunto, y yo me hice muy popular entre ellos, pues creían que sabía la
respuesta.
—Te diré lo que pasa —me dijo Hamurabi,
encendiendo uno de los cigarrillos egipcios que compraba por correo a un
estanco de Nueva York—. No es lo que te imaginas, no se trata de codicia. No.
Lo que fascina es el misterio. Si ves todas esas monedas no piensas «¡Qué
dineral!» sino «¿Cuánto debe haber?». Es una pregunta profunda de verdad; puede
significar cosas distintas para gente distinta. ¿Entiendes?
En lo que respecta a Rufus McPherson, ¡vaya si
estaba enfurecido! Cuando se hacen negocios se cuenta con la Navidad para
obtener buena parte de las ganancias anuales. Ahora estaba más que obligado a
encontrar clientes, así que trató de imitar lo de la jarra, pero era tan tacaño
que la llenó con monedas de un centavo. También escribió una carta al director
de The Banner, el semanario del pueblo, diciendo que el señor Marshall merecía
ser «embarrado de brea, emplumado y ahorcado por convertir a niñitos inocentes
en apostadores empedernidos y conducirlos al camino del averno». Obviamente fue
el hazmerreír del pueblo; no suscitó otra cosa que desprecio. Así, para
mediados de noviembre, se limitaba a sentarse en la acera, frente a su
farmacia, y mirar con amargura la algarabía al otro lado de la plaza.
Por esa época llegó Appleseed, en compañía de
su hermana. Era un desconocido, al menos nadie recordaba haberlo visto antes.
Después le oiríamos decir que vivía en una granja a un kilómetro y medio de
Indian Branches, que su madre apenas pesaba treinta kilos y que tenía un
hermano dispuesto a tocar el violín en cualquier boda a cambio de cincuenta
centavos; aseguró que solamente se llamaba Appleseed y que había cumplido doce
años (pero Middy, su hermana, dijo que ocho). Tenía el pelo lacio y rubio, un
rostro enjuto, curtido por el clima, con ansiosos ojos verdes que miraban de un
modo sagaz y penetrante; era pequeño, frágil, y siempre iba vestido del mismo
modo: suéter rojo, pantalones de dril azul y botas de adulto que hacían clop
clop a cada paso.
Aquel primer día en que entró en Valhalla
estaba lloviendo; el pelo se le había aplastado como una gorra sobre la cabeza
y sus botas estaban embadurnadas del barro rojizo de los caminos del condado.
Fue contoneándose hasta la fuente como un vaquero y Middy le siguió. Yo estaba
secando vasos.
—Oí lo de la jarra esa llena de dinero que
regalan —dijo, mirándome directamente a los ojos—. Ya que la regalan, nos la
pueden dar a nosotros. Me llamo Appleseed; mi hermana Middy.
Middy era una niña triste, muy triste, de
rostro pálido y lastimero, bastante más alta que su hermano: un verdadero
espárrago. Le habían dejado el pelo color de estopa cortado como un casquete,
llevaba un vestido de algodón deshilachado que ni siquiera le cubría sus
huesudas rodillas y tenía algún defecto en los dientes que trataba de ocultar
presionando los labios como una señora vieja.
—Lo siento —dije—, tienes que hablar con el
señor Marshall.
Y así lo hizo. Pude oír cómo mi tío le
explicaba lo que había que hacer para ganar la jarra. Appleseed escuchaba con
atención, asintiendo de vez en cuando. Finalmente regresó, se puso frente a la
botella, la tocó apenas y dijo:
—¿Verdad que es bonita, Middy?
Middy dijo:
—¿Nos la darán?
—Hay que adivinar cuánto dinero hay dentro. Hay
que gastarse veinticinco centavos para poder apostar.
—Uy, ¿de dónde vas a sacar veinticinco
centavos?
Appleseed encogió los hombros y se rascó la
barbilla.
—Eso es muy fácil, déjamelo a mí. Pero no puedo
correr riesgos, tengo que saberlo.
Regresaron a los pocos días. Appleseed trepó a
un taburete y pidió atrevidamente dos vasos de agua, uno para él, otro para
Middy. Entonces fue cuando habló de su familia:
—…y luego está Papi Pa, el padre de mi mamá. Es
un francés cajún porque no habla bien inglés. Mi hermano, el del violín, lleva
tres veces en la cárcel… por su culpa tuvimos que irnos de Luisiana. Le dio un
mal pinchazo a un tío en una pelea a navajazos por una mujer diez años mayor
que él. Ella era rubia.
