Título: El buda blanco Autor: Hitonari Tsuji
Editorial: Alianza
Precio: 10 euros
Año de edición: 2008
«El buda blanco» (1997) del escritor japonés Hitonari Tsuji es una bella novela que trata de dos planos distintos: el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Está escrita con gran sencillez. Pero esa sencillez es engañosa. Su delicadeza de forma, con pinceladas impresionistas que parecen más propias de un evanescente haikú que de una narración, encubre la complejidad de fondo. En realidad, es una profunda reflexión sobre las eternas preguntas de quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. Claro que la posible respuesta al enigma no se da desde la fría lógica occidental, atea o cristiana, sino desde el misticismo del Extremo Oriente. El budismo nos habla de la progresiva purificación de las almas a través de sucesivas reencarnaciones. Es la doctrina de la metempsicosis o transmigración de las almas, que también defendió Platón. Conocer es recordar una vida anterior: anamnesis. Tsuji se basa en la teoría de la reminiscencia para articular el complejo significado existencial de su novela.
«El buda blanco» transcurre desde principios del siglo XX hasta 1965. Una etapa esencial en la historia japonesa. La vida de Minoru, un armero e inventor que vive en la aislada y paradisíaca isla de Ono, al sur del archipiélago nipón, resume esas décadas. La infancia de Minoru está contada con mano maestra. El niño observa fascinado, con sus ojitos oblicuos, cómo su padre forja una espada golpeando el metal incandescente, que parece tener vida, sobre el yunque. Espía a los mayores. Tiene sus primeros escarceos amorosos. Ve los sufrimientos del débil maltratado por el fuerte. Hay en la existencia una crueldad que ya se manifiesta en los niños y que a menudo va unida al deseo sexual. La vida se abre ante Minoru y sus amigos como un abanico multicolor.
Descubre la muerte cuando uno de sus hermanos se ahoga en un remolino de agua verdosa. En la pequeña isla las tumbas salpican todo el paisaje. La muerte resulta omnipresente. Detrás de la casa de Minoru está el cementerio familiar. Algunos túmulos del siglo XVII se remontan a los primeros pobladores de la isla. Otras estelas más recientes van poco a poco cubriéndose de musgo. Los muertos desaparecen de la conciencia de los vivos al igual que sus nombres se borran de las estelas de piedra. Por encima de las copas de los árboles se ve subir el humo casi transparente del crematorio de la isla. Las almas ascienden al cielo, se dispersan en el azul, si es que existen las almas. La cruda realidad material de la muerte, la descomposición, atormenta la joven conciencia de Minoru. Además, los muertos mueren dos veces: al fallecer y luego cuando son olvidados. El olvido es la muerte definitiva e irremediable.
Minoru experimenta de vez en cuando extrañas sensaciones. El mundo visible, real, parece desdibujarse en una sucesión de espejismos. Recuerda confusamente cosas olvidadas durante décadas o siglos. Son reminiscencias de sus vidas pasadas. El alma de Minoru se reencarnó en otros cuerpos, ha vivido otras vidas, su periplo espiritual se proyecta al pasado y al futuro. La muerte no es el final. Es un renacimiento.
Minoru comienza a trabajar con su padre, aprende el oficio de armero, los hermanos mayores se casan y se van, en 1918 es un soldado que lucha contra el ejército rojo en Siberia y mata a un hombre, vuelve a Japón, se enamora, contrae matrimonio, sigue trabajando en la armería, tiene hijos y nietos, se arruina, sale adelante, acaba por triunfar en los negocios. La forja de Minoru representa bien la evolución de su país: primero en el taller familiar se hacen espadas, a partir de la gran victoria de 1905 sobre los rusos se pasa a los fusiles, en los años 30 y 40, ametralladoras, con la derrota de 1945 la minúscula armería se convierte en una gran empresa que lo mismo fabrica pequeños tractores que criaderos de algas. Japón no consiguió dominar Asia militarmente, pero aprendió la lección: del desastre salió el ímpetu para el éxito económico. Minoru, trabajador e inventivo, se hace rico. Seguirá siendo, sin embargo, un provinciano.
Claro que esta sucesión de grandes acontecimientos llega amortiguada a la isla de Ono, en la que el tiempo parece haberse detenido. Ono es la isla de las almas perdidas. Puede decirse que allí los muertos mandan. El sustrato del pasado de Minoru son los seres que él conoció. Con ellos tejió su existencia. Un día fallecieron. Se evaporaron. Pero su muerte es aparente. De vez en cuando le visitan los fantasmas de un ayer que no quiere morir del todo: su primer amor, una hermosa muchacha asesinada por su marido; su hermano ahogado de niño; el amigo que se colgó; el hijo que se le murió. Y otras reminiscencias que son las sombras de antepasados aún más lejanos que reclaman su atención.
Las dudas existenciales agitan a Minoru. Para un buen amigo, dueño del crematorio, no hay tales dudas: la muerte es la nada. No existe comunicación posible entre vivos y muertos. El más allá es una quimera. Minoru no lo ve así. Cree poder hacer algo para conseguir la reconciliación definitiva entre vivos y muertos alcanzando al fin la serenidad espiritual. Un hermoso y apacible Buda blanco, símbolo de la fraternidad universal entre los hombres, se le aparece en sueños. Quizá esa sea la señal, el mensaje del otro lado. El nexo entre los dos mundos. Buda, príncipe de la paz.
Es muy grata la lectura de «El buda blanco». La vida de Minoru, un hombre bueno y recto, ejemplar padre de familia, apesadumbrado por sus zozobras espirituales, dependiente de los viejos mitos religiosos japoneses, a la vez que practico y realista hombre de negocios, resulta conmovedora. Minoru, como su país, se adapta a la modernidad sin perder su esencia espiritual. Todo está en su sitio en este libro de estilo diáfano, reflexivo, poético sin cursilería. El mundo pasa por delante de la isla de Ono como un tren bala al lado de un campo de arroz: los campesinos con taparrabos y sombreros de paja se quedan mirándolo asombrados. La intrahistoria japonesa se adapta con parsimonia a los cambios. La naturaleza de la isla es lo permanente. Las vidas son fugaces, pero algo de ellas queda en la memoria de los vivos mientras puedan recordar, y en la mente de Dios mientras las siga soñando. Una lectura recomendable.
Hitonari Tsuji (1959) es un artista polifacético nacido en Tokio. Es escritor, compositor y director de cine. Hacia 1985 era vocalista en grupos de rock. Cantaba. Se le conocía como Jinsei. Comenzó a escribir. En 1989 publicó su primera novela, que tuvo una buena acogida en Japón. En 1997 recibió el prestigioso premio Akutagawa. Con el «Buda blanco» consiguió en 1999 el premio Femina Extranjero.
Ha escrito también cuentos, poesías y libros infantiles. Como cineasta, dirige, escribe y fotografía sus propias películas experimentales, que se han presentado en importantes festivales internacionales. Hitonari Tsuji se ha casado y divorciado en dos ocasiones. Desde hace años, reside en París.
Publicado por Alberto.
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