Middy, que estaba a sus espaldas, dijo
nerviosa:
—No deberías andar contando nuestros asuntos
personales de ese modo, Appleseed.
—Tú te callas —y se calló—. Es muy buena —añadió,
volviéndose para darle una palmada en la cabeza—, pero hay que controlarla.
Deja de hacer rechinar los dientes y ve a ver los libros de dibujitos.
Appleseed tiene que hacer cálculos.
«Hacer cálculos» significó contemplar la jarra
fijamente, como si quisiera devorarla con los ojos. La examinó un buen rato, la
barbilla apoyada en su mano, sin parpadear una sola vez.
—Una señora de Luisiana me dijo que yo podía
ver más cosas que otros porque nací con una vuelta de cordón.
—A que no ves cuánto hay ahí —le dije—. ¿Por
qué no dejas que te venga un número a la cabeza? Tal vez sea el bueno.
—No, no —dijo—, es arriesgadísimo. No puedo
arriesgarme; solo hay una manera, contar las monedas.
—¡Contar!
—¿Contar qué? —preguntó Hamurabi, que acababa
de entrar y se estaba acomodando junto a la fuente.
—Este chico dice que va a contar cuánto hay en
la jarra —expliqué.
Hamurabi miró a Appleseed con interés.
—¿Cómo piensas hacerlo, hijo?
—Pues contando —aclaró como algo obvio.
Hamurabi rió.
—Deberías tener rayos X en los ojos, chico. Es
todo lo que puedo decirte.
—Qué va. Solo has de nacer con una vuelta de
cordón. Me lo dijo una señora de Luisiana. Era una bruja y me quería tanto que
cuando mi mamá no quiso dejarme con ella le echó una maldición y ahora solo
pesa treinta kilos.
—Qué in—te—re—san—te —comentó Hamurabi,
mirándolo con desconfianza.
Entonces intervino Middy mostrando un ejemplar
de Secretos de la Pantalla. Le señaló una determinada fotografía a Appleseed y
dijo:
—A que es la mujer más guapa del mundo. Mira,
Appleseed, mira qué dientes tan bonitos. Ni uno fuera de sitio.
—Ten quietos los tuyos.
Cuando se fueron Hamurabi pidió una naranjada y
se la bebió lentamente mientras fumaba un cigarrillo.
—¿Crees que ese chico está bien de la azotea? —preguntó
finalmente, con voz intrigada.
Los pueblos son lo mejor para pasar la Navidad;
enseguida se crea el ambiente y su influjo los hace revivir. Para la primera
semana de diciembre, las puertas de las casas estaban decoradas con guirnaldas
y los escaparates relumbraban con campanas de papel rojo y copos de nieve de
gelatina centelleante; los chicos iban de excursión al bosque y regresaban
arrastrando fragantes árboles de hoja perenne; las mujeres se encargaban de
hornear pasteles de fruta, destapar frascos de compota de manzana y pasas, abrir
botellas de licor de uva y de zarzamora; en la plaza habían adornado un enorme
árbol con celofanes plateados y focos de colores que se encendían de noche; ya
entrada la tarde se podía oír el coro de la iglesia presbiteriana ensayando los
villancicos para la función anual; en todo el pueblo florecían las camelias
japonesas.
La única persona que parecía al margen de esa
atmósfera cordial era Appleseed. Insistía en su tarea declarada: contaba el
dinero de la botella con sumo cuidado. Iba todos los días a Valhalla a
concentrarse en la jarra, frunciendo el entrecejo y farfullando para sí. En un
principio esto fue causa de asombro, pero después de un tiempo nos aburría y ya
nadie hacía el menor caso. Appleseed no compraba nunca nada, parecía incapaz de
reunir los veinticinco centavos.
A veces hablaba con Hamurabi, que le había
cobrado afecto y de vez en cuando le invitaba a un caramelo, a una barrita de
regaliz.
—¿Todavía cree que está loco? —le pregunté.
—No estoy seguro —dijo Hamurabi—, pero te diré
una cosa: no come lo suficiente. Le voy a pagar un plato de carne asada en el
Rainbow.
—Seguramente él le agradecería más que le diera
veinticinco centavos.
—No. Lo que necesita es un plato de carne.
Sería mejor que no se hubiera propuesto adivinar nada. Un chico tan excitable,
tan raro… No me gustaría ser el responsable de que pierda. Sería de verdad una
lástima.
Debo admitir que en aquel tiempo Appleseed solo
me parecía extravagante. El señor Marshall le tenía compasión y los chavales
habían tratado de burlarse de él, pero se dieron por vencidos al ver que no
reaccionaba.
Que Appleseed estaba allí, sentado en la fuente
de soda con el rostro arrugado y los ojos siempre fijos en la jarra, era algo
tan claro como el agua, pero se abstraía tanto que en ocasiones causaba la
macabra impresión de, bueno, de no estar allí. Y apenas sentías esto,
despertaba para decir algo como «¿Sabes?, ojalá ahí dentro haya una moneda con
búfalo, de las de 1913; un tipo me dijo que sabe un sitio donde las monedas con
búfalo valen cincuenta dólares», o «Middy será toda una estrella de cine; las estrellas
de cine ganan mucho dinero, nunca más volveremos a comer col verde. Pero Middy
dice que mientras sus dientes no sean bonitos no podrá hacer películas».
Middy no siempre lo acompañaba. En esas
ocasiones en que iba solo, Appleseed no era el mismo; se comportaba con timidez
y se marchaba pronto.
Hamurabi mantuvo su promesa y le invitó a un
plato de carne asada en el café.
—Mr. Hamurabi es muy bueno —diría Appleseed—,
pero tiene unas ideas raras; se cree que si viviera en ese sitio, Egipto, sería
rey o algo así.
Y Hamurabi dijo:
—El chico tiene la fe más conmovedora del
mundo, es una maravilla verlo, pero todo este asunto empieza a hartarme —hizo
un gesto señalando la jarra—. Es cruel despertar esa clase de esperanza en
cualquier persona, y me arrepiento de haber tenido que ver en ello.
El pasatiempo más popular relacionado con
Valhalla consistía en decidir lo que uno haría si ganaba la botella. Entre los
involucrados en esto se encontraban Solomon Katz, Phoebe Jones, Carl Kuhnhardt,
Puly Simmons, Addie Foxcroft, Marvin Finkle, Trudy Edwards y un hombre de color
llamado Erskine Washington. Algunas de las respuestas: un viaje a Birmingham
para hacerse la permanente, un piano de segunda mano, un pony Shetlan, un
brazalete de oro, una colección de libros Rover Boys y un seguro de vida.
En una ocasión, el señor Marshall le preguntó a
Appleseed qué compraría.
—Es un secreto —contestó. No había súplicas
suficientes para hacerle hablar, pero fuera lo que fuese, era obvio que lo
necesitaba muchísimo.
En esta parte del país el verdadero invierno no
llega hasta fines de enero, y suele ser bastante moderado y corto. Pero en el
año del que escribo, recibimos las bendiciones de una ola de frío una semana
antes de Navidad. Hay quienes todavía hablan de eso, tan terrible fue: las
tuberías se congelaron; muchos tuvieron que pasar días enteros acurrucados bajo
sus edredones por no haber recogido leña a tiempo; el cielo cobró ese extraño
tono gris opaco que precede a las tormentas y el sol era más pálido que una luna
evanescente; un viento afilado hacía que las ramas, secas desde el último
otoño, cayeran a pedazos en el suelo helado, y en dos ocasiones el pino de la
plaza del juzgado perdió sus adornos navideños; respirabas y el vaho formaba
nubes humeantes.
En las afueras donde vivía la gente pobre,
cerca de la hilandería, las familias se apretujaban por las noches y contaban
cuentos para olvidarse del frío. En el campo los granjeros cubrían sus plantas
delicadas con sacos de yute y luego rezaban. Algunos aprovecharon el clima para
sacrificar sus cerdos y llevar al pueblo salchichas frescas. El señor R. C.
Judkins, nuestro borracho local, se disfrazó con un traje rojo e hizo de Santa
Claus en un almacén. Judkins era padre de una familia numerosa, de modo que todos
se alegraron al verlo suficientemente sobrio para ganarse un dólar. Hubo muchos
actos en la parroquia, y en uno de ellos el señor Marshall se encontró frente a
frente con Rufus McPherson. Hubo intercambio de palabras pero no de golpes
Como ya dije, Appleseed vivía en una granja, a
kilómetro y medio de Indian Branches, es decir, estaba a unos cinco kilómetros
del pueblo. Sin embargo, a pesar del frío, iba a Valhalla todos los días y se
quedaba hasta la hora de cerrar, cuando ya era de noche, pues los días se
habían vuelto más cortos. En ocasiones se iba con el capataz de la hilandería,
pero eso sucedía rara vez. Se le veía cansado, tenía arrugas de preocupación en
las comisuras de la boca; siempre tenía frío y temblaba mucho; no creo que usara
ropa de abrigo bajo el suéter rojo y el pantalón azul.
Tres días antes de Navidad anunció de
improviso:
—Bien, ya he terminado. Sé cuánto hay en la
botella.
Lo dijo de forma tan absolutamente segura y
solemne que era difícil ponerlo en duda.
—¡Cómo! ¿A ver? No, espera un momento, hijo —Hamurabi
estaba presente—. Es imposible que lo sepas, te equivocas si lo crees: solo
tendrás un disgusto.
—No me sermonee, Mr. Hamurabi. Sé lo que me
hago. Una señora de Luisiana me dijo…
—Sí, sí, sí, pero debes olvidarlo. Yo que tú me
iría a casa, me estaría tranquilo y me olvidaría de la maldita jarra.
—Esta noche mi hermano va a tocar el violín en
una boda en Ciudad Cherokee y me va a dar el dinero —dijo con terquedad
Appleseed—. Mañana apostaré.
Cuando Appleseed y Middy llegaron al día
siguiente, me sentí emocionado. Tenía, en efecto, la moneda de veinticinco
centavos cosida al pañuelo rojo que llevaba en la cabeza. Deambularon ante las
vitrinas, tomados de la mano, intercambiando murmullos para ver qué adquirían.
Finalmente se decidieron por una botella de loción de gardenia del tamaño de un
dedal. Middy la abrió de inmediato y vació en su pelo casi todo el contenido.
—Huelo como… ¡Virgen María, no había olido nada
tan dulce! Appleseed, déjame ponerte un poco en el pelo.
Pero él no se dejó.
El señor Marshall sacó la libreta donde llevaba
las apuestas; mientras tanto, Appleseed trepó a la fuente y acarició la jarra.
Sus ojos brillaban y sus mejillas estaban rojas de excitación. Casi todos los
que estaban en Valhalla se le acercaron. Middy se quedó al fondo, en silencio,
rascándose una pierna y oliendo la loción. Hamurabi no estaba.
El señor Marshall lamió la punta de su lápiz y
sonrió:
—Bueno, hijo, ¿qué dices?
Appleseed respiró hondo.
—Setenta y siete dólares y treinta y cinco
centavos —exclamó.
Era original escoger una cifra tan irregular;
normalmente las apuestas eran cifras redondas. El señor Marshall repitió la
cifra solemnemente mientras la anotaba.
—¿Cuándo sabré si he ganado?
—En Nochebuena —dijo alguien.
—Es mañana, ¿no?
—Sí, claro que sí —dijo el señor Marshall, en
tono neutro—. Ven a las cuatro.
Por la noche el termómetro descendió aún más, y
hacia la madrugada hubo una de esas lluvias rápidas que parecen tormentas de
verano; así, el día siguiente amaneció despejado y muy frío. El pueblo parecía
la tarjeta postal de un escenario nórdico, con carámbanos que brillaban
blanquísimos en los árboles y flores de escarcha que cubrían todas las
ventanas. El señor R. C. Judkins se levantó temprano, sin motivo aparente, y
recorrió las calles haciendo sonar una campana para la cena; de vez en cuando
se detenía a tomar un trago de la pinta de whisky que llevaba en el bolsillo.
Como no hacía viento, el humo se alzaba perezoso en las chimeneas hacia un
cielo todavía congelado, quieto. A media mañana el coro presbiteriano estaba en
pleno apogeo y los chicos del pueblo (con máscaras terroríficas, como en
Halloween) se perseguían incansablemente alrededor de la plaza con tremendo
alboroto.
Hamurabi llegó al mediodía para ayudarnos a
arreglar Valhalla. Había comprado en el camino una rolliza bolsa de castañas
que comimos entre los dos, arrojando las cáscaras a una estufa barrigona recién
instalada en medio de la sala (un regalo que el señor Marshall se había hecho a
sí mismo). Entonces mi tío cogió la jarra, la limpió bien y la colocó en una
mesa situada en un lugar prominente. Después no fue de gran ayuda, pues se pasó
horas atando y desatando una raída cinta verde en torno a la jarra. Hamurabi y
yo tuvimos que hacer lo demás: fregamos el suelo, limpiamos los espejos y las
vitrinas y colocamos guirnaldas verdes y rojas de papel crepé de pared a pared.
Cuando terminamos, el local tenía un aspecto sumamente refinado y elegante,
pero Hamurabi contempló nuestra obra con tristeza y dijo:
—Bueno, creo que es mejor que me vaya.
—¿No te quedas? —preguntó el señor Marshall,
muy asombrado.
—No, no —dijo Hamurabi, negando con la cabeza—.
No quiero ver la cara de ese niño. Estamos en Navidad y tengo intenciones de
pasar un rato alegre; no podría con eso en la conciencia. ¡Diablos!, no podría
ni dormir.
—Como quieras —dijo el señor Marshall,
encogiéndose de hombros, pero era obvio que estaba ofendido—. Así es la vida y,
quién sabe, tal vez gane.
Hamurabi suspiró desolado:
—¿Cuánto ha dicho?
—Setenta y siete dólares con treinta y cinco
centavos —dije.
—Es fantástico —Hamurabi se sentó en una silla
junto al señor Marshall, cruzó las piernas y encendió un cigarrillo—. Si hay
chocolates Baby Ruth me comería uno, tengo la boca amarga.
Nos quedamos los tres en la mesa, y a medida
que avanzaba la tarde nos fuimos sintiendo cada vez más tristes. Apenas
cruzamos palabra. Cuando los chicos se alejaron de la plaza del juzgado el
único sonido provino del reloj que tañía las horas en el campanario. Valhalla
estaba cerrado, pero la gente no dejaba de pasar ni de asomarse por el
ventanal. A las tres el señor Marshall me dijo que abriera la puerta.
En veinte minutos el sitio quedó atestado. Todo
el mundo iba endomingado y el aire se impregnó de un aroma dulce, pues las
chicas de la hilandería se habían perfumado con vainilla. Había gente apoyada
en la pared, subida a la fuente, apretujada como podía; pronto la multitud se
extendió a la acera y la calle. La plaza estaba circundada de camionetas y
Fords modelo T en los que habían venido los granjeros y sus familias.
Menudeaban las risas, los gritos, las bromas (algunas damas se quejaron de las
groserías y los burdos modales de los muchachos, pero nadie se fue). En la
entrada lateral había un grupo de gente de color; parecían ser los más
divertidos.
Todo el mundo trataba de sacarle el mayor
provecho al acontecimiento, y es que aquí todo está siempre tan tranquilo: no
suelen pasar cosas. No me equivoco si digo que todo el condado de Wachata
estaba presente, salvo los inválidos y Rufus McPherson. Entonces busqué a
Appleseed y no lo encontré por ningún lado.
El señor Marshall se abrió paso y dio una
palmada de atención.
Esperó hasta que se hizo el silencio y el
ambiente estuvo apropiadamente tenso, alzó la voz como un subastador y dijo:
—Escuchen todos, en este sobre que ven en mi
mano —sostenía un sobre manila sobre su cabeza—, bien, ahí está la respuesta
que hasta ahora solo conocen Dios y el First National Bank, ja, ja, ja. Y en
este libro —lo alzó con la otra mano— tengo escritas sus apuestas. ¿Alguna
pregunta? —un silencio absoluto—. Bien. Veamos, necesitaríamos un voluntario…
No hubo alma que se moviera un centímetro, fue
como si una espantosa timidez se apoderara de la multitud, incluso los más
fanfarrones del lugar se limitaron a arrastrar los pies, intimidados. Luego una
voz aulló. Pertenecía a Appleseed:
—Déjenme pasar… apártese, por favor, señora —Appleseed
empujaba desde atrás. A su lado iban Middy y un muchacho larguirucho de ojos
soñolientos, el hermano violinista, evidentemente. Appleseed iba vestido igual
que siempre, pero se había frotado hasta hacer que su cara cobrara una rosácea
pulcritud. Tenía las botas lustradas y el pelo peinado hacia atrás y
engominado.
—¿Llegamos a tiempo? —jadeó.
Pero el señor Marshall dijo:
—¿Conque tú deseas ser el voluntario?
Appleseed lo miró perplejo; luego asintió
vigorosamente.
—¿Alguien tiene algo en contra de este joven?
Como hubo absoluto silencio, el señor Marshall
dio el sobre a Appleseed, quien lo aceptó con tranquilidad. Se mordió el labio
interior mientras lo examinaba un momento antes de rasgarlo.
A no ser por una tos ocasional o por el suave
tintineo de la campana para la cena del señor R. C. Judkins, ningún sonido
perturbaba la congregación. Hamurabi se apoyaba en la fuente, mirando al techo;
Middy estaba embobada mirando por encima del hombro de su hermano; cuando este
empezó a abrir el sobre dejó escapar un sofocado gritito.
Appleseed sacó una hoja de color rosa, la
sostuvo como si fuera muy frágil y murmuró para sí mismo el mensaje escrito.
De repente, su rostro empalideció y las
lágrimas brillaron en sus ojos.
—Vamos, muchacho, ¡habla! —exclamó alguien.
Hamurabi se adelantó y casi le arranca la hoja.
Carraspeó y comenzó a leer hasta que su expresión cambió de la manera más
cómica.
—¡Válgame Dios…! —dijo.
—¡Más fuerte!, ¡más fuerte! —exigió un coro
molesto.
—¡Ladrones! —gritó furioso R. C. Judkins, que
para entonces ya estaba bien entonado—, él olerá a gloria, pero yo huelo una
rata.
Súbitamente el aire se llenó de silbidos y
abucheos.
El hermano de Appleseed se volvió con el puño
en alto:
—A callar. A callar antes de que les parta la
cabeza y les salgan chichones del tamaño de un melón, ¿entendido?
—¡Ciudadanos! —gritó el alcalde Mawes—,
ciudadanos, escúchenme, estamos en Navidad…
El señor Marshall subió a una silla y se puso a
patear y dar palmadas hasta que se restableció un mínimo de orden. Cabe señalar
que después se supo que Rufus McPherson había pagado a R. C. Judkins para que
iniciara el revuelo. De cualquier forma, contenido el alboroto, aquel sobre
quedó nada menos que en mi poder. Cómo, no lo sé.
Sin pensar, grité:
—Setenta y siete dólares con treinta y cinco
centavos.
Naturalmente, la emoción hizo que yo mismo
tardara en captar el sentido de mis palabras. Al principio solo era un número,
pero el hermano de Appleseed lanzó un alarido triunfal y entonces me di cuenta.
El nombre del ganador se propagó con rapidez, seguido de una llovizna de
murmullos de admiración.
Daba lástima ver a Appleseed; lloraba como si
estuviera herido de muerte, pero cuando Hamurabi lo alzó en hombros para que lo
viera la multitud, se secó los ojos con las mangas del suéter y empezó a reír.
R. C. Judkins gritó:
—¡Tramposo! —pero fue ahogado por una
ensordecedora ronda de aplausos.
Middy me tomó del brazo.
—Mis dientes —musitó—, ahora sí que voy a tener
dientes.
—¿Dientes? —dije, un poco aturdido.
—De los falsos —dijo ella—. Es lo que
compraremos con el dinero, una hermosa y blanca dentadura postiza.
Pero en aquel momento solo me interesaba
averiguar cómo lo había sabido Appleseed.
—Dime… —le dije a Middy, desesperado—, por Dios
bendito, dime cómo sabía que eran setenta y siete dólares con treinta y cinco
centavos, exactos.
Middy me dirigió una mirada extraña.
—Vaya. Si ya te lo dijo él —respondió muy seria—.
Contó las monedas.
—Sí, pero ¿cómo?, ¿cómo?
—¡Caray!, ¿es que no sabes contar?
—¿Y no hizo nada más?
—Bueno —dijo, después de un momento de
reflexión—, también rezó un poquito —se dirigió hacia la puerta, luego se
volvió y gritó—: Además, nació con una vuelta de cordón.
Y eso fue lo más cerca que estuvo nadie de
resolver el misterio.
A partir de entonces, si uno le preguntaba a
Appleseed: «¿Cómo lo hiciste?», sonreía de un modo extraño y cambiaba de tema.
Muchos años después se mudó con su familia a algún lugar de Florida, y no se
volvió a saber de él.
Pero en nuestro pueblo su leyenda florece
todavía. El señor Marshall murió en abril pasado. Cada año, por Navidad, la
escuela baptista le invitaba para que contara la historia de Appleseed en la
clase de religión. En una ocasión, Hamurabi escribió a máquina una crónica y la
envió a varias revistas. No se la publicaron. El director de una de ellas le
escribió: «Si la chica se hubiera convertido en estrella de cine, tal vez su
historia tendría interés.» Y esto no fue lo que sucedió, así que ¿para qué mentir?
Truman Capote, 1945
Publicado por Antonio F. Rodríguez.